CANTO XXI 
    Batalla junto al río
 Este río pide ayuda al río Simoente y quiere  sumergir a Aquiles, pero el dios Hefesto le obliga a volver a su cauce. Apolo se  transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para que los demás  puedan entrar en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.
  
  Así que los troyanos  llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa corriente a quien el  inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero  echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían  espantados el día anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso;  por allí se derramaron entonces los troyanos en su fuga, y Hera, para  detenerlos, los envolvió en una densa niebla. Los otros rodaron al caudaloso río  de argénteos vórtices, y cayeron en él con gran estrépito: resonaba la  corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y acullá,  gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las  langostas acosadas por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan  hacia el río y se echan medrosas en el agua, de la misma manera la corriente  sonora del Janto de profundos vórtices se llenó, por la persecución de Aquiles,  de hombres y caballos que en el mismo caían confundidos.
  Aquiles, vástago de Zeus,  dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla, saltó al río, cual si fuese  una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones crueles, y  comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible clamoreo  de los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces  huyen del ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto,  porque aquél devora a cuantos coge, de la misma manera los troyanos iban por la  impetuosa corriente del río y se refugiaban, temblando, debajo de las rocas.  Cuando Aquiles tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, a  doce mancebos para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo  Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos por detrás con las  correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y encargó a los  amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de nuevo a  los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.
  Allí se encontró Aquiles  con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo, iba a salir del río. Ya  anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de noche a un campo de  Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un cabrahígo para  hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose cual  imprevista calamidad, se lo llevó mal de su grado.  Transportóle luego en una nave a la bien construida Lemnos, y allí lo puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio.  Después Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso  rescate y enviólo a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa  paterna, estuvo celebrando con sus amigos durante once  días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en  manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades, sin que Licaón to deseara. Como  el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme ‑sin casco, escudo ni  lanza, porque todo lo había tirado al suelo‑ y que salía  del río con el cuerpo abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el  cansancio, sorprendióse, y a su magnánimo espíritu así le habló:
  ‑¡Oh dioses! Grande es el  prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que los troyanos a quienes maté  resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del día cruel, ha  vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso mar que a  tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de  mi lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de  la fértil tierra que hasta a los fuertes retiene.
  Pensando en tales cosas,  Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le acercó a tocarle las  rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de librarse  de la triste muerte y de la negra Parca. El divino Aquiles levantó en seguida la  enorme lanza con intención de herirlo, pero Licaón se encogió y corriendo le  abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole por cima del dorso, se clavó en el  suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre. En tanto Licaón suplicaba  a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y sujetándole con la otra la  aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le decía:
  ‑Te lo ruego abrazado a  tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has de tenerme, oh alumno de  Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en tu  tienda el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien  cultivado, y, llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en  Lemnos: cien bueyes te valió mi persona. Ahora te daría el triple por  rescatarme. Doce días ha que, habiendo padecido mucho, volví a Ilio; y otra vez  el hado funesto me pone en tus manos. Debo de ser odioso al padre Zeus, cuando  nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida corta, me parió Laótoe, hija del  anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso  junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras  muchas; de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya  hiciste sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole  con la aguda pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de  tus manos después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa te  diré que fijarás en la memoria: No me mates; pues no soy del mismo vientre que  Héctor, el que dio muerte a tu dulce y esforzado amigo.
  Con tales palabras el  preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue amarga la respuesta que  escuchó:
  ‑¡Insensato! No me hables  del rescate, ni lo menciones siquiera. Antes que a  Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los  troyanos y fueron muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno  escapará de la muerte, si un dios lo pone en mis manos delante de Ilio y  especialmente si es hijo de Príamo. Por Canto, amigo, muere tú también. ¿Por qué  te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán  gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz  una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá una  mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate,  hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.
  Así dijo. Desfallecieron  las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la lanza, se sentó y tendió  ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a Licaón en la  clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano  dio de ojos por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el  cadáver por el pie, arrojólo al río para que la corriente se lo  llevara, y profirió con jactancia estas aladas palabras:
  -Yaz ahí entre los peces  que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te colocará tu madre en un  lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso Escamandro al  vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y encrespada  superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás troyanos  hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás  haciendo gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y  argénteos remolinos, a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyos  vórtices echáis vivos los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis  miserablemente unos en pos de otros, hasta que hayáis expiado la muerte de  Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis en los aqueos junto a las  naves, mientras estuve alejado de la lucha.
  Así habló, y el río, con  el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría cesar al divinal Aquiles de  combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el hijo de Peleo  dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A  Pelegón le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija  mayor de Acesámeno; que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos.  Encaminóse, pues, Aquiles hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando  dos lanzas; y el Janto, irritado por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles  había hecho perecer sin compasión en la misma corriente, infundió valor en el  pecho del troyano. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, el divino  Aquiles, el de los pies ligeros, fue el primero en hablar, y dijo:
  ‑¿Quién eres tú y de  dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos cuyos hijos se  oponen a mi furor.
  Respondióle el preclaro  hijo de Pelegón:
  ‑¡Magnánimo Pelida! ¿Por  qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil Peonia, que está lejos;  vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y hace once días que  llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha corriente, del Axio  que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón,  famoso por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya,  esclarecido Aquiles.
  Así habló, en son de  amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y el héroe Asteropeo,  que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en el escudo,  pero no lo atravesó porque la lámina de oro que el dios  puso en el mismo la detuvo; la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al  codo, del cual brotó negra sangre; mas el arma pasó por encima y se clavó en el  suelo, codiciosa de la carne. Aquiles arrojó entonces la lanza, de recto vuelo,  a Asteropeo con intención de matarlo, y erró el tiro: la lanza de fresno cayó en  la elevada orilla y se hundió hasta la mitad del palo. El Pelida, desnudando la  aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió enardecido a Asteropeo, quien  con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles:  tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció de fuerza. Y cuando,  a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida, acercósele  Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al  ombligo; derramáronse en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas  cubrieron los ojos del troyano, que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su  pecho, le quitó la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo estas palabras:
  ‑Yaz ahí. Difícil era que  tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la victoria a los hijos del  prepotente Cronión. Dijiste que tu linaje procede de un  río de ancha corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus.  Engendróme un varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y  este último era hijo de Zeus. Y como Zeus es más poderoso que los nos, que  corren al mar, así también los descendientes de Zeus son más fuertes que los de  los ríos. A tu lado tienes uno grande, si es que puede auxiharte. Mas no es  posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni  el grande y poderoso Océano de profunda corriente del que nacen todos los ríos,  todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues también el Océano teme el  rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el cielo.
  Dijo; arrancó del  escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo allí,  tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia  bañaba el cadáver, y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los  riñones. Aquiles se fue para los peonios que peleaban en carros; los cuales  huían por las márgenes del voraginoso río, desde que vieron que el más fuerte  caía en el duro combate, vencido por las manos y la espada del Pelida. Éste mató  entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso, Trasio, Enio y Ofelestes. Y a más  peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de profundos remolinos,  irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno de los  profundos vórtices:
  ‑¡Oh Aquiles! Superas a  los demás hombres tanto en el valor como en la comisión de acciones nefandas;  porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si el hijo de  Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de mí y  ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres  que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú  sigues matando de un modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh  príncipe de hombres.
  Respondióle Aquiles, el de  los pies ligeros:
  ‑Se hará, oh Escamandro,  alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me abstendré de matar a los altivos  troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando con Héctor, él me mate  a mí o yo acabe con él.
  Esto dicho, arremetió a  los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río de profundos remolinos  dirigióse a Apolo:
  ‑¡Oh dioses! Tú, el del  arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del Cronión, el cual te  encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras to auxilio  hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil  campo.
  Dijo. Aquiles, famoso por  su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero éste le atacó  enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y, arrastrando muchos  cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la  orilla mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la  hermosa corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las  revueltas olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le  empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie. Asióse entonces con ambas  manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste, arrancado de raíz, rompió el  borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus muchas ramas, cayó entero  al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio un salto, salió  del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran dios  desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el  propósito de hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a  los troyanos. El Pelida salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la  impetuosidad de la rapaz águila negra, que es la más forzuda y veloz de las  aves; parecido a ella, el héroe coma y el bronce resonaba horriblemente sobre su  pecho. Aquiles procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba  tras él y le perseguía con gran ruido. Como el fontanero conduce el agua desde  el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un azadón en la  mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve  las piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa  delante del que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba  continuamente a Aquiles, porque los dioses son más poderosos que los hombres.  Cuantas veces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, intentaba esperarla,  para ver si le perseguían todos los inmortales que tienen su morada en el  espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río, que las celestiales  lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afligido  en su corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa  corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí  donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y  dijo:
  ‑¡Zeus padre! ¿Cómo no  viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la persecución del río, y luego  sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo tiene tanta culpa  como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me matarían al  pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de Apolo.  ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente  hubiera muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo  perezca de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño porquerizo  a quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.
  Así se expresó. En seguida  Poseidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron y  le asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Poseidón,  que sacude la tierra, fue el primero en hablar y dijo:
  ‑¡Pelida! No tiembles, ni  te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia de Zeus, nosotros los  dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas muerto por el río,  y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un prudente  consejo, por si quieres obedecer: no descanse tu brazo en  la batalla funesta hasta haber encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a  cuantos troyanos logren escapar. Y cuando hayas privado de la vida a Héctor,  vuelve a las naves; que nosotros te concederemos que  alcances gloria.
  Dichas estas palabras,  ambas deidades fueron a reunirse con los demás inmortales. Aquiles, impelido por  el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada por el agua  del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes muertos en la  pelea. El héroe caminaba derechamente, saltando por el agua, sin que el  anchuroso río lograse detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el  Escamandro no cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión,  hinchaba y levantaba a lo alto sus olas, y a gritos  llamaba al Simoente:
  ‑¡Hermano querido!  Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto tomará la gran  ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla. Ven al  momento en mi auxilio: aumenta tu caudal con el agua de  las fuentes, concita a todos los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con  estrépito troncos y piedras, para que anonademos a ese feroz guerrero que ahora  triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses. Creo que no le valdrán ni su  fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que han de quedar en el fondo  de este lago cubiertas de cieno. A él lo envolveré en  abundante arena, derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus  huesos podrán ser recogidos por los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y  tendrá su túmulo aquí mismo, y no necesitará que los aqueos se lo  erijan cuando le hagan las exequias.
  Dijo; y, revuelto,  arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la espuma, la sangre  y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales lluvias  alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo  que el gran río derribara a Aquiles, gritó, y dijo en seguida a Hefesto, su hijo  amado:
  ‑¡Levántate, estevado,  hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu igual en el combate!  Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a suscitar con el  Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar extienda el  destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú  abrasa los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no to dejes  persuadir ni con palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo  te lo diga gritando; y entonces apaga el fuego infatigable.
  Así dijo; y Hefesto,  arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la llanura y quemó muchos  cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse el campo, y el  agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un campo recién  inundado y se alegra el que lo cultiva, de la misma  suerte, el fuego secó la llanura entera y quemó los cadáveres. Luego Hefesto  dirigió al río la resplandeciente llama y ardieron, así los olmos, los sauces y  los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia que en abundancia habían  crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces padecían y saltaban acá y  allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del ingenioso  Hefesto. Y el río, quemándose también, así hablaba:
  ‑¡Hefesto! Ninguno de los  dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu llama ardiente. Cesa de  perseguirme y en seguida el divino Aquiles arroje de la ciudad a los troyanos.  ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a nadie?
  Así habló, abrasado por el  fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una caldera puesta sobre un gran  fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y rebosa por todas partes,  mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se quemaba con el  fuego y el agua hervía, y, no pudiendo ir hacia adelante,  paraba su curso oprimida por el vapor que con su arte produjera el ingenioso  Hefesto. Y el río, dirigiendo muchas súplicas a Hera, estas aladas palabras le  decía:
  ‑¡Hera! ¿Por qué tu hijo  maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los dioses? No debo de ser  para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los troyanos. Yo  desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré no  librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de  las voraces llamas por haberla incendiado los belicosos aqueos.
  Cuando Hera, la diosa de  los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo en seguida a Hefesto, su hijo amado:
  ‑¡Hefesto hijo ilustre!  Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales, a un dios inmortal  atormentemos.
  Así dijo. Hefesto apagó la  abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la hermosa corriente.
  Y tan pronto como el ánimo  del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque Hera, aunque irritada, los  contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás  dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte estrépito;  bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus,  sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a  embestirse. Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que  horada los escudos, acometiendo a Atenea con la broncínea lanza, estas  injuriosas palabras le decía:
  ‑¿Por qué nuevamente, oh  mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses con insaciable audacia?  ¿Qué poderoso afecto lo mueve? ¿Acaso no te acuerdas de  cuando incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la  reluciente pica la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues  me figuro que ahora pagarás cuanto me hiciste.
  Apenas acabó de hablar,  dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el rayo de Zeus rompería,  allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente lanza. Pero la  diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y erizada  de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como  linde de un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle  sin vigor los miembros. Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo  manchó su cabellera y las armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de  la victoria, profirió estas aladas palabras:
 ‑¡Necio! Aún no has comprendido  que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto que osas oponer tu furor al mío.  Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu airada madre que maquina  males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a los orgullosos  troyanos.
  Cuando esto hubo dicho,  volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija de Zeus, asió por la  mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y apenas  podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al  punto dijo a Atenea estas aladas palabras:
  ‑¡Oh dioses! ¡Hija de  Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de perro vuelve a sacar del  dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los mortales. ¡Anda tras  ella!
  De tal modo habló.  Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y alzando la robusta  mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas y el  corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y  Atenea, vanagloriándose, pronunció estas aladas palabras:
  ‑¡Ojalá fuesen tales  cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los argivos, armados de  coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a socorrer a Ares  desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con la  toma de la bien construida ciudad de Ilio!
  Así se expresó. Sonrióse  Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano Poseidón,  que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:
  ‑¡Febo! ¿Por qué nosotros  no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez que los demás han dado  principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al Olimpo, a la morada de  Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues eres el menor  en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo más  experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es tu corazón!  Ya no te acuerdas de los muchos males que en torno de Ilio padecimos los dos,  solos entre los dioses, cuando enviados por Zeus trabajamos un año entero para  el soberbio Laomedonte; el cual, con la promesa de darnos el salario convenido,  nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho y  hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo, pastoreabas los flexípedes  bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en valles abundoso. Mas  cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el soberbio Laomedonte  se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenazas.  A ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba  además que con el bronce nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos  fuimos pesarosos y con el ánimo irritado porque no nos dio la paga que había  prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo a su pueblo, en vez de  procurar con nosotros que todos los troyanos perezcan de mala muerte con sus  hijos y castas esposas!
  Contestó el soberano  Apolo, que hiere de lejos:
  ‑¡Batidor de la tierra! No  me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que,  semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los  frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos en  seguida de combatir y peleen ellos entre sí.
  Así diciendo, le volvió la  espalda; pues por respeto no quería llegar a las manos con su tío paterno. Y su  hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora, lo increpó duramente  con injuriosas voces:
  ‑¿Huyes ya, tú que hieres  de lejos, y das la victoria a Posidón, concediéndole inmerecida gloria? ¡Necio!  ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el palacio de mi  padre, como hasta aquí lo hiciste ante los inmortales  dioses, de luchar cuerpo a cuerpo con Poseidón.
  Así dijo, y Apolo, que  hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa de Zeus, irritada,  increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar flechas:
  ‑¿Cómo es que pretendes,  perra atrevida, oponerte a mí? Difícil te será resistir  mi fortaleza, aunque lleves arco y Zeus te haya hecho  leona entre las mujeres y te permita matar, a la que te plazca. Mejor es cazar  en el monte fieras agrestes o ciervos, que luchar denodadamente con quienes son  más poderosos. Y, si quieres probar el combate, empieza, para que sepas bien  cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres emplear tus fuerzas.
  Dijo; asióla con la mano  izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros, con la derecha, el arco y  el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de Ártemis, que  volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se  esparcían por el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por  el gavilán vuela a refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había  dispuesto el hado que aquél la cogiese. De igual manera huyó la diosa, vertiendo  lágrimas y dejando allí arco y aljaba. Y el mensajero Argicida dijo a Leto:
  ‑¡Leto! Yo no pelearé  contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de Zeus, que amontona las  nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de que me  venciste con tu poderosa fuerza.
  Así dijo. Leto recogió el  corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá, en medio de un torbellino  de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a la morada de Zeus  erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el divino  velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y,  sonriendo dulcemente, le preguntó:
 ‑¿Cuál de los celestes dioses,  hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en su presencia hubieses  cometido alguna falta?
  Respondióle Ártemis, que  se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa diadema:
  -Tu esposa Hera, la de los  níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la discordia y la contienda han  surgido entre los inmortales.
  Así éstos conversaban. En  tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo por el muro de la bien  edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen los dánaos,  contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al  Olimpo, irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a  Zeus, el de las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba  hombres y solípedos caballos. De la suerte que cuando una ciudad es presa de las  llamas y llega el humo al anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra  ella, todos los habitantes trabajan y muchos padecen grandes males, de igual  modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y daños.
  El anciano Príamo estaba  en la sagrada torre; y, como viera al ingente Aquiles, y a los troyanos puestos  en confusión, huyendo espantados y sin fuerzas para resistirle, empezó a gemir y  bajó de aquélla para exhortar a los ínclitos varones que custodiaban las puertas  de la muralla:
  Abrid las puertas y  sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la ciudad los guerreros que huyen  espantados. Aquiles es quien los estrecha y pone en desorden, y temo que han de  ocurrir desgracias. Mas, tan pronto como aquéllos respiren, refugiados dentro  del muro, entornad las hojas fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese  hombre funesto entre por el muro.
  Así dijo. Abrieron las  puertas, quitando los cerrojos, y a esto se debió la salvación de las tropas.  Apolo saltó fuera del muro para librar de la ruina a los troyanos. Éstos,  acosados por la sed y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la  ciudad y su alta muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con la lanza,  teniendo el corazón poseído de violenta rabia y deseando alcanzar gloria.
  Entonces los aqueos  hubieran tomado a Troya, la de altas puertas, si Febo Apolo no hubiese incitado  al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de Anténor, a esperar a Aquiles. El  dios infundióle audacia en el corazón, y, para apartar de él a las crueles  Parcas, se quedó a su lado, recostado en una encina y cubierto de espesa niebla.  Cuando Agenor vio llegar a Aquiles, asolador de ciudades, se detuvo, y en su  agitado corazón vacilaba sobre el partido que debería tomar. Y gimiendo, a su  magnánimo espíritu le decía:
  ‑¡Ay de mí! Si huyo del  valiente Aquiles por donde los demás corren espantados y en desorden, me cogerá  también y me matará sin que me pueda defender. Si dejando que éstos sean  derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura troyana, lejos del  muro, hasta llegar a los bosques del Ida, y me escondiera en los matorrales,  podría volver a Ilio por la tarde, después de tomar un baño en el río para  refrescarme y quitarme el sudor. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el  corazón? No sea que aquél advierta que me alejo de la ciudad por la llanura, y  persiguiéndome con ligera planta me dé alcance; y ya no podré evitar la muerte y  las Parcas, porque Aquiles es el más fuerte de todos los hombres. Y si delante  de la ciudad le salgo al encuentro... Vulnerable es su cuerpo por el agudo  bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que el héroe es mortal; pero  Zeus Cronida le da gloria.
  Esto, pues, se decía; y,  encogiéndose, aguardó a Aquiles, porque su corazón esforzado estaba impaciente  por luchar y combatir. Como la pantera, cuando oye el ladrido de los perros,  sale de la poblada selva y va al encuentro del cazador, sin que arrebaten su  ánimo ni el miedo ni el espanto, y si aquél se le adelanta y la hiere desde  cerca o desde lejos, no deja de luchar, aunque esté atravesada por la jabalina,  hasta venir con él a las manos o sucumbir, de la misma suerte, el divino Agenor,  hijo del preclaro Anténor, no quería huir antes de entrar en combate con  Aquiles. Y, cubriéndose con el liso escudo, le apuntaba la lanza, mientras decía  con fuertes voces:
  ‑Grandes esperanzas  concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar en el día de hoy la ciudad de  los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número de males habrán de padecerse  todavía por causa de ella. Estamos dentro muchos y fuertes varones que, peleando  por nuestros padres, esposas e hijos, salvaremos a Ilio; y tú recibirás aquí  mismo la muerte, a pesar de ser un terrible y audaz guerrero.
  Dijo. Con la robusta mano  arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro; pues acertó a dar en la pierna del  héroe, debajo de la rodilla. La greba de estaño recién construida resonó  horriblemente, y el bronce fue rechazado sin que lograra penetrar, porque lo  impidió la armadura, regalo del dios. El Pelida arremetió a su vez con Agenor,  igual a una deidad; pero Apolo no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al  troyano, le cubrió de espesa niebla y le mandó a la ciudad para que saliera  tranquilo de la batalla.
  Luego el que hiere de  lejos apartó del ejército al Pelión, valiéndose de un engaño. Tomó la figura de  Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó a perseguirlo. Mientras  Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego, hacia el río Escamandro, de  profundos vórtices, y corría muy cerca de él, pues el odio le engañaba con esta  astucia a fin de que tuviera siempre la esperanza de darle alcance en la  carrera, los demás troyanos, huyendo en tropel, llegaron alegres a la ciudad,  que se llenó con los que allí se refugiaron. Ni siquiera  se atrevieron a esperarse los unos a los otros, fuera de la ciudad y del muro,  para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en la batalla, sino  que afluyeron presurosos a la ciudad cuantos, merced a sus pies y a sus  rodillas, lograron salvarse.
CANTO XXII
    Muerte de Héctor
 Aquiles, después de decirle que se vengaría de  él si pudiera, torna al campo de batalla y delante de las puertas de la ciudad  encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le persigue y dan tres  vueltas a la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino  condena a Héctor, el cual, engañado por Atenea se detiene y es vencido y muerto  por Aquiles, no obstante saber éste que ha de sucumbir poco después que muera el  caudillo troyano.
  
  Los troyanos, refugiados  en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes,  refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban  acercando a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La  Parca funesta sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las  puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión:
  ‑¿Por qué, oh hijo de  Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no  conociste que soy una deidad, y no cesa tu deseo de  alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en  fuga; y éstos han entrado en la población, mientras te  extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a  morir.
  Muy indignado le respondió  Aquiles, el de los pies ligeros:
  ‑¡Oh tú, que hieres de  lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la  muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilio.  Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad a  los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría  de ti, si mis fuerzas lo permitieran.
  Dijo y, muy alentado, se  encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel vencedor en la carrera de  carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles pies y rodillas.
  EI anciano Príamo fue el  primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan  resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos  entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de  Orión", el cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae  excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce  sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la  cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos, dirigiendo  súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemente  deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en  tono lastimero:
  ‑¡Héctor, hijo querido! No  aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras presto a  manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los  dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los  buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y  valientes hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora  que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos  Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos  en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía lo  hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el  ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor  dolor será para su madre y para mí que los engendramos; porque el del pueblo  durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo  querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar  inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de  mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre  Cronida me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después de  presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas,  destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate  y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por  fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con  arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio  para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi  sangre, y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo,  habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un  joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la muerte; pero que  los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas y las partes  verendas de un anciano muerto en la guerra es lo más  triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
  Así se expresó el anciano,  y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no logró persuadir  a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el  seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:
  ‑¡Héctor! ¡Hijo mío!  Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para  acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla,  rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te  mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco  podrá hacerlo tu rica esposa, porque los veloces perros te devorarán muy lejos  de nosotras, junto a las naves argivas.
  De esta manera Príamo y  Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que  lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se  acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera  ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se  enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor,  permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y  gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
  ‑¡Ay de mí! Si traspongo  las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el  cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que  el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir  ‑mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo‑‑, y ahora que he causado la ruina  del ejército con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de  rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado  en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la  población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y  si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando  la pica contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le  dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro  trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue lo que  originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la  ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar  nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa  ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a  suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una  mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una  encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un  mancebo y una doncella suelen mantener. Mejor será  empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico  concede la victoria.
  Tales pensamientos  revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles,  igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre  el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el  resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a  temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó  espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del  mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil  vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de  cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo  le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras  rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la  carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso  donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son  las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo  cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo  brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos  hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas  hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz,  antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno  huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más  fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o  una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino  por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que  toman parte en los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de  la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer, de  semejante modo aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo,  corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre  de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
  ‑¡Oh dioses!  Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro.  Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi  obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya;  y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la  ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la  muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida  Aquiles.
  Respondióle Atenea, la  diosa de ojos de lechuza:
  ‑¡Oh padre, que lanzas el  ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de  la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a  morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
  Contestó Zeus, que  amontona las nubes:
  Tranquilízate, Tritogenia,  hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente.  Obra conforme a tus deseos y no desistas.
  Con tales voces instigóle  a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres  del Olimpo.
  Entre canto; el veloz  Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte  por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se  esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que  nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no  perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las  puertas Dardanias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le  socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba  hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños  ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual  manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de  Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las Parcas de la muerte  que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez,  no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas?
  El divino Aquiles hacía  con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar  amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir  al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a  los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos  suertes de la muerte que tiende a lo largo ‑la de Aquiles y la de Héctor,  domador de caballos‑, cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más  peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo  Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acercó al  Pelión, y le dijo estas aladas palabras:
  ‑Espero, oh esclarecido  Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria,  pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en  la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que  hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida.  Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a  frente.
  Así habló Atenea. Aquiles  obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo  de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a  encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo,  llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:
  ‑¡Mi buen hermano! Mucho  te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la  ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
  Respondióle el gran  Héctor, de tremolante casco:
  ‑¡Deífobo! Siempre has  sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de  Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al  verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
  Contestó Atenea, la diosa  de ojos de lechuza:
  ‑¡Mi buen hermano! El  padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban  que me quedara con ellos ‑¡de tal modo tiemblan todos!‑, pero mi ánimo se sentía  atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica,  para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a  las cóncavas naves, o sucumbe vencido por tu lanza.
  Así diciendo, Atenea, para  engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente,  dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco:
 ‑No huiré más de ti, oh hijo de  Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran  ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me  impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por  testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan  nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y  logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas  armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la  misma manera.
  Mirándole con torva faz,  respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
  ‑¡Héctor, a quien no puedo  olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas  entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los  corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco  puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos  y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de  valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón.  Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi  lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste  cuando manejabas furiosamente la pica.
  En diciendo esto, blandió  y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó  para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la  arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese.  Y Héctor dijo al eximio Pelión:
  ‑¡Erraste el golpe, oh  Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de mi  destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para  que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la  pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente  a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora  guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La  guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su mayor  azote.
  Así habló; y, blandiendo  la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues dio un bote en medio del  escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó  al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando  la cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo,  el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su  lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:
  ‑¡Oh! Ya los dioses me  llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está  dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa  muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde  hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos  para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no  quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que  llegara a conocimiento de los venideros.
  Esto dicho, desenvainó la  aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se  arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las  pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual  manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su  vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el  magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras,  haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado  en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el  cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal  modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras  pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo  del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente  armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba  descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la  garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí  el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta,  atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero  con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar  algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del  triunfo, diciendo:
  ‑¡Héctor! Cuando  despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a  mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte  que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y  las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán  honras fúnebres.
  Con lánguida voz  respondióle Héctor, el de tremolante casco:
  ‑Te lo ruego por tu alma,  por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y  devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te  darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo  lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.
  Mirándole con torva faz,  le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
  ‑No me supliques, ¡perro!,  por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a  cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie  podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces  el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a  peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un  lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu  cuerpo.
  Contestó, ya moribundo,  Héctor, el de tremolante casco:
  ‑Bien lo conozco, y no era  posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro.  Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y  Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
  Apenas acabó de hablar, la  muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al  Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino  Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:
  ‑¡Muere! Y yo recibiré la  Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi  destino.
  Dijo; arrancó del cadáver  la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las  ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el  continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo  quien, contemplándole, habló así a su vecino:
  ‑¡Oh dioses! Héctor es  ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el  ardiente fuego.
  Así algunos hablaban, y  acercándose lo herían. El divino Aquiles, ligero de pies,  tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y  pronunció estas aladas palabras:
  ‑¡Oh amigos, capitanes y  príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese  guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las  armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si  abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse  todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace  pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y  no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si  en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré  del compañero amado. Ahora, ea, volvamos cantando el peán a las cóncavas naves,  y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino  Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un  dios.
  Dijo; y, para tratar  ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos  pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo  ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la  magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos  volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la  negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se  hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para  que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
  Así toda la cabeza de  Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y,  arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre  suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se  lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre  devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que,  excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose  en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos  nombres:
  ‑Dejadme, amigos, por más  intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las  naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad  y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y  crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado  más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la  juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido,  como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades:  por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos  saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.
  Así habló llorando, y los  ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento:
  ‑¡Oh hijo! ¡Ay de mí,  desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas, seguiré  viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de  orgullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que  to saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos;  pero ya la muerte y la Parca to alcanzaron.
  Así dijo llorando. La  esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la noticia de  que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto  palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado  color. Había mandado en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran  al fuego un trípode grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver  de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había  hecho sucumbir muy lejos del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y  lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la  lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas  trenzas:
  ‑Venid, seguidme dos; voy  a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el  pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a los  hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho  temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le  persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo;  porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que  se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
  Dicho esto, salió  apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y dos  esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente  que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro  registró el campo; en seguida vio a Héctor arrastrado delante de la ciudad, pues  los veloces caballos lo arrastraban despiadadamente hacia las cóncavas naves de  los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le  desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la  redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea Afrodita le había dado el  día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una gran  dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la  sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el  aliento, lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:
  ‑¡Héctor! ¡Ay de mí,  infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de  Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual  me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera  engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra,  y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante,  que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues  has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los  aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus  campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda  huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas  bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su  padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compadecido, le  alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a  humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín,  dándole puñadas a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete, enhoramala!, le  dice, que tu padre no come a escote con nosotros". Y volverá a su madre viuda,  llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de  su padre, sólo comía medula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de  jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza,  con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que  padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor,  defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros se hayan  saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las  corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y  hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas  vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en  ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de  las troyanas.
  Así dijo llorando, y las  mujeres gimieron.
CANTO XXIII 
    Juegos en honor de Patroclo
 Luego Aquiles  celebra unos espléndidos funerales en honor de Patroclo, mientras ata el cadáver  de Hédor por los pies a su carro y se lo lleva  arrastrándolo por el polvo; y desde entonces todos los días, al aparecer la  aurora, lo vuelve a arrastrar hasta dar tres vueltas  alrededor del túmulo de Patroclo.
  
  Así gemían los troyanos en  la ciudad. Los aqueos, una vez llegados a las naves y al Helesponto, se fueron a  sus respectivos bajeles. Pero a los mirmidones no les permitió Aquiles que se  dispersaran; y, puesto en medio de los belicosos compañeros, les dijo:
  ‑¡Mirmidones, de rápidos  corceles, mis compañeros amados! No desatemos del yugo los solípedos corceles;  acerquémonos con ellos y los carros a Patroclo, y llorémoslo, que éste es el  honor que a los muertos se les debe. Y cuando nos hayamos saciado de triste  llanto, desunciremos los caballos y aquí mismo cenaremos todos.
  Así habló. Ellos seguían a  Aquiles en compacto grupo y gemían con frecuencia. Y sollozando dieron tres  vueltas alrededor del cadáver con los caballos de hermoso pelo: Tetis se hallaba  entre los guerreros y les excitaba el deseo de llorar. Regadas de lágrimas  quedaron las arenas, regadas de lágrimas se veían las armaduras de los hombres.  ¡Tal era el héroe, causa de fuga para los enemigos, de quien entonces padecían  soledad! Y el Pelida comenzó entre ellos el funeral lamento colocando sus manos  homicidas sobre el pecho de su amigo:
  ‑¡Alégrate, oh Patroclo,  aunque estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te prometiera: he traído  arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para que lo  despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de troyanos  ilustres, por la cólera que me causó tu muerte.
  Dijo; y, para tratar  ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en el polvo, cabe al  lecho del Menecíada. Quitáronse todos la luciente armadura de bronce,  desuncieron los corceles de sonoros relinchos, y sentáronse en gran número cerca  de la nave del Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un banquete funeral  espléndido. Muchos bueyes blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al ser  degollados con el hierro; gran copia de grasos puercos, de albos dientes, se  asaban, extendidos sobre la llama de Hefesto; y en tomo del cadáver la sangre  corría en abundancia por todas partes.
  Los reyes aqueos llevaron  al Pelida, el de los pies ligeros, que tenía el corazón afligido por la muerte  del compañero, a la tienda de Agamenón Atrida, después de persuadirlo con mucho  trabajo; ya en ella, mandaron a los heraldos, de voz sonora, que pusieron al  fuego un gran trípode por si lograban que aquél se lavase las manchas de sangre  y polvo. Pero Aquiles se negó obstinadamente, a hizo, además, un juramento:
  ‑¡No, por Zeus, que es el  supremo y más poderoso de los dioses! No es justo que el baño moje mi cabeza  hasta que ponga a Patroclo en la pira, le erija un túmulo y me corte la  cabellera; porque un pesar tan grande no volverá lamas a sentirlo mi corazón  mientras me cuente entre los vivos. Ahora celebremos el triste banquete; y,  cuando se descubra la aurora, manda, oh rey de hombres, Agamenón, que traigan  leña y la coloquen como conviene a un muerto que baja a la región sombría, para  que pronto el fuego infatigable consuma y haga desaparecer de nuestra vista el  cadáver de Patroclo, y los guerreros vuelvan a sus ocupaciones.
  Así dijo; y ellos le  escucharon y obedecieron. Dispuesta con prontitud la cena, comieron todos, y  nadie careció de su respectiva porción. Mas, después que hubieron satisfecho de  comida y de bebida al apetito, se fueron a dormir a sus tiendas. Quedóse el  Pelida con muchos mirmidones, dando profundos suspiros, a orillas del  estruendoso mar, en un lugar limpio donde las olas bañaban la playa; pero no  tardó en vencerlo el sueño, que disipa los cuidados del ánimo, esparciéndose  suave en torno suyo; pues el héroe había fatigado mucho sus fornidos miembros  persiguiendo a Héctor alrededor de la ventosa Ilio. Entonces vino a encontrarle  el alma del mísero Patroclo, semejante en un todo a éste cuando vivía, tanto por  su estatura y hermosos ojos, como por las vestiduras que llevaba; y, poniéndose  sobre la cabeza de Aquiles, le dijo estas palabras:
  ‑¿Duermes, Aquiles, y me  tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y ahora que he muerto me  abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las puertas del Hades;  pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no me permiten  que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante por los  alrededores del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido  llorando; pues ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al  fuego. Ni ya, gozando de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues  me devoró la odiosa muerte que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu destino  es también, oh Aquiles semejante a los dioses, morir al pie de los muros de los  nobles troyanos. Otra cosa te diré y encargaré, por si quieres complacerme. No  dejes mandado, oh Aquiles, que pongan tus huesos separados de los míos: ya que  juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que Menecio me llevó de Opunte a  vuestra casa por un deplorable homicidio ‑cuando encolerizándome en el juego de  la taba maté involuntariamente al hijo de Anfidamante‑, y el caballero Peleo me  acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu escudero; así también,  una misma urna, la ánfora de oro que te dio tu veneranda madre, guarde nuestros  huesos.
  Respondióle Aquiles, el de  los pies ligeros:
  ‑¿Por qué, cabeza querida,  vienes a encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo cumpliré todo como lo mandas.  Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves instantes, para saciarnos de  triste llanto.
  En diciendo esto, le  tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipóse el alma cual si fuese humo  y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles se levantó atónito, dio una  palmada y exclamó con voz lúgubre:
  ‑¡Oh dioses! Cierto es que  en la morada de Hades quedan el alma y la imagen de los que mueren, pero la  fuerza vital desaparece por entero. Toda la noche ha estado cerca de mí el alma  del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía.
  Así dijo, y a todos les  excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban alrededor del cadáver, sollozando  lastimeramente, cuando despuntó la Aurora de rosáceos dedos. Entonces el rey  Agamenón mandó que de todas las tiendas saliesen hombres con mulos para ir por  leña; y a su frente se puso un varón excelente, Meriones, escudero del valeroso  Idomeneo. Los mulos iban delante; tras ellos caminaban los hombres, llevando en  sus manos hachas de cortar madera y sogas bien torcidas; y así subieron y  bajaron cuestas, y recorrieron atajos y veredas. Mas, cuando llegaron a los  bosques del Ida, abundante en manantiales, se apresuraron a cortar con el  afilado bronce encinas de alta copa que caían con estrépito. Los aqueos las  partieron en rajas y las cargaron sobre los mulos. En seguida éstos, midiendo  con sus pasos la tierra, volvieron atrás por los espesos matorrales, deseosos de  regresar a la llanura. Todos los leñadores llevaban troncos, porque así lo  había ordenado Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando  sucesivamente en un sitio de la orilla del mar, que Aquiles indicó para que allí  se erigiera el gran túmulo de Patroclo y de sí mismo.
  Después que hubieron  descargado la inmensa cantidad de leña, se sentaron todos juntos y aguardaron.  Aquiles mandó en seguida a los belicosos mirmidones que tomaran las armas y  uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistieron la armadura, y los  caudillos y sus aurigas montaron en los carros. Iban éstos al frente, seguíales  la nube de la copiosa infantería, y en medio los amigos llevaban a Patroclo,  cubierto de cabello que en su honor se habían cortado. El divino Aquiles  sosteníale la cabeza, y estaba triste porque despedía para el Hades al eximio  compañero.
  Cuando llegaron al lugar  que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo, y en seguida amontonaron  abundante leña. Entonces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra  idea: separándose de la pira, se cortó la rubia cabellera, que conservaba  espléndida para ofrecerla al río Esperqueo; y exclamó apenado, fijando los ojos  en el vinoso ponto:
  ‑¡Esperqueo! En vano mi  padre Peleo te hizo el voto de que yo, al volver a la tierra patria, me cortaría  la cabellera en tu honor y te inmolaría una sacra hecatombe de cincuenta  carneros cerca de tus fuentes, donde están el bosque y el perfumado altar a ti  consagrados. Tal voto hizo el anciano, pero tú no has cumplido su deseo. Y  ahora, como no he de volver a la tierra patria, daré mi cabellera al héroe  Patroclo para que se la lleve consigo.
  Habiendo hablado así, puso  la cabellera en las manos del compañero querido, y a todos les excitó el deseo  de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si Aquiles no se  hubiese acercado a Agamenón para decirle:
  ‑¡Atrida! Puesto que la  gente aquea te obedecerá más que a nadie, y tiempo habrá  para saciarse de llanto, aparta de la pira a los guerreros y mándales que  preparen la cena; y de lo que resta nos cuidaremos  nosotros, a quienes corresponde de un modo especial honrar al muerto. Quédense  tan sólo los caudillos.
  Al oírlo, el rey de  hombres, Agamenón, despidió la gente para que volviera a las naves bien  proporcionadas; y los que cuidaban del funeral amontonaran leña, levantaron una  pira de cien pies por lado, y, con el corazón afligido,  pusieron en lo alto de ella el cuerpo de Patroclo.  Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y flexípedes  bueyes de curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y de  éstos, cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los  cuerpos desollados. Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente  de miel y de aceite, y las abocó al lecho; y, exhalando profundos suspiros,  arrojó a la hoguera cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey  que se alimentaban de su mesa, y, degollando a dos, echólos igualmente en la  pira. Siguiéronles doce hijos valientes de troyanos ilustres, a quienes mató con  el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón acciones crueles. Y entregando  la pira a la violencia indomable del fuego para que la devorara, gimió y nombró  al compañero amado:
  ‑¡Alégrate, oh Patroclo,  aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te prometí. El fuego devora  contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor Priámida no le  entregaré a la hoguera para que lo consuma, sino a los  perros.
  Así dijo en son de  amenaza. Pero los canes no se acercaron a Héctor. La diosa Afrodita, hija de  Zeus, los apartó día y noche, y ungió el cadáver con un divino aceite rosado  para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y Febo Apolo cubrió el espacio  ocupado por el muerto con una sombría nube que hizo pasar  del cielo a la llanura, a fin de que el ardor del sol no secara el cuerpo, con  sus nervios y miembros.
  En tanto, la pira en que  se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el divino Aquiles, el de  los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de la pira, oró a los vientos Bóreas  y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios; y, haciéndoles repetidas  libaciones con una copa de oro, les rogó que acudieran para que la leña ardiese  bien y los cadáveres fueran consumidos prestamente por el fuego. La veloz Iris  oyó las súplicas, y fue a avisar a los vientos, que estaban reunidos celebrando  un banquete en la morada del impetuoso Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo  en el umbral de piedra. Así que la vieron, levantáronse todos, y cada uno la llamaba a su lado. Pero ella no quiso sentarse, y  pronunció estas palabras:
  ‑No puedo sentarme; porque  voy, por cima de la corriente del Océano, a la tierra de los etíopes, que ahora  ofrecen hecatombes a los inmortales, para entrar a la parte en los sacrificios.  Aquiles ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes  sacrificios, que vayan y hagan arder la pira en que yace Patroclo, por el cual  gimen los aqueos todos.
  Habló así y fuese. Los  vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las nubes; pasaron por cima  del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo, llegaron, por fin, a  la fértil Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó grandemente.  Durante toda la noche, los dos vientos, soplando con agudos silbidos, agitaron  la llama de la pira, durante toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de  una cratera de oro, con una copa de doble asa, lo vertió  y regó la tierra, a invocó el alma del mísero Patroclo. Como solloza un padre,  quemando los huesos del hijo recién casado, cuya muerte ha sumido en el dolor a  sus progenitores, de igual modo sollozaba Aquiles al quemar los huesos del  amigo; y, arrastrándose en torno de la hoguera, gemía sin cesar.
  Cuando el lucero de la  mañana apareció sobre la tierra anunciando el día, y poco después la aurora, de  azafranado velo, se esparció por el mar, apagábase la hoguera y moría la llama.  Los vientos regresaron a su morada por el ponto de Tracia, que gemía a causa de  la hinchazón de las olas alborotadas, y el Pelida, habiéndose separado un poco  de la pira, acostóse, rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto  los caudillos se reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y  ruido que hacían al llegar despertaron a Aquiles. Incorporóse el héroe; y,  sentándose, les dijo estas palabras:
  ‑¡Atrida y demás príncipes  de los aqueos todos! Primeramente apagad con negro vino cuanto de la pira  alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos de Patroclo  Menecíada, distinguiéndolos bien ‑fácil será reconocerlos, porque el cadáver  estaba en medio de la pira y en los extremos se quemaron confundidos hombres y  caballos‑, y pongámoslos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa  donde se guarden hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis un  túmulo no muy grande, sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos,  los que estéis vivos en las naves de muchos bancos cuando yo muera, hacedIo  anchuroso y alto.
  Así dijo, y ellos  obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron con negro vino la  parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después  recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una  urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda,  tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno  de la pira, echaron los cimientos, a inmediatamente amontonaron la tierra que  antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles  detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de  las naves, para premio de los que vencieren en los juegos, calderas, trípodes,  caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura y luciente  hierro.
  Empezó exponiendo los  premios destinados a los veloces aurigas: el que primero llegara se llevaría una  mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas;  para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en su  vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego  y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos  talentos de oro; y para el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego  todavía. Y, estando en pie, dijo a los argivos:
  ‑¡Atrida y demás aqueos de  hermosas grebas! Estos premios que en medio he colocado son para los aurigas. Si  los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me llevaría a mi tienda los  mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza a los demás, porque  son inmortales: Poseidón se los regaló a mi padre Peleo,  y éste me los ha dado a mí. Pero yo me quedaré, y también los solípedos  corceles, porque perdieron al ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó  aceite sobre sus crines, después de lavarlos con agua pura. Ambos, habiéndose  quedado quietos, sienten soledad de él; y con las crines colgando hasta tocar la  tierra permanecen en pie y afligidos en su corazón. ¡Adelantaos, pues, los  aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros!
  Así hablo el Pelida, y los  veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes que nadie el rey de hombres  Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de guiar el carro.  Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a los  corceles de Tros, que había quitado a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe.  Alzóse luego el rubio Menelao Atrida, del linaje de Zeus, y unció al carro una  yegua y un caballo veloces: Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era suyo.  Había dado la yegua a Agamenón, como presente, Equepolo, hijo de Anquises, por  no seguirle a la ventosa Ilio y gozar tranquilo en la vasta Sición, donde  moraba, de la abundante riqueza que Zeus le había concedido; ésta fue la yegua  que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de corren‑ Fue el cuarto en  aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey  Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su  padre se le acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba  inteligencia:
  ‑¡Antíloco! Si bien eres  joven, Zeus y Poseidón te quieren  y te han enseñado todo el arte del auriga. No es preciso,  por tanto, que yo lo instruya. Sabes perfectamente cómo los caballos deben dar  la vuelta en torno de la meta, pero tus corceles son los más lentos en correr, y  temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros caballos  son más veloces, sus conductores no lo aventajan en obrar  sagazmente. Ea, pues, querido, piensa en emplear toda clase de habilidades para  que los premios no se te escapen. El leñador más hace con  la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el piloto gobierna en el vinoso  ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su habilidad puede un  auriga vencer a otro. El que confía en sus caballos y en su carro les hace dar  vueltas imprudentemente acá y acullá, y luego los corceles divagan en la carrera  y no los puede sujetar, mas el que conoce los arbitrios del arte y guía caballos  inferiores clava los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la  misma, y no le pasa inadvertido cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de  piel de buey: así los domina siempre, a la vez que observa a quien le precede.  La meta de ahora es muy fácil de conocer, y voy a indicártela para que no dejes  de verla. Un tronco seco de encina o de pino, que la lluvia no ha podrido aún,  sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a uno y otro lado del mismo, cuando  el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas  partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber pertenecido  a la tumba de un hombre que ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por los  antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, lo  ha elegido por meta. Acércate a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y  caballos; y tú inclínate en el fuerte asiento hacia la izquierda y anima con  imperiosas voces al corcel del otro lado aflojándole las  riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta, que parezca que el  cubo de la bien construida rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de  chocar con la piedra: no sea que hieras a los corceles, rompas el carro y causes  el regocijo de los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser  cauto y prudente. Pero, si aguijando los caballos, logras dar la vuelta a la  meta, ya nadie se te podrá anticipar ni alcanzarte  siquiera, aunque guíe al divino Arión ‑el veloz caballo de Adrasto, que  descendía de un dios‑ o sea arrastrado por los corceles de Laomedonte, que se  criaron aquí tan excelentes.
  Así dijo Néstor Nelida, y  volvió a sentarse cuando hubo enterado a su hijo de to más importante de cada  cosa.
  Meriones fue el quinto en  aparejar los caballos de hermoso pelo. Subieron los aurigas a los carros y  echaron suertes en un casco que agitaba Aquiles. Salió primero la de Antíloco  Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao Atrida, famoso por  su lanza; en seguida, la de Meriones; y por último, la del Tidida, que era el  más hábil. Pusiéronse en fila, y Aquiles les indicó la meta a lo  lejos, en el terreno llano; y encargó a Fénix, escudero de su padre, que se  sentara cerca de aquélla como observador de la carrera, a fin de que, reteniendo  en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la verdad.
  Todos a un tiempo  levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los animaron con  ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con  suma rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o  un torbellino, y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros unas veces  tocaban al fértil suelo, y otras daban saltos en el aire; los aurigas  permanecían en los asientos con el corazón palpitante por el deseo de la  victoria; cada cual animaba a sus corceles, y éstos volaban, levantando polvo,  por la llanura.
  Mas, cuando los veloces  caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya volvían hacia el  espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues todos  aquéllos empezaron a galopar. Venían delante las yeguas, de pies ligeros, de  Eumelo Feretíada. Seguíanlas los caballos de Diomedes, procedentes de los de  Tros; y estaban tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él:  con su aliento calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban  poniendo la cabeza sobre el mismo. Diomedes le hubiera pasado delante, o por lo menos hubiera conseguido que la victoria quedase  indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le hubiese  hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas  humedecieron sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en cambio  sus caballos aflojaban, porque ya no sentían el azote. No le pasó inadvertido a  Atenea que Apolo jugara esta treta al Tidida; y, corriendo hacia el pastor de  hombres, devolvióle el látigo, a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y  la diosa, irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió  el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera de camino; el timón cayó a tierra,  y el héroe vino al suelo, junto a una rueda, hirióse en los codos, boca y  narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos  de lágrimas, y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los  solípedos caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos  los demás; porque Atenea dio vigor a sus corceles y le concedió a él la gloria  del triunfo. Seguíale el rubio Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco,  que animaba a los caballos de su padre:
  ‑Corred y alargad el paso  cuanto podáis. No os mando que compitáis con aquéllos, con los caballos del  aguerrido Tidida, a los cuales Atenea dio ligereza, concediéndole a él la gloria  del triunfo. Mas alcanzad pronto a los corceles del Atrida y no os quedéis  rezagados para que no os avergüence Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis,  excelentes caballos? Lo que os voy a decir se cumplirá: se acabarán para  vosotros los cuidados en el palacio de Néstor, pastor de hombres, y éste os  matará en seguida con el agudo bronce si por vuestra desidia nos llevamos el  peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis. Y yo pensaré cómo, valiéndome de  la astucia, me adelanto en el lugar donde se estrecha el camino; no se me  escapará la ocasión.
  Así dijo. Los corceles,  temiendo la amenaza de su señor, corrieron más diligentemente un breve rato.  Pronto el belicoso Antíloco alcanzó a descubrir el punto más estrecho del camino  ‑había allí una hendedura de la tierra, producida por el agua estancada durante  el invierno, la cual robó parte de la senda y cavó el suelo‑, y por aquel sitio  guiaba Menelao sus corceles, procurando evitar el choque con los demás carros.  Pero Antíloco, torciendo la rienda a sus caballos, sacó el carro fuera del  camino, y por un lado y de cerca seguía a Menelao. El Atrida temió un choque, y  le dijo gritando:
  ‑¡Antíloco! De temerario  modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el camino es angosto, y en  seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen  los carros y seas causa de que recibamos daño.
  Así dijo. Pero Antíloco,  como si no le oyese, hacía correr más a sus caballos picándolos con el aguijón.  Cuanto espacio recorre el disco que tira un joven desde lo alto de su hombro  para probar la fuerza, tanto aquéllos se adelantaron. Las yeguas del Atrida  cejaron, y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas; no fuera que los  solípedos caballos, tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes  carros, y ellos cayeran en el polvo por el anhelo de alcanzar la victoria. Y el  rubio Menelao, reprendiendo a Antíloco, exclamó:
  ‑¡Antíloco! Ningún mortal  es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos no estábamos en lo  cierto cuando te teníamos por sensato. Pero no te  llevarás el premio sin que antes jures.
  Después de hablar así,  animó a sus caballos con estas palabras:
  ‑No aflojéis el paso, ni  tengáis el corazón afligido. A aquéllos se les cansarán los pies y las rodillas  antes que a vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad juvenil.
  Así dijo. Los corceles,  temiendo la amenaza de su señor, corrieron más diligentemente, y pronto se  hallaron cerca de los otros.
  Los argivos, sentados en  el circo, no quitaban los ojos de los caballos; y éstos volaban, levantando  polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien distinguió  antes que nadie los primeros corceles que llegaban; pues era el que estaba en el  sitio más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo. Oyendo desde  lejos la voz del auriga que animaba a los corceles, la reconoció; y al momento  vio que corría, adelantándose a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo,  con una mancha en la frente, blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie,  dijo estas palabras a los argivos:
  ‑¡Oh amigos, capitanes y  príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o también vosotros? Paréceme  que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni el mismo el auriga:  deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha eran vencedoras.  Las vi cuando doblaban la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque  registro con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al  auriga, y, siéndole imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio  felizmente la vuelta: me figuro que habrá caído, el carro estará roto, y las  yeguas, dejándose llevar por su ánimo enardecido, se habrán echado fuera del  camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que  viene delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de  caballos, que reina sobre los argivos.
  Y el veloz Ayante de Oileo  increpóle con injuriosas voces:
  ‑¡ldomeneo! ¿Por qué  charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen  corriendo a lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los  argivos, ni tu vista es la mejor, pero siempre hablas mucho y sin substancia.  Preciso es que no seas tan gárrulo, estando presentes otros que te  son superiores. Esas yeguas que aparecen las primeras son las de antes, las de  Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.
  El caudillo de los  cretenses le respondió enojado:
  ‑Ayante, valiente en la  injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los argivos a  causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera y nombremos  árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen  delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.
  Así habló. En seguida el  veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle con palabras duras. Y la  contienda habría pasado más adelante entre ambos, si el propio Aquiles,  levantándose, no les hubiese dicho:
  ‑¡Ayante a Idomeneo! No  alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es decoroso; y vosotros  mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera.  Sentaos en el circo y fijad la. vista en los caballos, que pronto vendrán aquí  por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuáles corceles argivos son los  delanteros y cuáles los rezagados.
  Así dijo; el Tidida, que  ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los corceles, y constantemente  les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en alto los pies,  recorrían velozmente el camino y rociaban de polvo al auriga. El carro,  guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las  llantas casi no dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los  corceles! Cuando Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso  sudor corría de la cerviz y del pecho de los corceles hasta el suelo, y el  héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo  remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo  entregó a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva a la  tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro a los corceles.
  Después de Diomedes llegó  Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había anticipado a Menelao por haber  usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro; pero, así y todo,  Menelao guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuando el corcel dista de  las ruedas del carro en que lleva a su señor por la llanura (las últimas cerdas  de la cola tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras aquél corre  por el campo inmenso): tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues, si  bien al principio se quedó a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a  alcanzarle porque el fuerte vigor de la yegua de Agamenón, de Etá, de hermoso  pelo, iba aumentando. Y si la carrera hubiese sido más larga, el Atrida se le  habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria.‑ Meriones, el buen escudero de  Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de lanza; pues sus corceles,  de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar el carro en un  certamen.‑ Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su hermoso carro  y conduciendo por delante los caballos. Al verlo, el divino Aquiles, el de los  pies ligeros, se compadeció de él, y dirigió a los argivos estas aladas  palabras:
  ‑Viene el último con los  solípedos caballos el varón que más descuella en guiarlos. Ea, démosle, como es  justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de Tideo.
  Así habló y todos  aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado la yegua ‑pues los aqueos lo  aprobaban‑, si Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera levantado para  decir con razón al Pelida Aquiles:
  ‑¡Oh Aquiles! Mucho me  irritaré contigo si llevas a cabo lo que dices. Vas a  quitarme el premio, atendiendo a que recibieron daño su carro  y los veloces corceles y él es esforzado, pero tenía que rogar a los inmortales  y no habría llegado el último de todos. Si le compadeces y es grato a tu  corazón, como hay en tu tienda abundante oro y posees bronce, rebaños, esclavas  y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un premio aún mejor  que éste, para que los aqueos te alaben. Pero la yegua no  la daré, y pruebe de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo.
  Así habló. Sonrióse el  divino Aquiles, el de los pies ligeros, holgándose de que  Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta,  díjole estas aladas palabras:
  ‑¡Antíloco! Me ordenas que  dé a Eumelo otro premio, sacándolo de mi tienda, y así lo haré. Voy a entregarle  la coraza de bronce que quité a Asteropeo, la cual tiene en sus orillas una  franja de luciente estaño, y constituirá para él un presente de valor.
  Dijo, y mandó a  Automedonte, el compañero querido, que la sacara de la tienda; fue éste y  llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo, que la recibió alegremente.
  Pero levantóse Menelao,  afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco. El heraldo le dio el  cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios habló  diciendo:
  ‑¡Antíloco! Tú, que antes  eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis  corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea,  capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no  sea que alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, exclame: "Menelao,  violentando con mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de  la inferioridad de sus corceles, por ser más valiente y poderoso." Y si queréis,  yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el  fallo será justo. Ea, Antíloco, alumno de Zeus, ven aquí y, puesto, como es  costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible  látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura, por el que ciñe y  sacude la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.
  Respondióle el prudente  Antíloco:
  ‑Perdóname, oh rey Menelao,  pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente. No te son desconocidas las  faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido y su juicio escaso.  Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he recibido; y, si  de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferiría  dártelo en seguida, oh alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser  culpable delante de los dioses.
  Así habló el hijo del  magnánimo Néstor, y, conduciendo la yegua adonde estaba el Atrida, se la puso en  la mano. A éste se le alegró el alma: como el rocío cae en torno de las espigas  cuando las mieses crecen y los campos se erizan, del mismo modo, oh Menelao, tu  espíritu se bañó en gozo. Y, respondiéndole, pronunció estas aladas palabras:
  ‑¡Antíloco! Aunque estaba  irritado, seré yo quien ceda; porque hasta aquí no has sido imprudente ni ligero  y ahora la juventud venció a la razón. Absténte en lo sucesivo de querer engañar  a los que te son superiores. Ningún otro aqueo me  ablandaría tan pronto, pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, y tu  padre y tu hermano también; accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua,  que es mía, para que éstos sepan que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni  cruel.
  Dijo; entregó a Noemón,  compañero de Antíloco, la yegua para que se la llevara, y tomó la reluciente  caldera. Meriones, que había llegado el cuarto, recogió los dos talentos de oro.  Quedaba el quinto premio, el vaso con dos asas; y Aquiles levantólo, atravesó el  circo y lo ofreció a Néstor con estas palabras:
  ‑Toma, anciano; sea tuyo  este presente como recuerdo de los funerales de Patroclo, a quien no volverás a  ver entre los argivos. Te doy el premio porque no podrás ser parte ni en el  pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la carrera, que  ya lo abruma la vejez penosa.
  Así diciendo, se lo  puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y respondió con estas aladas  palabras:
  ‑Sí, hijo, oportuno es  cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no tienen el vigor de antes, ni mis  pies, ni mis brazos se mueven ágiles a partir de los hombros. Ojalá fuese tan  joven y mis fuerzas tan robustas como cuando los epeos enterraron en Buprasio al  poderoso Amarinceo, y los hijos de éste sacaron premios para los juegos que  debían celebrarse en honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios,  ni de los magnánimos etolios, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato a  Clitomedes, hijo de Énope, y en la lucha a Anceo Pleuronio, que osó afrontarme;  en la carrera pasé delante de Ificlo, que era robusto; y en arrojar la lanza  superé a Fileo y a Polidoro. Sólo los hijos de Áctor me  dejaron atrás con su carro porque eran dos; y me disputaron la victoria a causa  de haberse reservado los mejores premios para este juego. Eran aquéllos hermanos  gemelos, y el uno gobernaba con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza  los caballos, mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel  tiempo. Ahora los más jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder a la  triste senectud, aunque entonces sobresaliera entre los héroes. Ve y continúa  celebrando los juegos fúnebres de tu amigo. Acepto gustoso el presente, y se me  alegra el corazón al ver que te acuerdas siempre del buen  Néstor y no dejas de advertir con qué honores he de ser  honrado entre los aqueos. Las deidades te concedan por  ello abundantes gracias.
  Así habló; y el Pelida,  oído todo el elogio que de él hizo el Nelida, fuese por entre la muchedumbre de  los aqueos. En seguida sacó los premios del duro pugilato: condujo al circo y  ató en medio de él una mula de seis años, cerril, difícil de domar, que había de  ser sufridora del trabajo; y puso para el vencido una copa de doble asa. Y,  estando en pie, dijo a los argivos:
  ‑¡Atrida y demás aqueos de  hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean más diestros, a que  levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios. Aquél a quien Apolo  conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su tienda  la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble asa.
  Así habló. Levantóse al  instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato: Epeo, hijo de Panopeo.  Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo, dijo:
  ‑Acérquese el que haya de  llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún aqueo consiga la mula, si  ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor que nadie. ¿No  basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que un hombre  sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me oponga  le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar  quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos.
  Así se expresó. Todos  enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó para luchar con él  Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida, el cual fue a  Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los cadmeos. El  Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran  deseo de que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha:  atóle el cinturón y le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje.  Ceñidos ambos contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las  robustas manos, acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de  un modo horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El  divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla de su rival que le  espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros  desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez en  la orilla poblada de algas y las negras olas lo cubren en  seguida, así Euríalo, al recibir el golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el  magnánimo Epeo, cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los compañeros  y se lo llevaron del circo ‑arrastraba los pies, escupía  espesa sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos,  desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.
  El Pelida sacó después  otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los mostró a los  dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que los  aqueos apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas  labores y valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en  pie, dijo a los argivos:
  ‑Levantaos, los que hayáis  de entrar en esta lucha.
  Así habló. Alzóse en  seguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso Ulises, fecundo en  ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y se  cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre  artífice une, al construir alto palacio, para que resistan el embate de los  vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos;  copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban  apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban  siempre alcanzar la victoria y con ella el bien construido trípode. Pero ni  Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a aquél,  porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía. Y cuando  los aqueos ya empezaban a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:
  ‑¡Laertíada, del linaje de  Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te levantaré yo; y Zeus se  cuidará del resto.
  Habiendo hablado así, lo  levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides, pues, dándole por detrás un  golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al suelo, de  espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al  contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no  consiguió sostenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron  al suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y  hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese  detenido:
  ‑No luchéis ya, ni os  hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual premio y retiraos  para que entren en los juegos otros aqueos.
  Así dijo. Ellos le  escucharon y obedecieron; pues en seguida, después de haberse limpiado el polvo,  vistieron la túnica.
  El Pelida sacó otros  premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una cratera de plata  labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a todas las  de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los  fenicios, después de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la  regalaron a Toante; más tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para  rescatar a Licaón, hijo de Príamo; y entonces Aquiles la ofreció como premio, en  honor del difunto amigo, al que fuese más veloz en correr con los pies ligeros.  Para el que llegase el segundo señaló un buey corpulento y pingüe, y para el  último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los argivos:
  ‑Levantaos, los que hayáis  de entrar en esta lucha.
  Así habló. Levantóse al  instante el veloz Ayante de ileo, después el ingenioso Ulises, y por fin  Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los jóvenes.  Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el  sitio señalado, y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le  seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura  revuelve en su mano, mientras devana el hilo de la trama, y tiene constantemente  junto al seno, tan inmediato a Ayante corría el divinal Ulises: pisaba las  huellas de aquél antes de que el polvo cayera en torno de las mismas y le echaba  el aliento a la cabeza, corriendo siempre con suma rapidez. Todos los aqueos  aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de alcanzar la  victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para terminar  la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de lechuza:
  ‑Óyeme, diosa, y ven a  socorrerme propicia, dando a mis pies más ligereza.
  Así dijo rogando. Palas  Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y especialmente los pies y las  manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo, dio un resbalón  ‑pues Atenea quiso perjudicarle‑ en el lugar que habían llenado de estiércol los  bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor de  Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y  paciente Ulises le pasó delante; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey  silvestre, y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a  los argivos:
  ‑¡Oh dioses! Una diosa me dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y favorece a  Ulises cual una madre.
  Así dijo, y todos rieron  con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último premio; y dirigió estas  palabras a los argivos:
 ‑Os diré, argivos, aunque todos  lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de más edad, hasta en los juegos.  Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la generación precedente, a  los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero vigoroso, y  contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea  Aquiles.
  Así dijo, ensalzando al  Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas palabras:
  ‑¡Antíloco! No en balde me  habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento de oro.
  Así diciendo, se lo  puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto continuo el Pelida sacó  y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que eran las armas  que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los argivos:
  Invitemos a los dos  varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas y asiendo el tajante  bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. Al  primero que logre tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el  vientre atrevesándole la armadura y le haga brotar la negra sangre, daréle esta  magnífica espada tracia, tachonada con clavos de plata, que quité a Asteropeo.  Ambos campeones se llevarán las restantes armas y les daremos un espléndido  banquete en nuestra tienda.
  Así dijo. Levantóse en  seguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte Diomedes Tidida. Tan pronto  como se hubieron armado, separadamente de la muchedumbre, fueron a encontrarse  en medio del circo, deseosos de combatir y mirándose con torva faz; y todos los  aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron frente a frente, tres veces se  acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca. Ayante dio un bote en el  escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo, porque la coraza lo impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de  la luciente lanza el cuello de aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos,  temiendo por Ayante, mandaron que cesara la lucha y ambos contendientes se  llevaran igual premio; pero el héroe dio al Tidida la gran espada,  ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor.
  Luego el Pelida sacó la  bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el forzudo Eetión: el  divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se llevó en las  naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los argivos:
  ‑¡Levantaos los que hayáis  de entrar en esta lucha! La presente bola procurará al que venciere cuanto  hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus fértiles  campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la ciudad.
  Así habló. Levantóse en  seguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso Leonteo, igual a un dios;  luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el  divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y todos los aqueos  se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante  Telamonio la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de  los anteriores tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la  distancia a que llega el cayado cuando lo lanza el pastor  y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la bola el espacio del circo;  aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado Polipetes, levantándose,  llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había ganado.
  Luego sacó Aquiles azulado  hierro para los arqueros, colocando en el circo diez hachas grandes y otras diez  pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío después de atar en  su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; a invitóles a  tirarle saetas, diciendo:
  ‑El que hiera a la tímida  paloma llévese a su casa Codas las hachas grandes; el que acierte a dar en la  cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.
  Así dijo. Levantóse en  seguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones, esforzado escudero de  Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y, agitándolas, salió  primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha, sin ofrecer  a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no tocó al  ave ‑negóselo Apolo‑, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por  la cual se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando  y los aqueos aplaudieron. Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos  de Teucro, acercó a la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a  Apolo sacrificarle una hecatombe de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida  paloma que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca  de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La flecha vino al suelo, a  los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de negra proa,  inclinó el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros  y aquélla cayó del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y  asombro. Meriones tomó, por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se  llevó a las cóncavas naves las pequeñas.
  Luego el Pelida sacó y  colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta aún al fuego, que era  del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres diestros en  arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones, escudero  esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:
  ‑¡Atrida! Pues sabemos  cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en arrojar la lanza eres el  más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y entregaremos la  pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.
  Así habló. Agamenón, rey  de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a Meriones la pica de bronce, y  el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al heraldo Taltibio.
CANTO XXIV 
    
Rescate de Héctor
 Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus  encarga a Tetis que amoneste a su hijo para que devuelva el cadáver, a la vez  que manda a Príamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con  magníficos presentes a la tienda de Aquiles para rescatar  el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte con el heraldo ideo y dos carros;  antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los guía hasta la  tienda del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la  súplica más conmovedora; Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo  conducen a Troya y se celebran con toda solemnidad las honras fúnebres de  Héctor, que era el principal sostén de la ciudad asediada.
  
  Disolvióse la junta y los  guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron  con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que  el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba  vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el  vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él  había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora  combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo,  prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de  pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le  pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el mar y sus riberas:  entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el cadáver de  Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menecíada;  acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara  al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de  toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no lacerase el  cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
  De tal manera Aquiles,  enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo, compadecíanse los  bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el  cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Poseidón  y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a  Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas  cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta  liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima aurora,  Febo Apolo dijo a los ínmortales:
  ‑Sois, oh dioses, crueles  y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor muslos de bueyes y de  cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y  ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y  del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y  le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al  pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su  pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose  llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los  hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni  siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a  quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de  llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas  Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al  carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a  aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea  valiente, porque enfureciéndose insulta a lo  que tan sólo es ya insensible tierra.
  Respondióle irritada Hera,  la de los níveos brazos:
  ‑Sería como dices, oh tú  que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los tuvierais en igual estima.  Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es hijo  de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón  cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda;  y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín; ¡oh amigo de  los malos, siempre pérfido!
  Replicó Zeus, el que  amontona las nubes:
  ‑¡Hera! No te irrites  tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los tengamos; pero  Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de cuantos  mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables ofrendas,  jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los  honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz  Héctor: es imposible que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y  de día, le acompaña su madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para  que se me acercara, yo le diría a ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles,  recibiendo los dones de Príamo, restituyera el cadáver.
  Así se expresó. Levantóse  Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; saltó al negro  ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el estrecho. La diosa se lanzó  a lo profundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey montaraz que  lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a  otras muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa lloraba, en medio de  ellas, la suerte de su hijo irreprensible, que había de perecer en la fértil  Troya, lejos de la patria. Y, acercándosele Iris, la de los pies ligeros, así le  dijo:
  ‑Ven, Tetis, pues te  llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.
  Respondióle la diosa  Tetis, de argénteos pies:
  ‑¿Por qué aquel gran dios  me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los inmortales, pues son muchas  las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré para que sus palabras  no resulten vanas y sin efecto.
  En diciendo esto, la  divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había otro que fuese más  negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos como el  viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades. Salieron éstas a  la playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente Cronida con los demás  felices sempiternos dioses congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de  Zeus, porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una copa de oro  y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa después de haber bebido. Y el  padre de los hombres y de los dioses comenzó a hablar de esta manera:
  ‑Vienes al Olimpo, oh  diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente pesar. Lo sé. Pero,  aun así y todo, voy a decirte por qué lo he llamado. Hace  nueve días que se suscitó entre los inmortales una  contienda acerca del cadáver de Héctor, y de Aquiles, asolador de ciudades, a  instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el muerto, pero yo prefiero dar a  Aquiles la gloria de devolverlo, y conservar así tu respeto y amistad. Ve en  seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy  irritados contra él y yo más indignado que ninguno de los inmortales, porque  enfureciéndose retiene a Héctor en las corvas naves y no permite que lo  rediman; por si, temiéndome, consiente que el cadáver sea rescatado. Y enviaré  la diosa Iris al magnánimo Príamo para que vaya a las naves de los aqueos y  redima a su hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo.
  Así se expresó; y Tetis,  la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las  cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin cesar, y sus  compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo inmolado  dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy  cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos términos.
  ‑¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo  dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin acordarte ni de la  comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya no has  de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y ahora  préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están  muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales,  porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo  rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.
  Respondióle Aquiles, el de  los pies ligeros:
  ‑Sea así. Quien traiga el  rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el mismo Olímpico lo ha  dispuesto.
  De este modo, dentro del  recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas palabras. Y en  tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:
  ‑¡Anda, ve, rápida Iris!  Deja tu asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al  magnánimo Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo,  Ilevando a Aquiles Bones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún  troyano se le junte, y acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los  mulos y el carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver  de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor  alguno conturbe su ánimo, pues le daremos por guía el Argicida, el cual le  llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya entrado en la tienda del  héroe, éste no te matará, a impedirá que los demás  lo hagan. Pues Aquiles no es insensato, ni temerario ni  perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.
  Así dijo. Levantóse Iris,  la de pies rápidos como el huracán, para llevar el mensaje; y, en llegando al  palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en el patio  alrededor del padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y el anciano aparecía en  medio, envuelto en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en el cuello  abundante estiércol que al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos.  Las hijas y nueras se lamentaban en el palacio, recordando los muchos varones  esforzados que yacían en la llanura por haber dejado la vida en manos de los  argivos. Detúvose la mensajera de Zeus cerca de Príamo, y hablándole quedo,  mientras al anciano un temblor le ocupaba los miembros, así le dijo:
  ‑Cobra ánimo, Príamo  Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte males, sino a  participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando lejos, se  interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar al divino  Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún  troyano se te junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para que guíe  los mulos y el carro de hermosas ruedas, y conduzca luego a la población el  cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro  temor alguno conturbe tu ánimo, pues tendrás por guía el  Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando hayas entrado  en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan.  Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado  de respetar a un suplicante.
  Cuando esto hubo dicho,  fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos que prepararan un  carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y la sujetaran con  sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro, tenía elevado techo y  guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa Hécuba, hablóle en estos  términos:
  ‑¡Oh infeliz! La mensajera  del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme que vaya a las naves de  los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ea,  dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi corazón me instigan  vivamente a ir allá, a las naves, al campamento vasto de  los aqueos.
  Así dijo. La mujer  prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:
  ‑¡Ay de mí! ¿Qué es de la  prudencia que antes lo hizo célebre entre los extranjeros  y entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de  los aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan  valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido  llega a verte con sus propios ojos y te coge, ni se apiadará de ti, ni te  respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde lejos, sentados en el  palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta suerte el  estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros,  lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo  comer hincándole los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha  hecho a mi hijo; que éste, cuando aquél lo mató, no se  portaba cobardemente, sino que a pie firme defendía a los troyanos y a las  troyanas de profundo seno, no pensando ni en huir ni en evitar el combate.
  Contestó el anciano  Príamo, semejante a un dios:
  ‑No te opongas a mi  resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me persuadirás. Si me  diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque fuera adivino, arúspice  o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo  mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí, iré y no serán ineficaces  sus palabras. Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas  corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como abrace  a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
  Dijo, y, levantando las  hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos, doce mantos  sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas túnicas. Pesó luego  diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas  y una magnífica copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su  país, y era un soberbio regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a  causa del vehemente deseo que tenía de rescatar a su hijo. Y volviendo al  pórtico, echó afuera a los troyanos, increpándolos con injuriosas palabras:
  ‑¡Idos ya, hombres infames  y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra casa, que venías a  afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me envía, con  hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros. Muerto él, será  mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con estos ojos vea la  ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de Hades.
  Dijo, y con el cetro echó  a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano. Y en seguida Príamo  reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón, Antífono, Polites  valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a los nueve los  increpó y les dio órdenes, diciendo:
  ‑¡Daos prisa, malos hijos,  ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto todos en las veleras  naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos en la vasta  Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a Troilo, que  combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía  hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y restan los que  son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en los coros y  hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero ¿no me prepararéis al  instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para que emprendamos el  camino?
  Así dijo. Ellos, temiendo  la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de hermosas ruedas,  magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que ataron bien;  descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de anillos, y  tomaron una correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron después el  yugo sobre la parte anterior de la lanza, metieron el anillo en su clavija, y  sujetaron a aquél, atándolo con la correa, a la cual hicieron dar tres vueltas a  cada lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron sacando de la  cámara y acomodando en el pulimentado carro los innumerables dones para el  rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes cascos, que en otro  tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y acercaron  al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de comer en  pulimentado pesebre.
  Mientras el heraldo y  Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto palacio, acercóseles  Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro, llena de  dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose  delante del carro, dijo a Príamo:
  Toma, haz la libación al  padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento de los enemigos a to  casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi deseo. Ruega, pues,  al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo alto contempla a  Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz mensajera, el ave  que le es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en viéndola con tus  propios ojos, vayas, alentado por el agüero, a las naves de los dánaos, de  rápidos corceles. Y si el largovidente Zeus no te enviase su mensajera, yo no te  aconsejaría que fueras a las naves de los argivos por mucho que lo desees.
  Respondióle Príamo,  semejante a un dios:
  ‑¡Oh mujer! No dejaré de  hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las manos a Zeus, para que de  nosotros se apiade.
  Dijo así el anciano, y  mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las manos. Presentóse  la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado, recibió  la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino,  alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:
  ‑¡Padre Zeus, que reinas  desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a la tienda de  Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi derecha to  veloz mensajera, el ave que te es más querida y cuya  fuerza es inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado  por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.
  Así dijo rogando. Oyóle el  próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves agoreras, un águila rapaz  de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele tener  en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada al  marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde el  uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de la  ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza  renació en sus pechos.
  El anciano subió presuroso  al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo y  el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro  ruedas, y eran gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el  viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos  los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a la  muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos  regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el heraldo la Ilanura, no dejó de  advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se compadeció de él. Y,  llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:
  ‑¡Hermes! Puesto que te es  grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que quieres, anda, ve y  conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que ningún dánao le vea  ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.
  Así habló. El mensajero  Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los áureos divinos talares que  le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó  la vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que  duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argicida emprendió el vuelo, llegó  muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a andar, transfigurado en un joven  príncipe a quien comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la  juventud.
  Cuando Príamo y el heraldo  llegaron más allá del gran túmulo de Ilio, detuvieron las  mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche sobre  la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y  hablando a Príamo dijo:
  ‑Atiende, Dardánida, pues  el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y me figuro que al  punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o supliquémosle, abrazando sus  rodillas, para ver si se compadece de nosotros.
 d Así dijo. Turbósele al anciano  la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo en los flexibles miembros y  quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al viejo, tomóle por la  mano y le interrogó diciendo:
  ‑¿Adónde, padre mío,  diriges estos caballos y mulas durante la noche divina, mientras duermen los  demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los cuales te  son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de ellos te  viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución  tomarías? Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano, y no  podríais rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño y,  además, te defendería de cualquier hombre, porque te encuentro semejante a mi  querido padre.
  Respondióle el anciano  Príamo, semejante a un dios:
  ‑Así es, como dices, hijo  querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando me hace salir al  encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que tienes cuerpo y  aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de padres felices.
  Díjole a su vez el  mensajero Argicida:
  ‑Sí, anciano, oportuno es  cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿mandas a gente  extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en cobro; o ya todos  abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por haber muerto el varón más fuerte,  tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el combate?
  Contestóle el anciano  Príamo, semejante a un dios:
  ‑¿Quién eres, hombre  excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta oportunidad has  mencionado la muerte de mi hijo infeliz?
  Replicó el mensajero  Argicida:
  ‑Me quieres probar, oh  anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas veces le vieron estos  ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y también cuando llegó  a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo bronce. Nosotros le  admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado contra el Atrida y no  nos dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con quien vine en la misma  nave bien construida; desciendo de mirmidones y tengo por padre a Políctor, que  es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus siete hijos y, como lo  decidiéramos por suerte, tocóme a mí acompañar al héroe. Y ahora he venido de  las naves a la llanura, porque mañana los aqueos, de ojos vivos, presentarán  batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar ociosos, y los reyes  aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en combate.
  Respondióle el anciano  Príamo, semejante a un dios: 
  ‑Si eres servidor del  Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o  Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?
  Contestóle el mensajero  Argicida:
  ‑¡Oh anciano! Ni los  perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles,  dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre,  ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando  apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de  su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te  acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada,  no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió ‑pues fueron muchos los que  le envasaron el bronce‑ todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados  dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto,  porque era muy caro a su corazón.
  Así habló. Alegróse el  anciano, y respondió diciendo:
  ‑¡Oh hijo! Bueno es  ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo, si no ha sido un  sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el  Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea,  recibe de mis manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor  de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.
  Díjole a su vez el  mensajero Argicida:
  ‑Quieres tentarme,  anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que  acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle:  no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría  cuidadosamente en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y  nadie osaría acometerte, despreciando al guía.
  Dijo; y, subiendo el  benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y las riendas a infundió  gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y a las torres que  protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el  mensajero Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta,  descorriendo los cerrojos, a introdujo a Príamo y el carro que llevaba los  espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la elevada tienda que los mirmidones  habían construido para el rey con troncos de abeto, cubriéndola con un techo  inclinado de frondosas cañas que cortaron en la pradera; rodeábala una gran  cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una barra de abeto que  quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorría  sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y  los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro,  dijo a Príamo:
  ‑¡Oh anciano! Yo soy un  dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo  antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería indecoroso que un dios  inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza  las rodillas del Pelida y suplícale por su padre, por su madre de hermosa  cabellera y por su hijo, para que conmuevas su corazón.
  Cuando esto hubo dicho,  Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo  con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue derecho a la tienda en  que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus amigos estaban sentados  aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Ares, le  servían, pues acababa de cenar; y, si bien ya no comía ni bebía, aun la mesa  continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, acercóse a Aquiles,  abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían  dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la  casa de un rico, ven llegar a un hombre que, poseído de la cruel Ofuscación,  mató en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera  asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los demás se sorprendieron  también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquiles, dirigiéndole  estas palabras:
  Acuérdate de tu padre,  Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al  funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes le oprimen y no hay  quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que  tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su  hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos  excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda.  Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo  vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A  los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí,  pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo  mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo  ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso  rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu  padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que  ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador  de mis hijos.
  Así habló. A Aquiles le  vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano a Príamo, apartóle  suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de  Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles lloraba  unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en  la tienda. Mas así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de  sollozar cesó en su alma y en sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano  al viejo para que se levantara, y, mirando compasivo su blanca cabeza y su  blanca barba, díjole estas aladas palabras:
  ‑¡Ah, infeliz! Muchos son  los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo osaste venir solo a las naves  de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos?  De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y, aunque los  dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste  llanto para nada aprovecha. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir  en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de  Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los males y  en el otro los bienes. Aquél a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se  los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura;  pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran hambre le persigue  sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los  dioses ni por los hombres. Así las deidades hicieron a Peleo claros dones desde  su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba  sobre los mirmidones, y, siendo mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero  también la divinidad le impuso un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego  en el palacio. Tan sólo engendró uno, a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le  cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, muy lejos de la patria, para  contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste  dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó  Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre  todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los  dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense  alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado  y no dejes que de tu corazón se apodere incesante pesar,  pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni  lograrás que se levante, antes tendrás que padecer un nuevo mal.
  Respondió en seguida el  anciano Príamo, semejante a un dios:
  ‑No me hagas sentar en  esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda.  Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú recibe el  cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver al  patrio suelo, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
  Mirándole con torva faz,  le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
 o ‑¡No me irrites más, oh  anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para ello Zeus me envió como  mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del mar. Comprendo  también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves  de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud,  se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas,  ni desatrancaría con facilidad nuestras puertas.  Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que a ti, oh  anciano, no te respete en mi tienda, aunque siendo mi  suplicante, y viole las órdenes de Zeus.
  Así dijo. El anciano  sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de  la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus servidores: el héroe  Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde que  había muerto Patroclo. En seguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron  el heraldo, vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del  lustroso carro los inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron  dos mantos y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que lo  entregara para que lo llevasen a casa. Aquiles llamó entonces a las esclavas y  les mandó que lo lavaran y ungieran, trasladándolo a otra parte para que Príamo  no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose al verlo, no pudiese reprimir la  cólera en su pecho a irritase el corazón de Aquiles, y éste lo matara,  quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo  cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó  y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y  el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
  ‑No te enojes conmigo, oh  Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el divino Héctor a su  padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te dedicaré la debida parte.
  Habló así el divino  Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada con mucho arte, de  que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y en seguida  dirigió a Príamo estas palabras:
  ‑Tu hijo, oh anciano,  rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al despuntar la aurora podrás  verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la de hermosas  trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos  vástagos: seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra  Níobe, los mató disparando el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis,  que se complace en tirar flechas; porque la madre osaba compararse con Leto, la  de hermosas mejillas, y decía que ésta sólo había dado a luz dos hijos, y ella  había tenido muchos; y los de la diosa, no siendo más que dos, acabaron con  todos los de Níobe. Nueve días permanecieron tendidos en su sangre, y no hubo  quien los enterrara porque el Cronión a la gente la había vuelto de piedra;  pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y Níobe,  cuando se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en  las rocas de los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de  las ninfas que bailan junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora  aún los dolores que las deidades le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos  también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio,  podrás hacer llanto sobre el mismo, y será por ti muy llorado.
  En diciendo esto, el veloz  Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus compañeros la desollaron y  prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte, y, cogiendo con  pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego.  Automedonte repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne.  Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron  satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y  el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles  admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus  palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano  Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
  ‑Mándame ahora, sin  tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que, acostándonos, gocemos del  dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos,  pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas, revolcándome por el  estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el  negro vino la garganta, pues desde entonces nada había probado.
  Dijo. Aquiles mandó a sus  compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las  proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre ellos tapetes y  dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la  tienda llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos.  Y Aquiles, el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:
  ‑Acuéstate fuera de la  tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como  suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo viera durante  la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón, pastor de  pueblos, y quizás se diferiría la entrega del cadáver.  Mas, ea, habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras  al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el  ejército.
  Respondióle en seguida el  anciano Príamo, semejante a un dios:
  ‑Si quieres que yo pueda  celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo que voy a decirte, oh  Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; y  la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen mucho miedo.  Durante nueve días lo lloraremos en el palacio, el décimo lo sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete  fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el duodécimo volveremos a pelear,  si necesario fuere.
  Contestóle el divino  Aquiles, el de los pies ligeros:
  ‑Se hará como dispones,  anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como me pides.
  Así, pues, diciendo,  estrechó por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma  temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, allí  en el vestíbulo de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda,  sólidamente construida, y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.
  Las demás deidades y los  hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce  sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría  del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados  guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le dijo:
  ‑¡Oh anciano! No te  inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los enemigos, después que  Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes;  pero los otros hijos que allá se quedaron tendrían que  dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón  Atrida y los aqueos todos.
  Así dijo. El anciano  sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y mulas, y acto  continuo los guió por entre el ejército sin que nadie lo  advirtiera.
  Mas, al llegar al vado del  voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus había  engendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de azafranado velo se  esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los  corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún hombre  ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la  áurea Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre  y al heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho  que las mulas conducían. En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por  toda la ciudad:
  ‑Venid a ver a Héctor,  troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del  combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.
  Así dijo, y ningún hombre  ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron intolerable congoja y  fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el cadáver. La  esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de  hermosas ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los  cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las  puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si  el anciano no les hubiese dicho desde el carro:
  ‑Haceos a un lado para que  yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido al palacio, os hartaréis de  llanto.
  Así habló; y ellos,  apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio,  pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor cantores  que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres  respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que  sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a  las lamentaciones exclamando:
  ‑¡Marido! Saliste de la  vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros  ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que llegue a la  mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú  que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables  matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves  y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en  oficios viles, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te  cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre,  ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el  hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era  blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad.  ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me  aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los  brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias que hubiera recordado  siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
  Así dijo llorando, y las  mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:
  ‑¡Héctor, el hijo más  amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses,  pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte. Aquiles, el de los  pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro lado del  mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de  arrancarte el alma con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en  torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto  resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio, tan fresco como si acabaras de  morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves  flechas.
  Así habló, derramando  lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar  principio al funeral lamento:
  ‑¡Héctor, el cuñado más  querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya,  ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van transcurridos  desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu  boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de  los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra ‑pues el  suegro fue siempre cariñoso como un padre‑, contenías su enojo aquietándolos con  tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido lloro a la vez por  ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea  benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
  Así dijo llorando, y la  inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciamo Príamo dijo al pueblo:
  ‑Ahora, troyanos, traed  leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues  Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta  que llegue la duodécima aurora.
  Así dijo. Pronto la gente  del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se reunió fuera de la ciudad.  Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y, cuando por décima vez  apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver  del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron fuego.
  Mas, así que se descubrió  la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, congregóse el pueblo en torno  de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y se hubieron reunido,  apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia del fuego había  alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las  lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una  urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo,  que cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto  centinelas por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas  grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en  el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete  fúnebre. 
  Así hicieron las honras de  Héctor, domador de caballos.