jueves, 3 de diciembre de 2009

RESUMEN SOBRE LA PELICULA DE TROYA


La película comienza con una disputa entre los ejércitos de Agamenón y el rey de Tesalia. Agamenón y el rey acuerdan resolver la batalla enfrentando a los dos hombres más fuertes de cada ejército. Es entonces cuando llaman a Aquiles, el mejor guerrero de las filas griegas. Aquiles y Boagrius, el mejor de Tesalia, comienzan la lucha, ganando Aquiles con facilidad, pero dejando notar que lo hizo no por órdenes de Agamenón sino para ser recordado.

Luego, en Esparta, el rey Menelao celebra una fiesta con los príncipes de Troya: Héctor y Paris . En medio de la fiesta Paris entra en la habitación donde se encuentra Helena, reina de Esparta, sigilosamente y le pide que vaya con él a Troya, ya que no deben temer a Menelao. Al siguiente día Héctor, Paris y otros troyanos regresan en un barco por el mar Egeo, entonces Paris le confiesa a su hermano mayor que ha traído a Helena consigo. Héctor se molesta con la decisión pero opta por llevar a Helena, porque no tenía otra alternativa si el daño estaba hecho.

Mientras tanto en Esparta, Menelao pide ayuda a Agamenón para recuperar a su esposa. Agamenón acepta, pero el solo acepta por su ambición de poseer Troya. Néstor, amigo de Agamenón, le aconseja que lleve a Aquiles para asegurar la victoria. Odiseo (o Ulises según la versión romana) convence a Aquiles de ir a la guerra, con el propósito de alcanzar la inmortalidad. Aquiles va a la guerra junto a su primo y aprendiz Patroclo y sus leales mirmidones.

Al día siguiente, Príamo, rey de Troya, recibe a Helena como princesa de Troya. Pero es muy tarde para hacerla volver. El ejército griego llega con un millar de barcos a las playas de Troya, pero Aquiles es el que ataca primero, y con sus mirmidones, pero sin Patroclo, toma la playa mata a los sacerdotes y saquea el templo de Apolo.

Héctor llega con la caballería y se sorprende al ver las habilidades de lucha de Aquiles. Aquiles decide perdonarle la vida a Héctor, y le deja ir. Más tarde Aquiles en su campamento recibe a Briseida, una esclava troyana y servidora de Apolo, pero él es llamado por Agamenón. Ya en el campamento de Agamenón, el rey se adula a sí mismo como el responsable de tomar la playa de Troya, y para colmo se queda con Briseida. Aquiles enfurecido esta dispuesto a matar a Agamenón, pero es detenido por Briseida, es entonces cuando él decide no pelear más.

Cuando amanece el ejército griego se prepara para derribar las murallas, pero antes de eso Paris reta a combate a Menelao por el derecho a Helena y a Troya. Menelao acepta y vence a Paris con facilidad, pero antes de morir Paris huye y es rescatado por Héctor, quien mata a Menelao, porque no podía dejar que su hermano muriera. Agamenón se enfurece y ordena atacar, pero los griegos están demasiado cerca de las murallas y de los arqueros. Héctor en medio de la lucha se encuentra con un soldado inmenso, robusto y musculoso llamado Áyax el Grande. Héctor vence en su lucha, lo que baja la moral al debilitado ejército griego. Odiseo le aconseja a Agamenón que ordene retirada antes de que se quede sin ejército. Los griegos retroceden y la batalla termina. En la noche Odiseo le reclama a Agamenón que se reconcilie con Aquiles para no ser derrotados mañana. Agamenón le devuelve a Briseida a Aquiles, quien la toma y la lleva a su campamento. Aquiles se enamora de ella, y la trata bien, Briseida llega a entender a Aquiles y también se enamora de él, ambos deciden pasar juntos la noche y retirase de Troya al día siguiente.

Los troyanos, convencidos de que la moral griega está por los suelos, deciden atacar el campamento griego en la madrugada. Los griegos asustados huyen y hacen alboroto ante la fuerza de los troyanos. Pero entonces aparecen los mirmidones seguidos de la figura de Aquiles, Héctor los ve y se encuentra con el guerrero, que tiene la cara oculta tras el casco. Héctor decide luchar con él, creyendo que es Aquiles, pero en un instante le corta el cuello, los troyanos gritan de euforia, pero los griegos se quedan anonadados ante tal suceso. En ese momento Héctor le quita el casco al hombre y descubre que es Patroclo. Héctor y Odiseo acuerdan una tregua. Eudoro despierta a Aquiles en su campamento y le comunica la terrible noticia, enfureciéndolo sin querer. Por otra parte Héctor le enseña a su esposa Andrómaca un túnel secreto que conduce a las afueras de Troya.

Después, en la mañana, Aquiles llega solo frente a las murallas y llama a gritos a Héctor. Héctor se despide de su familia y sale a enfrentar a Aquiles. La lucha es pareja, pero luego Héctor pierde ventaja y es alanceado por Aquiles. Aquiles ata los pies de Héctor a su carro y se lo lleva arrastrándolo a su campamento.

Por la noche Príamo en persona entra al campamento de Aquiles y le ruega que le devuelva a su hijo besándole las manos. Aquiles accede y le entrega a Briseida junto con 12 días de tregua.

Doce días después los troyanos revisan el campamento griego y lo ven abandonado excepto por un gigantesco caballo de madera, que dice ser una ofrenda a Poseidón. Príamo decide hacer entrar el caballo a la ciudad para festejarlo. Más tarde, por la noche unos soldados emergen del caballo y abren las puertas de Troya dejando pasar a 4.000 soldados griegos. En plena destrucción Aquiles busca a Briseida por toda la ciudad, Andrómaca se lleva a Helena por el túnel secreto, pero Paris decide quedarse y le entrega la espada de Troya a un joven ciudadano llamado Eneas, los griegos saquean los templos de Troya y Agamenón asesina al rey Príamo por sorpresa.

Briseida que estaba en un templo, es encontrada por Agamenón. Ella le clava un cuchillo en el cuello, derribándolo. Aquiles por fin la encuentra y se abrazan, pero en ese instante aparece Paris y dispara una flecha contra Aquiles acertándole en el talón. Aquiles sin poder caminar recibe tres flechazos más de Paris, entonces agonizando se despide de Briseida, quien huye con Paris. Mientras huyen, los soldados griegos los encuentran y deciden cremar a Aquiles al siguiente día

TROYA

Troya es una película de 2004, del género épico, dirigida por Wolfgang Petersen, protagonizada por Eric Bana, Orlando Bloom y Brad Pitt en los papeles principales, cuyo argumento está basado en la Ilíada de Homero, pero incluye material de la Eneida de Virgilio, además de otras fuentes, así como incluye también completas divergencias del mito.

Cuenta una historia protagonizada por Héctor, Paris y Aquiles, en la cual se enfrentan los troyanos y los helenos. Estos últimos consiguen sobrepasar las murallas de Troya gracias a un gran caballo de madera, denominado "caballo de Troya".





















LA SINTESIS DE LA ILIADA


La iliada narra la cólera de Aquiles y los hechos que acontecen en la larga guerra de Troya, pues esta era una ciudad amurallada y fortificada que resistió por muchos años.

Tras nueve años de guerra entre aqeos y troyanos, una peste se desata sobre el campamento aqueo. El adivino Calcante, consultado sobre ello, vaticina que la peste no cesará hasta que Criseida (Otra rubia, troyana capturada por los aqueos), sea devuelta a su padre Crises. Esta Criseida le había sido entregada a Aquiles (Aliado de los Aqueos, hijo de la Diosa del mar Tetis y del rey Peleo) como botín de guerra pero luego le es arrebatada por Agamenon.

Aquiles resentido se retira de la batalla, y asegura que sólo volverá a ella cuando el fuego troyano alcance sus propias naves. Zeus (padre y rey de los dioses) respalda la decisión de Aquiles.

Agamenón, para probar a sus tropas, propone a los aqueos regresar a sus hogares, pero la propuesta es rechazada. A continuación se enumera el Catálogo de naves del contingente aqueo y de las fuerzas troyanas.

Héctor (Hijo mayor del rey Príamo y gran general), increpa a su hermano Paris por esconderse ante la presencia de Menéalo . Ante ello, Paris decide desafiar a Menelao en combate singular. Helena, Príamo (el rey de Troya) y otros nobles troyanos observan la batalla desde la muralla. La batalla se detiene para la celebración de este duelo, con la promesa de que el vencedor se quedaría con Helena y sus tesoros. Menelao está a punto de matar a Paris pero éste es salvado por Afrodita (Diosa de la Belleza y el Amor), y es enviado junto a Helena.

Tras una pequeña reunión de los dioses, éstos deciden que se reanuden las hostilidades, por lo que Atenea (Diosa de la Inteligencia), disfrazada, incita a Pándaro (Troyano), para que rompa la tregua lanzando una flecha que hiere a Menelao y tras la arenga de Agamenón a sus tropas, se reanuda la batalla.

En plena batalla Diomedes (Aqueo), asistido por Atenea, que está a punto de matar a Eneas (Troyano), y llega a herir a Afrodita. Mientras, Ares (Dios de la Guerra) y Héctor comandan a las tropas troyanas y también destaca Sarpedón (caudillo de los licios), que mata entre otros a Tlepólemo (rey de Rodas). Luego Diomedes, amparado nuevamente por Atenea, hiere a Ares.
Ante el empuje de los aqueos, Héleno (también hijo de Príamo y adivino), insta a Héctor a que regrese a Troya para encargar a las mujeres troyanas que realicen ofrendas en el templo de Atenea. Mientras en la batalla Diomedes y el licio Glauco (Aqueo y Troyano) reconocen sus lazos de hospitalidad y se intercambian las armas amistosamente. Héctor, tras realizar el encargo de su hermano Héleno, va en busca de Paris para increparle para que regrese a la batalla y se despide de su esposa Andrómaca.

Tras debate entre Atenea y Zeus, Héctor desafía en duelo a cualquier aqueo destacado. Los principales jefes aqueos, arengados por Néstor (Aqueo), aceptan el desafío y tras echarlo a suertes, Áyax Telamonio (Aqueo) es el elegido. El duelo singular tiene lugar pero la llegada de la noche pone fin a la lucha entre ambos y se intercambian regalos. Néstor insta a los aqueos a construir una muralla y una fosa que defienda su campamento. Los troyanos en asamblea debaten si deben entregar a Helena y su tesoro (postura defendida por el troyano Anténor), o solo su tesoro (postura defendida por Paris). Príamo ordena que se les haga a los aqueos la propuesta de Paris. La propuesta es rotundamente rechazada, pero se acuerda una tregua para incinerar los cadáveres.

Zeus ordena al resto de los dioses que ya no se metan. Los troyanos, animados por Zeus, avanzan en la batalla y hacen retroceder a los aqueos. Por parte de los aqueos Teucro causa graves daños en las filas troyanas con sus flechas. Atenea y Hera (Esposa de Zeus, reina de los dioses) tratan de ayudar a los aqueos pero Iris (Mensajera de los dioses) les envía la orden de Zeus de que no intervengan. Al llegar la noche los troyanos acampan cerca del campamento aqueo.

Áyax Telamonio y Ulises (Rey de Itaca aliado de los Aqueos) son enviados como embajada, por consejo de Néstor, donde dan a Aquiles disculpas por parte de Agamenón (ofreciéndole regalos, la devolución de Briseida y a cualquiera de sus hijas como esposa) y le suplican que regrese a la lucha, pero éste se niega.

Diomedes y Odiseo, nuevamente por consejo de Néstor, realizan una misión de espionaje nocturna , en la que matan a Dolón ( troyano ), que igualmente había sido enviado en misión de espionaje por Héctor. Luego, con la información conseguida a través de Dolón, asesinan a soldados tracios y a su rey Reso mientras duermen y se llevan sus caballos.

Amanece, se reanuda la batalla. Destaca Agamenón, hasta que resulta herido por Coón (Troyano) y debe retirarse. Entonces contraatacan los troyanos. Diomedes, Eurípilo (Aqueo) y Macaón (médico Aqueo) son heridos por flechas de Paris. Mientras Soco (Troyano) muere a manos de Odiseo pero consigue herirle. Patroclo (Aqueo amado por Aquiles) es enviado por Aquiles a la tienda de Néstor para enterarse de las noticias de la batalla.

Los troyanos, siguiendo primero los consejos de Polidamante (estratega troyano), atraviesan el foso previo al muro de los aqueos pero luego desoyen su consejo de no asaltar el muro. Sarpedón abre una brecha en el muro que es atravesado por las tropas troyanas con Héctor a la cabeza, a pesar de la resistencia de Áyax y Teucro.

Poseidón (Dios del Mar) acude a la batalla para animar a los aqueos a resistir las cargas de los troyanos. Entre los aqueos destaca Idomeneo, rey de Creta. Héleno y Deífobo (Ambos troyanos) deben retirarse tras ser heridos por Menelao y Meríones. Pero Héctor prosigue en su avance hasta que se le opone Áyax.

Hera concibe un plan para engañar a Zeus y con ayuda del cinturón de Afrodita seduce a Zeus y con la de Hipnos (Dios del sueño) lo hace dormirse. Después encarga a Poseidón que intervenga en favor de los aqueos. Áyax Telamonio hiere de gravedad a Héctor, que es retirado del combate por sus compañeros.

Zeus descubre el engaño del que ha sido objeto y ordena a Poseidón a través de Iris que deje de ayudar a los aqueos. Luego insta a Apolo (Dios del sol) a que infunda nuevas fuerzas a los troyanos. Ares tiene el propósito de ir a combatir al lado de los aqueos para vengar la muerte de su hijo Ascálafo pero Atenea le advierte de que será objeto de la ira de Zeus. Héctor recobra las fuerzas y los troyanos llegan combatiendo hasta las naves de los aqueos. Incluso Áyax Telamonio tiene que retroceder .

Héctor logra prender fuego a una de las naves de los aqueos. Patroclo pide permiso a Aquiles para tomar sus armas y repeler el ataque y al mando de los Mirmidones, hace huir a los troyanos, que creen que en realidad se trata de Aquiles. Mata entre otros a Sarpedón, rey de Licia e hijo de Zeus. Pero Apolo acude en ayuda de los troyanos y golpea a Patroclo, que después es herido por Euforbo (Troyano) y rematado por Héctor.

Menelao consigue matar a Euforbo y defiende el cuerpo sin vida de Patroclo, en torno al cual se entabla un duro combate. Los troyanos lo hacen retroceder y Héctor despoja a Patroclo de sus armas. Después acuden refuerzos aqueos al combate y consiguen llevar su cuerpo a las naves.

Antíloco (Aqueo) da a Aquiles la noticia de la muerte de su amado Patroclo, y éste decide volver a la lucha para vengarse de la muerte de su amante. Cae la noche y los troyanos se reúnen. Polidamante (Troyano) es partidario de ir a Troya a refugiarse tras sus muros pero prevalece la opinión de Héctor de seguir peleando en campo abierto. La nereida Tetis (Diosa del mar madre de Aquiles) consigue que Hefesto (Dios Herrero) fabrique armas nuevas para su hijo Aquiles. Aquiles se reconcilia con Agamenón. Éste le devuelve a Briseida junto con varios regalos.

Zeus da permiso al resto de los dioses para que intervengan en la batalla y ayuden a quien prefieran. Aquiles inicia un furioso ataque en el cual lucha con Eneas, el cual finalmente es salvado por Poseidón. Mata a Polidoro (Troyano hijo del rey Príamo) y se le enfrenta Héctor, pero Atenea ayuda a Aquiles y Apolo aleja a Héctor del combate.

Aquiles mata, a Licaón (otro hijo del rey Príamo) y a Asteropeo (Troyano), que consigue herirlo levemente. Escamandro (El dios-río) lo rodea con sus aguas y está a punto de ahogarlo, pero Hefesto acude en su ayuda. El resto de los dioses pelean entre ellos, unos a favor de los aqueos y otros al de los troyanos. El rey Príamo ordena abrir las puertas de Troya para que sus tropas se refugien tras sus muros. Apolo consigue alejar a Aquiles de los muros de Troya.

Las fuerzas troyanas se refugian en la ciudad pero Héctor queda fuera, con ánimo de pelear contra Aquiles. Pero una vez frente a frente, Héctor huye y es perseguido por Aquiles. Atenea engaña a Héctor haciéndole creer que tiene en su ayuda a su hermano Deífobo y Héctor se enfrenta por fin cara a cara a Aquiles, quien lo mata, ata su cadáver a su carro de combate y subido en él da vueltas alrededor de la ciudad.

Se celebran los Juegos funerarios en honor de Patroclo con las siguientes pruebas: carrera de carros, pugilato, lucha, carrera, combate, lanzamiento de peso, tiro con arco y lanzamiento de jabalina.

Príamo se dirige, guiado por Hermes, al campamento griego para suplicar a Aquiles la devolución del cuerpo de Héctor. Aquiles es convencido y se celebran los funerales por Héctor.

LA ILIADA CANTO XXI, XXII, XXIII y XXIV

CANTO XXI
Batalla junto al río

Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto le obliga a volver a su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para que los demás puedan entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.

Así que los troyanos llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa corriente a quien el inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían espantados el día anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso; por allí se derramaron entonces los troyanos en su fuga, y Hera, para detenerlos, los envolvió en una densa niebla. Los otros rodaron al caudaloso río de argénteos vórtices, y cayeron en él con gran estrépito: resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y acullá, gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las langostas acosadas por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan hacia el río y se echan medrosas en el agua, de la misma manera la corriente sonora del Janto de profundos vórtices se llenó, por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo caían confundidos.

Aquiles, vástago de Zeus, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla, saltó al río, cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones crueles, y comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible clamoreo de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces huyen del ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél devora a cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban por la impetuosa corriente del río y se refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y encargó a los amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.

Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo, iba a salir del río. Ya anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de noche a un campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un cabrahígo para hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose cual imprevista calamidad, se lo llevó mal de su grado. Transportóle luego en una nave a la bien construida Lemnos, y allí lo puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio. Después Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso rescate y enviólo a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa paterna, estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades, sin que Licaón to deseara. Como el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme ‑sin casco, escudo ni lanza, porque todo lo había tirado al suelo‑ y que salía del río con el cuerpo abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio, sorprendióse, y a su magnánimo espíritu así le habló:

‑¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que los troyanos a quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del día cruel, ha vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso mar que a tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de mi lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de la fértil tierra que hasta a los fuertes retiene.

Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le acercó a tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de librarse de la triste muerte y de la negra Parca. El divino Aquiles levantó en seguida la enorme lanza con intención de herirlo, pero Licaón se encogió y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole por cima del dorso, se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre. En tanto Licaón suplicaba a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y sujetándole con la otra la aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le decía:

‑Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has de tenerme, oh alumno de Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en tu tienda el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien cultivado, y, llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te valió mi persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha que, habiendo padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Debo de ser odioso al padre Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida corta, me parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya hiciste sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la aguda pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No me mates; pues no soy del mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a tu dulce y esforzado amigo.

Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue amarga la respuesta que escuchó:

‑¡Insensato! No me hables del rescate, ni lo menciones siquiera. Antes que a Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los troyanos y fueron muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno escapará de la muerte, si un dios lo pone en mis manos delante de Ilio y especialmente si es hijo de Príamo. Por Canto, amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.

Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la lanza, se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a Licaón en la clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano dio de ojos por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por el pie, arrojólo al río para que la corriente se lo llevara, y profirió con jactancia estas aladas palabras:

-Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te colocará tu madre en un lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso Escamandro al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y encrespada superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás troyanos hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás haciendo gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos remolinos, a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyos vórtices echáis vivos los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de otros, hasta que hayáis expiado la muerte de Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis en los aqueos junto a las naves, mientras estuve alejado de la lucha.

Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría cesar al divinal Aquiles de combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de Peleo dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de Acesámeno; que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues, Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto, irritado por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles había hecho perecer sin compasión en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troyano. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, fue el primero en hablar, y dijo:

‑¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos cuyos hijos se oponen a mi furor.

Respondióle el preclaro hijo de Pelegón:

‑¡Magnánimo Pelida! ¿Por qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil Peonia, que está lejos; vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y hace once días que llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha corriente, del Axio que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón, famoso por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido Aquiles.

Así habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y el héroe Asteropeo, que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo, pero no lo atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el mismo la detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra sangre; mas el arma pasó por encima y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne. Aquiles arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con intención de matarlo, y erró el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió enardecido a Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de fuerza. Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida, acercósele Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo; derramáronse en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le quitó la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo estas palabras:

‑Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la victoria a los hijos del prepotente Cronión. Dijiste que tu linaje procede de un río de ancha corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y este último era hijo de Zeus. Y como Zeus es más poderoso que los nos, que corren al mar, así también los descendientes de Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno grande, si es que puede auxiharte. Mas no es posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda corriente del que nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues también el Océano teme el rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.

Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo allí, tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia bañaba el cadáver, y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los riñones. Aquiles se fue para los peonios que peleaban en carros; los cuales huían por las márgenes del voraginoso río, desde que vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las manos y la espada del Pelida. Éste mató entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso, Trasio, Enio y Ofelestes. Y a más peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno de los profundos vórtices:

‑¡Oh Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si el hijo de Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de mí y ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de un modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de hombres.

Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Se hará, oh Escamandro, alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me abstendré de matar a los altivos troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando con Héctor, él me mate a mí o yo acabe con él.

Esto dicho, arremetió a los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río de profundos remolinos dirigióse a Apolo:

‑¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del Cronión, el cual te encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras to auxilio hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil campo.

Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y, arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la orilla mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la hermosa corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie. Asióse entonces con ambas manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste, arrancado de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus muchas ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran dios desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el propósito de hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos. El Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz águila negra, que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma y el bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido. Como el fontanero conduce el agua desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un azadón en la mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve las piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante del que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente a Aquiles, porque los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los inmortales que tienen su morada en el espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río, que las celestiales lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afligido en su corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y dijo:

‑¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la persecución del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me matarían al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño porquerizo a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.

Así se expresó. En seguida Poseidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron y le asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Poseidón, que sacude la tierra, fue el primero en hablar y dijo:

‑¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia de Zeus, nosotros los dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas muerto por el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un prudente consejo, por si quieres obedecer: no descanse tu brazo en la batalla funesta hasta haber encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a cuantos troyanos logren escapar. Y cuando hayas privado de la vida a Héctor, vuelve a las naves; que nosotros te concederemos que alcances gloria.

Dichas estas palabras, ambas deidades fueron a reunirse con los demás inmortales. Aquiles, impelido por el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada por el agua del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en la pelea. El héroe caminaba derechamente, saltando por el agua, sin que el anchuroso río lograse detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión, hinchaba y levantaba a lo alto sus olas, y a gritos llamaba al Simoente:

‑¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto tomará la gran ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla. Ven al momento en mi auxilio: aumenta tu caudal con el agua de las fuentes, concita a todos los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anonademos a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses. Creo que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que han de quedar en el fondo de este lago cubiertas de cieno. A él lo envolveré en abundante arena, derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus huesos podrán ser recogidos por los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y tendrá su túmulo aquí mismo, y no necesitará que los aqueos se lo erijan cuando le hagan las exequias.

Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la espuma, la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales lluvias alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo que el gran río derribara a Aquiles, gritó, y dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:

‑¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu igual en el combate! Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a suscitar con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar extienda el destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú abrasa los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no to dejes persuadir ni con palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga gritando; y entonces apaga el fuego infatigable.

Así dijo; y Hefesto, arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la llanura y quemó muchos cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse el campo, y el agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un campo recién inundado y se alegra el que lo cultiva, de la misma suerte, el fuego secó la llanura entera y quemó los cadáveres. Luego Hefesto dirigió al río la resplandeciente llama y ardieron, así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia que en abundancia habían crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces padecían y saltaban acá y allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del ingenioso Hefesto. Y el río, quemándose también, así hablaba:

‑¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu llama ardiente. Cesa de perseguirme y en seguida el divino Aquiles arroje de la ciudad a los troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a nadie?

Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una caldera puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y rebosa por todas partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se quemaba con el fuego y el agua hervía, y, no pudiendo ir hacia adelante, paraba su curso oprimida por el vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río, dirigiendo muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le decía:

‑¡Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los dioses? No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los troyanos. Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré no librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de las voraces llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.

Cuando Hera, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:

‑¡Hefesto hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales, a un dios inmortal atormentemos.

Así dijo. Hefesto apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la hermosa corriente.

Y tan pronto como el ánimo del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque Hera, aunque irritada, los contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte estrépito; bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus, sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse. Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que horada los escudos, acometiendo a Atenea con la broncínea lanza, estas injuriosas palabras le decía:

‑¿Por qué nuevamente, oh mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses con insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto lo mueve? ¿Acaso no te acuerdas de cuando incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la reluciente pica la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que ahora pagarás cuanto me hiciste.

Apenas acabó de hablar, dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el rayo de Zeus rompería, allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente lanza. Pero la diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y erizada de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como linde de un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle sin vigor los miembros. Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo manchó su cabellera y las armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de la victoria, profirió estas aladas palabras:

‑¡Necio! Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto que osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu airada madre que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a los orgullosos troyanos.

Cuando esto hubo dicho, volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija de Zeus, asió por la mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y apenas podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al punto dijo a Atenea estas aladas palabras:

‑¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de perro vuelve a sacar del dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los mortales. ¡Anda tras ella!

De tal modo habló. Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y alzando la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas y el corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y Atenea, vanagloriándose, pronunció estas aladas palabras:

‑¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los argivos, armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a socorrer a Ares desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con la toma de la bien construida ciudad de Ilio!

Así se expresó. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano Poseidón, que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:

‑¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez que los demás han dado principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues eres el menor en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo más experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es tu corazón! Ya no te acuerdas de los muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos entre los dioses, cuando enviados por Zeus trabajamos un año entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la promesa de darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo, pastoreabas los flexípedes bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en valles abundoso. Mas cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio Laomedonte se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenazas. A ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba además que con el bronce nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos y con el ánimo irritado porque no nos dio la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo a su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los troyanos perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!

Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:

‑¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos en seguida de combatir y peleen ellos entre sí.

Así diciendo, le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar a las manos con su tío paterno. Y su hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora, lo increpó duramente con injuriosas voces:

‑¿Huyes ya, tú que hieres de lejos, y das la victoria a Posidón, concediéndole inmerecida gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el palacio de mi padre, como hasta aquí lo hiciste ante los inmortales dioses, de luchar cuerpo a cuerpo con Poseidón.

Así dijo, y Apolo, que hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa de Zeus, irritada, increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar flechas:

‑¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte a mí? Difícil te será resistir mi fortaleza, aunque lleves arco y Zeus te haya hecho leona entre las mujeres y te permita matar, a la que te plazca. Mejor es cazar en el monte fieras agrestes o ciervos, que luchar denodadamente con quienes son más poderosos. Y, si quieres probar el combate, empieza, para que sepas bien cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres emplear tus fuerzas.

Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros, con la derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis, que volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se esparcían por el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por el gavilán vuela a refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que aquél la cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y el mensajero Argicida dijo a Leto:

‑¡Leto! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de Zeus, que amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de que me venciste con tu poderosa fuerza.

Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá, en medio de un torbellino de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la morada de Zeus erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el divino velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y, sonriendo dulcemente, le preguntó:

‑¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en su presencia hubieses cometido alguna falta?

Respondióle Ártemis, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa diadema:

-Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la discordia y la contienda han surgido entre los inmortales.

Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo por el muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen los dánaos, contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al Olimpo, irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a Zeus, el de las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba hombres y solípedos caballos. De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el humo al anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los habitantes trabajan y muchos padecen grandes males, de igual modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y daños.

El anciano Príamo estaba en la sagrada torre; y, como viera al ingente Aquiles, y a los troyanos puestos en confusión, huyendo espantados y sin fuerzas para resistirle, empezó a gemir y bajó de aquélla para exhortar a los ínclitos varones que custodiaban las puertas de la muralla:

Abrid las puertas y sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la ciudad los guerreros que huyen espantados. Aquiles es quien los estrecha y pone en desorden, y temo que han de ocurrir desgracias. Mas, tan pronto como aquéllos respiren, refugiados dentro del muro, entornad las hojas fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese hombre funesto entre por el muro.

Así dijo. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y a esto se debió la salvación de las tropas. Apolo saltó fuera del muro para librar de la ruina a los troyanos. Éstos, acosados por la sed y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la ciudad y su alta muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con la lanza, teniendo el corazón poseído de violenta rabia y deseando alcanzar gloria.

Entonces los aqueos hubieran tomado a Troya, la de altas puertas, si Febo Apolo no hubiese incitado al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de Anténor, a esperar a Aquiles. El dios infundióle audacia en el corazón, y, para apartar de él a las crueles Parcas, se quedó a su lado, recostado en una encina y cubierto de espesa niebla. Cuando Agenor vio llegar a Aquiles, asolador de ciudades, se detuvo, y en su agitado corazón vacilaba sobre el partido que debería tomar. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:

‑¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás corren espantados y en desorden, me cogerá también y me matará sin que me pueda defender. Si dejando que éstos sean derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura troyana, lejos del muro, hasta llegar a los bosques del Ida, y me escondiera en los matorrales, podría volver a Ilio por la tarde, después de tomar un baño en el río para refrescarme y quitarme el sudor. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No sea que aquél advierta que me alejo de la ciudad por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta me dé alcance; y ya no podré evitar la muerte y las Parcas, porque Aquiles es el más fuerte de todos los hombres. Y si delante de la ciudad le salgo al encuentro... Vulnerable es su cuerpo por el agudo bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que el héroe es mortal; pero Zeus Cronida le da gloria.

Esto, pues, se decía; y, encogiéndose, aguardó a Aquiles, porque su corazón esforzado estaba impaciente por luchar y combatir. Como la pantera, cuando oye el ladrido de los perros, sale de la poblada selva y va al encuentro del cazador, sin que arrebaten su ánimo ni el miedo ni el espanto, y si aquél se le adelanta y la hiere desde cerca o desde lejos, no deja de luchar, aunque esté atravesada por la jabalina, hasta venir con él a las manos o sucumbir, de la misma suerte, el divino Agenor, hijo del preclaro Anténor, no quería huir antes de entrar en combate con Aquiles. Y, cubriéndose con el liso escudo, le apuntaba la lanza, mientras decía con fuertes voces:

‑Grandes esperanzas concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar en el día de hoy la ciudad de los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número de males habrán de padecerse todavía por causa de ella. Estamos dentro muchos y fuertes varones que, peleando por nuestros padres, esposas e hijos, salvaremos a Ilio; y tú recibirás aquí mismo la muerte, a pesar de ser un terrible y audaz guerrero.

Dijo. Con la robusta mano arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro; pues acertó a dar en la pierna del héroe, debajo de la rodilla. La greba de estaño recién construida resonó horriblemente, y el bronce fue rechazado sin que lograra penetrar, porque lo impidió la armadura, regalo del dios. El Pelida arremetió a su vez con Agenor, igual a una deidad; pero Apolo no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al troyano, le cubrió de espesa niebla y le mandó a la ciudad para que saliera tranquilo de la batalla.

Luego el que hiere de lejos apartó del ejército al Pelión, valiéndose de un engaño. Tomó la figura de Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó a perseguirlo. Mientras Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego, hacia el río Escamandro, de profundos vórtices, y corría muy cerca de él, pues el odio le engañaba con esta astucia a fin de que tuviera siempre la esperanza de darle alcance en la carrera, los demás troyanos, huyendo en tropel, llegaron alegres a la ciudad, que se llenó con los que allí se refugiaron. Ni siquiera se atrevieron a esperarse los unos a los otros, fuera de la ciudad y del muro, para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en la batalla, sino que afluyeron presurosos a la ciudad cuantos, merced a sus pies y a sus rodillas, lograron salvarse.


CANTO XXII
Muerte de Héctor

Aquiles, después de decirle que se vengaría de él si pudiera, torna al campo de batalla y delante de las puertas de la ciudad encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le persigue y dan tres vueltas a la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino condena a Héctor, el cual, engañado por Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles, no obstante saber éste que ha de sucumbir poco después que muera el caudillo troyano.

Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión:

‑¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras te extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir.

Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

‑¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti, si mis fuerzas lo permitieran.

Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles pies y rodillas.

EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de Orión", el cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos, dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemente deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero:

‑¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía lo hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre, y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas y las partes verendas de un anciano muerto en la guerra es lo más triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.

Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:

‑¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, porque los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas.

De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:

‑¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir ‑mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo‑‑, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una doncella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria.

Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:

‑¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquiles.

Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

‑¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.

Contestó Zeus, que amontona las nubes:

Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.

Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.

Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?

El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de la muerte que tiende a lo largo ‑la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos‑, cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras:

‑Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.

Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:

‑¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.

Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:

‑¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.

Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

‑¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos ‑¡de tal modo tiemblan todos!‑, pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por tu lanza.

Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:

‑No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma manera.

Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:

‑¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.

En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelión:

‑¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor azote.

Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:

‑¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.

Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:

‑¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.

Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

‑Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.

Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

‑No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.

Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:

‑Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.

Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:

‑¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.

Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:

‑¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.

Así algunos hablaban, y acercándose lo herían. El divino Aquiles, ligero de pies, tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció estas aladas palabras:

‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos cantando el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.

Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.

Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:

‑Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.

Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento:

‑¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas, seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que to saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y la Parca to alcanzaron.

Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy lejos del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:

‑Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.

Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida vio a Héctor arrastrado delante de la ciudad, pues los veloces caballos lo arrastraban despiadadamente hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea Afrodita le había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una gran dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:

‑¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre no come a escote con nosotros". Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.

Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.


CANTO XXIII
Juegos en honor de Patroclo

Luego Aquiles celebra unos espléndidos funerales en honor de Patroclo, mientras ata el cadáver de Hédor por los pies a su carro y se lo lleva arrastrándolo por el polvo; y desde entonces todos los días, al aparecer la aurora, lo vuelve a arrastrar hasta dar tres vueltas alrededor del túmulo de Patroclo.

Así gemían los troyanos en la ciudad. Los aqueos, una vez llegados a las naves y al Helesponto, se fueron a sus respectivos bajeles. Pero a los mirmidones no les permitió Aquiles que se dispersaran; y, puesto en medio de los belicosos compañeros, les dijo:

‑¡Mirmidones, de rápidos corceles, mis compañeros amados! No desatemos del yugo los solípedos corceles; acerquémonos con ellos y los carros a Patroclo, y llorémoslo, que éste es el honor que a los muertos se les debe. Y cuando nos hayamos saciado de triste llanto, desunciremos los caballos y aquí mismo cenaremos todos.

Así habló. Ellos seguían a Aquiles en compacto grupo y gemían con frecuencia. Y sollozando dieron tres vueltas alrededor del cadáver con los caballos de hermoso pelo: Tetis se hallaba entre los guerreros y les excitaba el deseo de llorar. Regadas de lágrimas quedaron las arenas, regadas de lágrimas se veían las armaduras de los hombres. ¡Tal era el héroe, causa de fuga para los enemigos, de quien entonces padecían soledad! Y el Pelida comenzó entre ellos el funeral lamento colocando sus manos homicidas sobre el pecho de su amigo:

‑¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te prometiera: he traído arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de troyanos ilustres, por la cólera que me causó tu muerte.

Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en el polvo, cabe al lecho del Menecíada. Quitáronse todos la luciente armadura de bronce, desuncieron los corceles de sonoros relinchos, y sentáronse en gran número cerca de la nave del Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un banquete funeral espléndido. Muchos bueyes blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al ser degollados con el hierro; gran copia de grasos puercos, de albos dientes, se asaban, extendidos sobre la llama de Hefesto; y en tomo del cadáver la sangre corría en abundancia por todas partes.

Los reyes aqueos llevaron al Pelida, el de los pies ligeros, que tenía el corazón afligido por la muerte del compañero, a la tienda de Agamenón Atrida, después de persuadirlo con mucho trabajo; ya en ella, mandaron a los heraldos, de voz sonora, que pusieron al fuego un gran trípode por si lograban que aquél se lavase las manchas de sangre y polvo. Pero Aquiles se negó obstinadamente, a hizo, además, un juramento:

‑¡No, por Zeus, que es el supremo y más poderoso de los dioses! No es justo que el baño moje mi cabeza hasta que ponga a Patroclo en la pira, le erija un túmulo y me corte la cabellera; porque un pesar tan grande no volverá lamas a sentirlo mi corazón mientras me cuente entre los vivos. Ahora celebremos el triste banquete; y, cuando se descubra la aurora, manda, oh rey de hombres, Agamenón, que traigan leña y la coloquen como conviene a un muerto que baja a la región sombría, para que pronto el fuego infatigable consuma y haga desaparecer de nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros vuelvan a sus ocupaciones.

Así dijo; y ellos le escucharon y obedecieron. Dispuesta con prontitud la cena, comieron todos, y nadie careció de su respectiva porción. Mas, después que hubieron satisfecho de comida y de bebida al apetito, se fueron a dormir a sus tiendas. Quedóse el Pelida con muchos mirmidones, dando profundos suspiros, a orillas del estruendoso mar, en un lugar limpio donde las olas bañaban la playa; pero no tardó en vencerlo el sueño, que disipa los cuidados del ánimo, esparciéndose suave en torno suyo; pues el héroe había fatigado mucho sus fornidos miembros persiguiendo a Héctor alrededor de la ventosa Ilio. Entonces vino a encontrarle el alma del mísero Patroclo, semejante en un todo a éste cuando vivía, tanto por su estatura y hermosos ojos, como por las vestiduras que llevaba; y, poniéndose sobre la cabeza de Aquiles, le dijo estas palabras:

‑¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y ahora que he muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las puertas del Hades; pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no me permiten que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los alrededores del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego. Ni ya, gozando de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró la odiosa muerte que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu destino es también, oh Aquiles semejante a los dioses, morir al pie de los muros de los nobles troyanos. Otra cosa te diré y encargaré, por si quieres complacerme. No dejes mandado, oh Aquiles, que pongan tus huesos separados de los míos: ya que juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que Menecio me llevó de Opunte a vuestra casa por un deplorable homicidio ‑cuando encolerizándome en el juego de la taba maté involuntariamente al hijo de Anfidamante‑, y el caballero Peleo me acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu escudero; así también, una misma urna, la ánfora de oro que te dio tu veneranda madre, guarde nuestros huesos.

Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:

‑¿Por qué, cabeza querida, vienes a encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo cumpliré todo como lo mandas. Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves instantes, para saciarnos de triste llanto.

En diciendo esto, le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipóse el alma cual si fuese humo y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles se levantó atónito, dio una palmada y exclamó con voz lúgubre:

‑¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Hades quedan el alma y la imagen de los que mueren, pero la fuerza vital desaparece por entero. Toda la noche ha estado cerca de mí el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía.

Así dijo, y a todos les excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban alrededor del cadáver, sollozando lastimeramente, cuando despuntó la Aurora de rosáceos dedos. Entonces el rey Agamenón mandó que de todas las tiendas saliesen hombres con mulos para ir por leña; y a su frente se puso un varón excelente, Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Los mulos iban delante; tras ellos caminaban los hombres, llevando en sus manos hachas de cortar madera y sogas bien torcidas; y así subieron y bajaron cuestas, y recorrieron atajos y veredas. Mas, cuando llegaron a los bosques del Ida, abundante en manantiales, se apresuraron a cortar con el afilado bronce encinas de alta copa que caían con estrépito. Los aqueos las partieron en rajas y las cargaron sobre los mulos. En seguida éstos, midiendo con sus pasos la tierra, volvieron atrás por los espesos matorrales, deseosos de regresar a la llanura. Todos los leñadores llevaban troncos, porque así lo había ordenado Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando sucesivamente en un sitio de la orilla del mar, que Aquiles indicó para que allí se erigiera el gran túmulo de Patroclo y de sí mismo.

Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña, se sentaron todos juntos y aguardaron. Aquiles mandó en seguida a los belicosos mirmidones que tomaran las armas y uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistieron la armadura, y los caudillos y sus aurigas montaron en los carros. Iban éstos al frente, seguíales la nube de la copiosa infantería, y en medio los amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello que en su honor se habían cortado. El divino Aquiles sosteníale la cabeza, y estaba triste porque despedía para el Hades al eximio compañero.

Cuando llegaron al lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo, y en seguida amontonaron abundante leña. Entonces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: separándose de la pira, se cortó la rubia cabellera, que conservaba espléndida para ofrecerla al río Esperqueo; y exclamó apenado, fijando los ojos en el vinoso ponto:

‑¡Esperqueo! En vano mi padre Peleo te hizo el voto de que yo, al volver a la tierra patria, me cortaría la cabellera en tu honor y te inmolaría una sacra hecatombe de cincuenta carneros cerca de tus fuentes, donde están el bosque y el perfumado altar a ti consagrados. Tal voto hizo el anciano, pero tú no has cumplido su deseo. Y ahora, como no he de volver a la tierra patria, daré mi cabellera al héroe Patroclo para que se la lleve consigo.

Habiendo hablado así, puso la cabellera en las manos del compañero querido, y a todos les excitó el deseo de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si Aquiles no se hubiese acercado a Agamenón para decirle:

‑¡Atrida! Puesto que la gente aquea te obedecerá más que a nadie, y tiempo habrá para saciarse de llanto, aparta de la pira a los guerreros y mándales que preparen la cena; y de lo que resta nos cuidaremos nosotros, a quienes corresponde de un modo especial honrar al muerto. Quédense tan sólo los caudillos.

Al oírlo, el rey de hombres, Agamenón, despidió la gente para que volviera a las naves bien proporcionadas; y los que cuidaban del funeral amontonaran leña, levantaron una pira de cien pies por lado, y, con el corazón afligido, pusieron en lo alto de ella el cuerpo de Patroclo. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y flexípedes bueyes de curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y de éstos, cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los cuerpos desollados. Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente de miel y de aceite, y las abocó al lecho; y, exhalando profundos suspiros, arrojó a la hoguera cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey que se alimentaban de su mesa, y, degollando a dos, echólos igualmente en la pira. Siguiéronles doce hijos valientes de troyanos ilustres, a quienes mató con el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón acciones crueles. Y entregando la pira a la violencia indomable del fuego para que la devorara, gimió y nombró al compañero amado:

‑¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te prometí. El fuego devora contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida no le entregaré a la hoguera para que lo consuma, sino a los perros.

Así dijo en son de amenaza. Pero los canes no se acercaron a Héctor. La diosa Afrodita, hija de Zeus, los apartó día y noche, y ungió el cadáver con un divino aceite rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y Febo Apolo cubrió el espacio ocupado por el muerto con una somba nube que hizo pasar del cielo a la llanura, a fin de que el ardor del sol no secara el cuerpo, con sus nervios y miembros.

En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de la pira, oró a los vientos Bóreas y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios; y, haciéndoles repetidas libaciones con una copa de oro, les rogó que acudieran para que la leña ardiese bien y los cadáveres fueran consumidos prestamente por el fuego. La veloz Iris oyó las súplicas, y fue a avisar a los vientos, que estaban reunidos celebrando un banquete en la morada del impetuoso Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo en el umbral de piedra. Así que la vieron, levantáronse todos, y cada uno la llamaba a su lado. Pero ella no quiso sentarse, y pronunció estas palabras:

‑No puedo sentarme; porque voy, por cima de la corriente del Océano, a la tierra de los etíopes, que ahora ofrecen hecatombes a los inmortales, para entrar a la parte en los sacrificios. Aquiles ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes sacrificios, que vayan y hagan arder la pira en que yace Patroclo, por el cual gimen los aqueos todos.

Habló así y fuese. Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las nubes; pasaron por cima del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo, llegaron, por fin, a la fértil Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó grandemente. Durante toda la noche, los dos vientos, soplando con agudos silbidos, agitaron la llama de la pira, durante toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de una cratera de oro, con una copa de doble asa, lo vertió y regó la tierra, a invocó el alma del mísero Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado, cuya muerte ha sumido en el dolor a sus progenitores, de igual modo sollozaba Aquiles al quemar los huesos del amigo; y, arrastrándose en torno de la hoguera, gemía sin cesar.

Cuando el lucero de la mañana apareció sobre la tierra anunciando el día, y poco después la aurora, de azafranado velo, se esparció por el mar, apagábase la hoguera y moría la llama. Los vientos regresaron a su morada por el ponto de Tracia, que gemía a causa de la hinchazón de las olas alborotadas, y el Pelida, habiéndose separado un poco de la pira, acostóse, rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto los caudillos se reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y ruido que hacían al llegar despertaron a Aquiles. Incorporóse el héroe; y, sentándose, les dijo estas palabras:

‑¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Primeramente apagad con negro vino cuanto de la pira alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos de Patroclo Menecíada, distinguiéndolos bien ‑fácil será reconocerlos, porque el cadáver estaba en medio de la pira y en los extremos se quemaron confundidos hombres y caballos‑, y pongámoslos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa donde se guarden hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande, sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las naves de muchos bancos cuando yo muera, hacedIo anchuroso y alto.

Así dijo, y ellos obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira, echaron los cimientos, a inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro.

Empezó exponiendo los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero llegara se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y para el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego todavía. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

‑¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en medio he colocado son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me llevaría a mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza a los demás, porque son inmortales: Poseidón se los regaló a mi padre Peleo, y éste me los ha dado a mí. Pero yo me quedaré, y también los solípedos corceles, porque perdieron al ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines, después de lavarlos con agua pura. Ambos, habiéndose quedado quietos, sienten soledad de él; y con las crines colgando hasta tocar la tierra permanecen en pie y afligidos en su corazón. ¡Adelantaos, pues, los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros!

Así hablo el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes que nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de guiar el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a los corceles de Tros, que había quitado a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe. Alzóse luego el rubio Menelao Atrida, del linaje de Zeus, y unció al carro una yegua y un caballo veloces: Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era suyo. Había dado la yegua a Agamenón, como presente, Equepolo, hijo de Anquises, por no seguirle a la ventosa Ilio y gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza que Zeus le había concedido; ésta fue la yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de corren‑ Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia:

‑¡Antíloco! Si bien eres joven, Zeus y Poseidón te quieren y te han enseñado todo el arte del auriga. No es preciso, por tanto, que yo lo instruya. Sabes perfectamente cómo los caballos deben dar la vuelta en torno de la meta, pero tus corceles son los más lentos en correr, y temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros caballos son más veloces, sus conductores no lo aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues, querido, piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se te escapen. El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el piloto gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su habilidad puede un auriga vencer a otro. El que confía en sus caballos y en su carro les hace dar vueltas imprudentemente acá y acullá, y luego los corceles divagan en la carrera y no los puede sujetar, mas el que conoce los arbitrios del arte y guía caballos inferiores clava los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa inadvertido cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de piel de buey: así los domina siempre, a la vez que observa a quien le precede. La meta de ahora es muy fácil de conocer, y voy a indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina o de pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a uno y otro lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber pertenecido a la tumba de un hombre que ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por los antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, lo ha elegido por meta. Acércate a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos; y tú inclínate en el fuerte asiento hacia la izquierda y anima con imperiosas voces al corcel del otro lado aflojándole las riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta, que parezca que el cubo de la bien construida rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la piedra: no sea que hieras a los corceles, rompas el carro y causes el regocijo de los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y prudente. Pero, si aguijando los caballos, logras dar la vuelta a la meta, ya nadie se te podrá anticipar ni alcanzarte siquiera, aunque guíe al divino Arión ‑el veloz caballo de Adrasto, que descendía de un dios‑ o sea arrastrado por los corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan excelentes.

Así dijo Néstor Nelida, y volvió a sentarse cuando hubo enterado a su hijo de to más importante de cada cosa.

Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo. Subieron los aurigas a los carros y echaron suertes en un casco que agitaba Aquiles. Salió primero la de Antíloco Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao Atrida, famoso por su lanza; en seguida, la de Meriones; y por último, la del Tidida, que era el más hábil. Pusiéronse en fila, y Aquiles les indicó la meta a lo lejos, en el terreno llano; y encargó a Fénix, escudero de su padre, que se sentara cerca de aquélla como observador de la carrera, a fin de que, reteniendo en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la verdad.

Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con suma rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un torbellino, y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros unas veces tocaban al fértil suelo, y otras daban saltos en el aire; los aurigas permanecían en los asientos con el corazón palpitante por el deseo de la victoria; cada cual animaba a sus corceles, y éstos volaban, levantando polvo, por la llanura.

Mas, cuando los veloces caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya volvían hacia el espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues todos aquéllos empezaron a galopar. Venían delante las yeguas, de pies ligeros, de Eumelo Feretíada. Seguíanlas los caballos de Diomedes, procedentes de los de Tros; y estaban tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él: con su aliento calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban poniendo la cabeza sobre el mismo. Diomedes le hubiera pasado delante, o por lo menos hubiera conseguido que la victoria quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le hubiese hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas humedecieron sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en cambio sus caballos aflojaban, porque ya no sentían el azote. No le pasó inadvertido a Atenea que Apolo jugara esta treta al Tidida; y, corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle el látigo, a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera de camino; el timón cayó a tierra, y el héroe vino al suelo, junto a una rueda, hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas, y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque Atenea dio vigor a sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su padre:

‑Corred y alargad el paso cuanto podáis. No os mando que compitáis con aquéllos, con los caballos del aguerrido Tidida, a los cuales Atenea dio ligereza, concediéndole a él la gloria del triunfo. Mas alcanzad pronto a los corceles del Atrida y no os quedéis rezagados para que no os avergüence Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis, excelentes caballos? Lo que os voy a decir se cumplirá: se acabarán para vosotros los cuidados en el palacio de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará en seguida con el agudo bronce si por vuestra desidia nos llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis. Y yo pensaré cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto en el lugar donde se estrecha el camino; no se me escapará la ocasión.

Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más diligentemente un breve rato. Pronto el belicoso Antíloco alcanzó a descubrir el punto más estrecho del camino ‑había allí una hendedura de la tierra, producida por el agua estancada durante el invierno, la cual robó parte de la senda y cavó el suelo‑, y por aquel sitio guiaba Menelao sus corceles, procurando evitar el choque con los demás carros. Pero Antíloco, torciendo la rienda a sus caballos, sacó el carro fuera del camino, y por un lado y de cerca seguía a Menelao. El Atrida temió un choque, y le dijo gritando:

‑¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.

Así dijo. Pero Antíloco, como si no le oyese, hacía correr más a sus caballos picándolos con el aguijón. Cuanto espacio recorre el disco que tira un joven desde lo alto de su hombro para probar la fuerza, tanto aquéllos se adelantaron. Las yeguas del Atrida cejaron, y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas; no fuera que los solípedos caballos, tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran en el polvo por el anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao, reprendiendo a Antíloco, exclamó:

‑¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos no estábamos en lo cierto cuando te teníamos por sensato. Pero no te llevarás el premio sin que antes jures.

Después de hablar así, animó a sus caballos con estas palabras:

‑No aflojéis el paso, ni tengáis el corazón afligido. A aquéllos se les cansarán los pies y las rodillas antes que a vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad juvenil.

Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más diligentemente, y pronto se hallaron cerca de los otros.

Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos; y éstos volaban, levantando polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien distinguió antes que nadie los primeros corceles que llegaban; pues era el que estaba en el sitio más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo. Oyendo desde lejos la voz del auriga que animaba a los corceles, la reconoció; y al momento vio que corría, adelantándose a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la frente, blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie, dijo estas palabras a los argivos:

‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o también vosotros? Paréceme que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni el mismo el auriga: deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha eran vencedoras. Las vi cuando doblaban la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque registro con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al auriga, y, siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio felizmente la vuelta: me figuro que habrá caído, el carro estará roto, y las yeguas, dejándose llevar por su ánimo enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que viene delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de caballos, que reina sobre los argivos.

Y el veloz Ayante de Oileo increpóle con injuriosas voces:

‑¡ldomeneo! ¿Por qué charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen corriendo a lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni tu vista es la mejor, pero siempre hablas mucho y sin substancia. Preciso es que no seas tan gárrulo, estando presentes otros que te son superiores. Esas yeguas que aparecen las primeras son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.

El caudillo de los cretenses le respondió enojado:

‑Ayante, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los argivos a causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.

Así habló. En seguida el veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle con palabras duras. Y la contienda habría pasado más adelante entre ambos, si el propio Aquiles, levantándose, no les hubiese dicho:

‑¡Ayante a Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es decoroso; y vosotros mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera. Sentaos en el circo y fijad la. vista en los caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuáles corceles argivos son los delanteros y cuáles los rezagados.

Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los corceles, y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en alto los pies, recorrían velozmente el camino y rociaban de polvo al auriga. El carro, guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi no dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y del pecho de los corceles hasta el suelo, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro a los corceles.

Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había anticipado a Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro; pero, así y todo, Menelao guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuando el corcel dista de las ruedas del carro en que lleva a su señor por la llanura (las últimas cerdas de la cola tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras aquél corre por el campo inmenso): tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues, si bien al principio se quedó a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a alcanzarle porque el fuerte vigor de la yegua de Agamenón, de Etá, de hermoso pelo, iba aumentando. Y si la carrera hubiese sido más larga, el Atrida se le habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria.‑ Meriones, el buen escudero de Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de lanza; pues sus corceles, de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar el carro en un certamen.‑ Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su hermoso carro y conduciendo por delante los caballos. Al verlo, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, se compadeció de él, y dirigió a los argivos estas aladas palabras:

‑Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella en guiarlos. Ea, démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de Tideo.

Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado la yegua ‑pues los aqueos lo aprobaban‑, si Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera levantado para decir con razón al Pelida Aquiles:

‑¡Oh Aquiles! Mucho me irritaré contigo si llevas a cabo lo que dices. Vas a quitarme el premio, atendiendo a que recibieron daño su carro y los veloces corceles y él es esforzado, pero tenía que rogar a los inmortales y no habría llegado el último de todos. Si le compadeces y es grato a tu corazón, como hay en tu tienda abundante oro y posees bronce, rebaños, esclavas y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un premio aún mejor que éste, para que los aqueos te alaben. Pero la yegua no la daré, y pruebe de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo.

Así habló. Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies ligeros, holgándose de que Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta, díjole estas aladas palabras:

‑¡Antíloco! Me ordenas que dé a Eumelo otro premio, sacándolo de mi tienda, y así lo haré. Voy a entregarle la coraza de bronce que quité a Asteropeo, la cual tiene en sus orillas una franja de luciente estaño, y constituirá para él un presente de valor.

Dijo, y mandó a Automedonte, el compañero querido, que la sacara de la tienda; fue éste y llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo, que la recibió alegremente.

Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco. El heraldo le dio el cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios habló diciendo:

‑¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, exclame: "Menelao, violentando con mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus corceles, por ser más valiente y poderoso." Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco, alumno de Zeus, ven aquí y, puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura, por el que ciñe y sacude la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.

Respondióle el prudente Antíloco:

‑Perdóname, oh rey Menelao, pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente. No te son desconocidas las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido y su juicio escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he recibido; y, si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferia dártelo en seguida, oh alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser culpable delante de los dioses.

Así habló el hijo del magnánimo Néstor, y, conduciendo la yegua adonde estaba el Atrida, se la puso en la mano. A éste se le alegró el alma: como el rocío cae en torno de las espigas cuando las mieses crecen y los campos se erizan, del mismo modo, oh Menelao, tu espíritu se bañó en gozo. Y, respondiéndole, pronunció estas aladas palabras:

‑¡Antíloco! Aunque estaba irritado, seré yo quien ceda; porque hasta aquí no has sido imprudente ni ligero y ahora la juventud venció a la razón. Absténte en lo sucesivo de querer engañar a los que te son superiores. Ningún otro aqueo me ablandaría tan pronto, pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, y tu padre y tu hermano también; accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua, que es mía, para que éstos sepan que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel.

Dijo; entregó a Noemón, compañero de Antíloco, la yegua para que se la llevara, y tomó la reluciente caldera. Meriones, que había llegado el cuarto, recogió los dos talentos de oro. Quedaba el quinto premio, el vaso con dos asas; y Aquiles levantólo, atravesó el circo y lo ofreció a Néstor con estas palabras:

‑Toma, anciano; sea tuyo este presente como recuerdo de los funerales de Patroclo, a quien no volverás a ver entre los argivos. Te doy el premio porque no podrás ser parte ni en el pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la carrera, que ya lo abruma la vejez penosa.

Así diciendo, se lo puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y respondió con estas aladas palabras:

‑Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no tienen el vigor de antes, ni mis pies, ni mis brazos se mueven ágiles a partir de los hombros. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando los epeos enterraron en Buprasio al poderoso Amarinceo, y los hijos de éste sacaron premios para los juegos que debían celebrarse en honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios, ni de los magnánimos etolios, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato a Clitomedes, hijo de Énope, y en la lucha a Anceo Pleuronio, que osó afrontarme; en la carrera pasé delante de Ificlo, que era robusto; y en arrojar la lanza superé a Fileo y a Polidoro. Sólo los hijos de Áctor me dejaron atrás con su carro porque eran dos; y me disputaron la victoria a causa de haberse reservado los mejores premios para este juego. Eran aquéllos hermanos gemelos, y el uno gobernaba con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza los caballos, mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel tiempo. Ahora los más jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder a la triste senectud, aunque entonces sobresaliera entre los héroes. Ve y continúa celebrando los juegos fúnebres de tu amigo. Acepto gustoso el presente, y se me alegra el corazón al ver que te acuerdas siempre del buen Néstor y no dejas de advertir con qué honores he de ser honrado entre los aqueos. Las deidades te concedan por ello abundantes gracias.

Así habló; y el Pelida, oído todo el elogio que de él hizo el Nelida, fuese por entre la muchedumbre de los aqueos. En seguida sacó los premios del duro pugilato: condujo al circo y ató en medio de él una mula de seis años, cerril, difícil de domar, que había de ser sufridora del trabajo; y puso para el vencido una copa de doble asa. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

‑¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean más diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquél a quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su tienda la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble asa.

Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato: Epeo, hijo de Panopeo. Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo, dijo:

‑Acérquese el que haya de llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos.

Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez en la orilla poblada de algas y las negras olas lo cubren en seguida, así Euríalo, al recibir el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los compañeros y se lo llevaron del circo ‑arrastraba los pies, escupía espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos, desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.

El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los mostró a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores y valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a los argivos:

‑Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.

Así habló. Alzóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y se cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre artífice une, al construir alto palacio, para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el bien construido trípode. Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a aquél, porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía. Y cuando los aqueos ya empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:

‑¡Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te levantaré yo; y Zeus se cuidará del resto.

Habiendo hablado así, lo levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides, pues, dándole por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al suelo, de espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no consiguió sostenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:

‑No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual premio y retiraos para que entren en los juegos otros aqueos.

Así dijo. Ellos le escucharon y obedecieron; pues en seguida, después de haberse limpiado el polvo, vistieron la túnica.

El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una cratera de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a todas las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los fenicios, después de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la regalaron a Toante; más tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para rescatar a Licaón, hijo de Príamo; y entonces Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que fuese más veloz en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo señaló un buey corpulento y pingüe, y para el último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los argivos:

‑Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.

Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayante de ileo, después el ingenioso Ulises, y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los jóvenes. Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el sitio señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano, mientras devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno, tan inmediato a Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo cayera en torno de las mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con suma rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de alcanzar la victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para terminar la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de lechuza:

‑Óyeme, diosa, y ven a socorrerme propicia, dando a mis pies más ligereza.

Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo, dio un resbalón ‑pues Atenea quiso perjudicarle‑ en el lugar que habían llenado de estiércol los bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor de Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y paciente Ulises le pasó delante; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey silvestre, y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a los argivos:

‑¡Oh dioses! Una diosa me dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y favorece a Ulises cual una madre.

Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último premio; y dirigió estas palabras a los argivos:

‑Os diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de más edad, hasta en los juegos. Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la generación precedente, a los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero vigoroso, y contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea Aquiles.

Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas palabras:

‑¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento de oro.

Así diciendo, se lo puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto continuo el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que eran las armas que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los argivos:

Invitemos a los dos varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas y asiendo el tajante bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. Al primero que logre tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el vientre atrevesándole la armadura y le haga brotar la negra sangre, daréle esta magnífica espada tracia, tachonada con clavos de plata, que quité a Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las restantes armas y les daremos un espléndido banquete en nuestra tienda.

Así dijo. Levantóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte Diomedes Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente de la muchedumbre, fueron a encontrarse en medio del circo, deseosos de combatir y mirándose con torva faz; y todos los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron frente a frente, tres veces se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca. Ayante dio un bote en el escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo, porque la coraza lo impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de la luciente lanza el cuello de aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayante, mandaron que cesara la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio; pero el héroe dio al Tidida la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor.

Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el forzudo Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se llevó en las naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los argivos:

‑¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola procurará al que venciere cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus fértiles campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la ciudad.

Así habló. Levantóse en seguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso Leonteo, igual a un dios; luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y todos los aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante Telamonio la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de los anteriores tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a que llega el cayado cuando lo lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la bola el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes, levantándose, llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.

Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez hachas grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío después de atar en su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; a invitóles a tirarle saetas, diciendo:

‑El que hiera a la tímida paloma llévese a su casa Codas las hachas grandes; el que acierte a dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.

Así dijo. Levantóse en seguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones, esforzado escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y, agitándolas, salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha, sin ofrecer a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no tocó al ave ‑negóselo Apolo‑, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por la cual se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los aqueos aplaudieron. Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo sacrificarle una hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida paloma que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino al suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de negra proa, inclinó el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla cayó del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro. Meriones tomó, por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves las pequeñas.

Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta aún al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres diestros en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones, escudero esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:

‑¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en arrojar la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y entregaremos la pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.

Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a Meriones la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al heraldo Taltibio.

CANTO XXIV
Rescate de Héctor

Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el cadáver, a la vez que manda a Príamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con magníficos presentes a la tienda de Aquiles para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica más conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.

Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.

De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo, compadecíanse los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales:

‑Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra.

Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos:

‑Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín; ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!

Replicó Zeus, el que amontona las nubes:

‑¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de cuantos mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables ofrendas, jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor: es imposible que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y de día, le acompaña su madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para que se me acercara, yo le diría a ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles, recibiendo los dones de Príamo, restituyera el cadáver.

Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el estrecho. La diosa se lanzó a lo profundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey montaraz que lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa lloraba, en medio de ellas, la suerte de su hijo irreprensible, que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y, acercándosele Iris, la de los pies ligeros, así le dijo:

‑Ven, Tetis, pues te llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.

Respondióle la diosa Tetis, de argénteos pies:

‑¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.

En diciendo esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había otro que fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos como el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades. Salieron éstas a la playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente Cronida con los demás felices sempiternos dioses congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una copa de oro y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de los dioses comenzó a hablar de esta manera:

‑Vienes al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente pesar. Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué lo he llamado. Hace nueve días que se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver de Héctor, y de Aquiles, asolador de ciudades, a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el muerto, pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo, y conservar así tu respeto y amistad. Ve en seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy irritados contra él y yo más indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndose retiene a Héctor en las corvas naves y no permite que lo rediman; por si, temiéndome, consiente que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al magnánimo Príamo para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo.

Así se expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin cesar, y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo inmolado dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos términos.

‑¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin acordarte ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y ahora préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.

Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Sea así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el mismo Olímpico lo ha dispuesto.

De este modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:

‑¡Anda, ve, rápida Iris! Deja tu asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al magnánimo Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a Aquiles Bones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le junte, y acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe su ánimo, pues le daremos por guía el Argicida, el cual le llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe, éste no te matará, a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato, ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.

Así dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; y, en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en el patio alrededor del padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y el anciano aparecía en medio, envuelto en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol que al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se lamentaban en el palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la llanura por haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus cerca de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba los miembros, así le dijo:

‑Cobra ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte males, sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar al divino Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún troyano se te junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas, y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe tu ánimo, pues tendrás por guía el Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando hayas entrado en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.

Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos que prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y la sujetaran con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro, tenía elevado techo y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa Hécuba, hablóle en estos términos:

‑¡Oh infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme que vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi corazón me instigan vivamente a ir allá, a las naves, al campamento vasto de los aqueos.

Así dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:

‑¡Ay de mí! ¿Qué es de la prudencia que antes lo hizo célebre entre los extranjeros y entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido llega a verte con sus propios ojos y te coge, ni se apiadará de ti, ni te respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde lejos, sentados en el palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta suerte el estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros, lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo comer hincándole los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha hecho a mi hijo; que éste, cuando aquél lo mató, no se portaba cobardemente, sino que a pie firme defendía a los troyanos y a las troyanas de profundo seno, no pensando ni en huir ni en evitar el combate.

Contestó el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑No te opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me persuadirás. Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque fuera adivino, arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí, iré y no serán ineficaces sus palabras. Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.

Dijo, y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos, doce mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas túnicas. Pesó luego diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas y una magnífica copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su país, y era un soberbio regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente deseo que tenía de rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los troyanos, increpándolos con injuriosas palabras:

‑¡Idos ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra casa, que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me envía, con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros. Muerto él, será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con estos ojos vea la ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de Hades.

Dijo, y con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano. Y en seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón, Antífono, Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a los nueve los increpó y les dio órdenes, diciendo:

‑¡Daos prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto todos en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos en la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a Troilo, que combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en los coros y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero ¿no me prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para que emprendamos el camino?

Así dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de hermosas ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que ataron bien; descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de anillos, y tomaron una correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron después el yugo sobre la parte anterior de la lanza, metieron el anillo en su clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con la correa, a la cual hicieron dar tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron sacando de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los innumerables dones para el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes cascos, que en otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de comer en pulimentado pesebre.

Mientras el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto palacio, acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro, llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose delante del carro, dijo a Príamo:

Toma, haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento de los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi deseo. Ruega, pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo alto contempla a Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz mensajera, el ave que le es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en viéndola con tus propios ojos, vayas, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles. Y si el largovidente Zeus no te enviase su mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los argivos por mucho que lo desees.

Respondióle Príamo, semejante a un dios:

‑¡Oh mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las manos a Zeus, para que de nosotros se apiade.

Dijo así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:

‑¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi derecha to veloz mensajera, el ave que te es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.

Así dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde el uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de la ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.

El anciano subió presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro ruedas, y eran gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el heraldo la Ilanura, no dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se compadeció de él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:

‑¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que ningún dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.

Así habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argicida emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la juventud.

Cuando Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilio, detuvieron las mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche sobre la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y hablando a Príamo dijo:

‑Atiende, Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o supliquémosle, abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de nosotros.

d Así dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo en los flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:

‑¿Adónde, padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina, mientras duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los cuales te son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de ellos te viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución tomarías? Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano, y no podríais rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño y, además, te defendería de cualquier hombre, porque te encuentro semejante a mi querido padre.

Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Así es, como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de padres felices.

Díjole a su vez el mensajero Argicida:

‑Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por haber muerto el varón más fuerte, tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el combate?

Contestóle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑¿Quién eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?

Replicó el mensajero Argicida:

‑Me quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas veces le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y también cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo bronce. Nosotros le admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado contra el Atrida y no nos dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con quien vine en la misma nave bien construida; desciendo de mirmidones y tengo por padre a Políctor, que es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme a mí acompañar al héroe. Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque mañana los aqueos, de ojos vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en combate.

Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?

Contestóle el mensajero Argicida:

‑¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió ‑pues fueron muchos los que le envasaron el bronce‑ todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su corazón.

Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:

‑¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.

Díjole a su vez el mensajero Argicida:

‑Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle: no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y nadie osaría acometerte, despreciando al guía.

Dijo; y, subiendo el benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y las riendas a infundió gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el mensajero Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, a introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la elevada tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, cubriéndola con un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la pradera; rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:

‑¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, para que conmuevas su corazón.

Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue derecho a la tienda en que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus amigos estaban sentados aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar; y, si bien ya no comía ni bebía, aun la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que, poseído de la cruel Ofuscación, mató en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquiles, dirigiéndole estas palabras:

Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos.

Así habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano a Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda. Mas así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en su alma y en sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y, mirando compasivo su blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas palabras:

‑¡Ah, infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste venir solo a las naves de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y, aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los males y en el otro los bienes. Aquél a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres. Así las deidades hicieron a Peleo claros dones desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y, siendo mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero también la divinidad le impuso un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo engendró uno, a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que de tu corazón se apodere incesante pesar, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante, antes tendrás que padecer un nuevo mal.

Respondió en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver al patrio suelo, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.

Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:

o ‑¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del mar. Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni desatrancaa con facilidad nuestras puertas. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y viole las órdenes de Zeus.

Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el héroe Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde que había muerto Patroclo. En seguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron el heraldo, vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a casa. Aquiles llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran, trasladándolo a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho a irritase el corazón de Aquiles, y éste lo matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:

‑No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te dedicaré la debida parte.

Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y en seguida dirigió a Príamo estas palabras:

‑Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había vuelto de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe, cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el mismo, y será por ti muy llorado.

En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus compañeros la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:

‑Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos, gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.

Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos tapetes y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:

‑Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón, pastor de pueblos, y quizás se diferia la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.

Respondióle en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios:

‑Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que voy a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.

Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides.

Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, allí en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.

Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:

‑¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los enemigos, después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos todos.

Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y mulas, y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie lo advirtiera.

Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus había engendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas conducían. En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la ciudad:

‑Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.

Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron intolerable congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:

‑Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido al palacio, os hartaréis de llanto.

Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor cantores que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones exclamando:

‑¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.

Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:

‑¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.

Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:

‑¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra ‑pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre‑, contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.

Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciamo Príamo dijo al pueblo:

‑Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.

Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.

Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.

Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.