jueves, 3 de diciembre de 2009

LA ILIADA CANTO XII, XIII, XIV, XV y XVI

CANTO XII
Combate en la muralla

Los troyanos asaltan con éxito la muralla y el foso del campamento aqueo. Héctor, con una gran piedra, derriba la puerta de entrada al campamento y abre una vía de acceso a sus tropas.

En tanto que el fuerte hijo de Menecio curaba, dentro de la tienda, a Eurípilo herido, acometíanse confusamente argivos y troyanos. Ya no había de contener a éstos ni el foso ni el ancho muro que al borde del mismo construyeron los dánaos, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas, para que los defendiera a ellos y las veleras naves y el mucho botín que dentro se guardaba. Levantado el muro contra la voluntad de los inmortales dioses, no debía subsistir largo tiempo. Mientras vivió Héctor, estuvo Aquiles irritado y la ciudad del rey Príamo no fue expugnada, la gran muralla de los aqueos se mantuvo firme. Pero, cuando hubieron muerto los más valientes troyanos, de los argivos unos perecieron y otros se salvaron, la ciudad de Príamo fue destruida en el décimo año, y los argivos se embarcaron para regresar a su patria; Poseidón y Apolo decidieron arruinar el muro con la fuerza de los ríos que corren de los montes ideos al mar: el Reso, el Heptáporo, el Careso, el Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Simoente, en cuya ribera cayeron al polvo muchos cascos, escudos de boyuno cuero y la generación de los hombres semidioses.‑ Febo Apolo desvió el curso de todos estos ríos y dirigió sus corrientes a la muralla por espacio de nueve días, y Zeus no cesó de llover para que más presto se sumergiese en el mar. Iba al frente de aquéllos el mismo Poseidón, que bate la tierra, con el tridente en la mano, y tiró a las olas todos los cimientos de troncos y piedras que con tanta fatiga echaron los aqueos, arrasó la orilla del Helesponto, de rápida corriente, enarenó la gran playa en que estuvo el destruido muro y volvió los ríos a los cauces por donde discurrían sus cristalinas aguas.

De tal modo Poseidón y Apolo debían proceder más tarde. Entonces ardía el clamoroso combate al pie del bien labrado muro, y las vigas de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los argivos, vencidos por el azote de Zeus, encerrábanse en el cerco de las cóncavas naves por miedo a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota, y éste seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí o un león se revuelve, orgulloso de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos ‑la fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la mata‑ y va de un lado a otro, probando las hileras de los hombres, y se apartan aquéllos hacia los que se dirige, de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba a sus compañeros a pasar el foso. Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían a hacerlo, y parados en el borde relinchaban, porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo, pues tenía escarpados precipicios a uno y otro lado, y en su parte alta grandes y puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los enemigos. Un caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en el foso, y los peones meditaban si podrían realizarlo. Entonces llegóse Polidamante al audaz Héctor, y dijo:

‑¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos imprudentemente los veloces caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque está erizado de agudas estacas y a lo largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no podríamos apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho donde temo que pronto seríamos heridos. Si Zeus altitonante, meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos completamente para favorecer a los troyanos, deseo que lo realice cuanto antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso, me figuro que ni un mensajero podría retornar a la ciudad huyendo de los aqueos que nuevamente entraran en combate. Ea, procedamos todos como voy a decir. Los escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor a pie, con armas y todos reunidos; pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la ruina.

Así dijo Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, el cual, en seguida y sin dejar las armas, saltó del carro a tierra. Los demás troyanos tampoco permanecieron en sus carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos, mandaron a los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y, habiéndose ordenado en cinco grupos, emprendieron la marcha con los respectivos jefes.

Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y pelear cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cebríones, porque Héctor había dejado a otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro grupo eran caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban Héleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Anténor, diestros en toda suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados, eligiendo por compañeros a Glauco y al belicoso Asteropeo, a quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos; y esperaban que éstos, en vez de oponerles resistencia, se refugiarían en las negras naves.

Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras siguieron el consejo del eximio Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que, negándose a dejar el carro y al auriga, se acercó con ellos a las veleras naves. ¡Insensato! No había de librarse de las funestas parcas, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las naves a la ventosa Ilio; porque su hado infausto lo hizo morir atravesado por la lanza del ilustre Idomeneo Deucálida. Fuese, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los aqueos solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió los corceles, y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos hombres las tenían abiertas, con el fin de salvar a los compañeros que, huyendo del combate, llegaran a las naves. A aquel paraje enderezó los caballos, y los demás lo siguieron dando agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves. ¡Insensatos! En las puertas encontraron a dos valentísimos guerreros, hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado Polipetes, hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual a Ares, funesto a los mortales. Ambos estaban delante de las altas puertas, como en el monte unas encinas de elevada copa, fijas al suelo por raíces gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia; de igual manera aquéllos, confiando en sus manos y en su valor, aguardaron la llegada del gran Asio y no huyeron. Los troyanos se encaminaron con gran alboroto al bien construido muro, levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el rey Asio, Yámeno, Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enómao. Polipetes y Leonteo hallábanse dentro a instigaban a los aqueos, de hermosas grebas, a pelear por las naves; mas, así que vieron a los troyanos atacando la muralla y a los dánaos en clamorosa fuga, salieron presurosos a combatir delante de las puertas, semejantes a montaraces jabalíes que en el monte son terrero de la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y arrancan de raíz las plantas de la selva, dejando oír el crujido de sus dientes, hasta que los hombres, tirándoles venablos, les quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente bronce en el pecho de los héroes a los golpes que recibían, pues peleaban con gran denuedo, confiando en los guerreros de encima de la muralla y en su propio valor. Desde las torres bien construidas los aqueos tiraban para defenderse a sí mismos, las tiendas y las naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que impetuoso viento, agitando las pardas nubes, derrama en abundancia sobre la fértil tierra, así llovían los dardos que arrojaban aqueos y troyanos, y lbs cascos y abollonados escudos sonaban secamente al chocar con ellos las ingentes piedras. Entonces Asio Hirtácida, dando un gemido y golpeándose el muslo, exclamó indignado:

‑¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto, pues yo no esperaba que los héroes aqueos opusieran resistencia a nuestro valor a invictas manos. Como las abejas o las flexibles avispas que han anidado en fragoso camino y no abandonan su hueca morada al acercarse los cazadores, sino que luchan por los hijuelos, así aquéllos, con ser dos solamente, no quieren retirarse de las puertas mientras no perezcan, o la libertad no pierdan.

Así dijo; pero sus palabras no cambiaron la mente de Zeus, que deseaba conceder cal gloria a Héctor.

Otros peleaban delante de otras puertas, y me sería difícil, no siendo un dios, contarlo todo. Por doquiera ardía el combate al pie del lapídeo muro; los argivos, aunque llenos de angustia, veíanse obligados a defender las naves; y estaban apesarados todos los dioses que en la guerra protegían a los dánaos. Entonces fue cuando los lapitas empezaron el combate y la refriega.

El fuerte Polipetes, hijo de Pintoo, hirió a Dámaso con la lanza por el casco de broncíneas carrilleras: el casco de bronce no detuvo a aquélla cuya punta, de bronce también, rompió el hueso; conmovióse el cerebro y el guerrero sucumbió mientras combatía con denuedo. Aquél mató luego a Pilón y a órmeno. Leonteo, hijo de Antímaco y vástago de Ares, arrojó un dardo a Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor; luego desenvainó la aguda espada, y, acometiendo por en medio de la muchedumbre a Antífates, lo hirió y lo tiró de espaldas; y después derribó sucesivamente a Menón, Yámeno y Orestes, que fueron cayendo al almo suelo.

Mientras ambos héroes quitaban a los muertos las lucientes armas, adelantaron la marcha con Polidamante y Héctor los más y más valientes de los jóvenes, que sentían un vivo deseo de romper el muro y pegar fuego a las naves. Pero detuviéronse indecisos en la orilla del foso, cuando ya se disponían a atravesarlo, por haber aparecido encima de ellos, y dejando el pueblo, a la izquierda, un ave agorera: un águila de alto vuelo, llevando en las garras un enorme dragón sangriento, vivo, que se estremecía y no se había olvidado de la lucha, pues encorvándose hacia atrás hirióla en el pecho, cerca del cuello. El águila, penetrada de dolor, dejó caer el dragón en medio de la turba; y, chillando, voló con la rapidez del viento. Los troyanos estremeciéronse al ver en medio de ellos la manchada sierpe, prodigio de Zeus, que lleva la égida. Entonces acercóse Polidamante al audaz Héctor, y le dijo:

‑¡Héctor! Siempre me increpas en las juntas, aunque lo que proponga sea bueno; mas no es decoroso que un ciudadano hable en las reuniones o en la guerra contra lo debido, sólo para acrecentar tu poder. También ahora he de manifestar lo que considero conveniente. No vayamos a combatir con los dánaos cerca de las naves. Creo que nos ocurrirá lo que diré, si vino realmente para los troyanos, cuando deseaban atravesar el foso, esta ave agorera: un águila de alto vuelo, que dejaba el pueblo a la izquierda y llevaba en las garras un enorme dragón sangriento y vivo, y lo hubo de soltar presto antes de llegar al nido y darlo a sus polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu rompemos ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no nos será posible volver de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos a muchos troyanos tendidos en el suelo, a los cuales los aqueos, combatiendo en defensa de sus naves, habrán muerto con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy entendido en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.

Encarándole la torva vista, respondió Héctor, el de tremolante casco:

‑¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me aconsejas que, olvidando las promesas que Zeus tonante me hizo y ratificó luego, obedezca a las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea que vayan hacia la derecha por donde aparecen la aurora y el sol, sea que se dirijan a la izquierda, al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre todos, mortales a inmortales. El mejor agüero es éste: combatir por la patria. ¿Por qué te dan miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves argivas, no debieras temer por tu vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite aguardar a los enemigos. Y si dejas de luchar, o con tus palabras logras que otro se abstenga, pronto perderás la vida, herido por mi lanza.

Así, habiendo hablado, echó a andar. Siguiéronlo todos con fuerte gritería, y Zeus, que se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento borrascoso, levantó gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dio gloria a los troyanos y a Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio valor, intentaban romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían los parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho estribar en el suelo para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de romper el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino, y, protegiendo los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí a los enemigos que al pie de la muralla se encontraban.

Los dos Ayantes recorrían las torres, animando a los aqueos y excitando su valor; a todas partes iban, y a uno le hablaban con suaves palabras y a otro le reñían con duras frases porque flojeaba en el combate:

‑¡Oh amigos, ya entre los argivos seáis los preeminentes, los mediocres o los peores, pues no todos los hombres son iguales en la guerra! Ahora el trabajo es común a todos y vosotros mismos lo conocéis. Nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oír las amenazas de un troyano; id adelante y animaos mutuamente, por si Zeus olímpico, fulminador, nos permite rechazar el ataque y perseguir a los enemigos hasta la ciudad.

Dando tales voces animaban a los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen los copos de nieve cuando en un día de invierno Zeus decide nevar, mostrando sus armas a los hombres, y, adormeciendo los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre las cimas y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los fértiles campos cultivados por el hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del espumoso mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto cuando arrecia la nevada de Zeus, así, tan espesas, volaban las piedras por ambos lados, las unas hacia los troyanos y las otras de éstos a los aqueos, y el estrépito se elevaba sobre todo el muro.

Mas los troyanos y el esclarecido Héctor no habrían roto aún las puertas de la muralla y el gran cerrojo, si el próvido Zeus no hubiese incitado a su hijo Sarpedón contra los argivos, como a un león contra bueyes de retorcidos cuernos. Sarpedón levantó en seguida el escudo liso, hermoso, protegido por planchas de bronce, obra de un broncista que sujetó muchas pieles de buey con varitas de oro prolongadas por ambos lados hasta el borde circular; alzando, pues, la rodela y blandiendo un par de lanzas, se puso en marcha como el montaraz león que en mucho tiempo no ha probado la carne y su ánimo audaz le impele a acometer un rebaño de ovejas yendo a la alquería sólidamente construida; y, aunque en ella encuentre pastores que, armados con venablos y provistos de perros, guardan las ovejas, no quiere que lo echen del establo sin intentar el ataque, hasta que, saltando dentro, o consigue hacer presa o es herido por un venablo que ágil mano le arroja; del mismo modo, el deiforme Sarpedón se sentía impulsado por su ánimo a asaltar el muro y destruir los parapetos. Y en seguida dijo a Glauco, hijo de Hipóloco:

‑¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: «No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios». ¡Oh amigo! Ojalá que, huyendo de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y de la muerte, pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid, donde los varones adquieren gloria; pero, como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, sin que éstos puedan huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros.

Así dijo; y Glauco ni retrocedió ni fue desobediente. Ambos fueron adelante en línea recta, siguiéndoles la numerosa hueste de los iicios. Estremecióse al advertirlo Menesteo, hijo de Péteo, pues se encaminaban hacia su torre, llevando consigo la ruina. Ojeó la cohorte de los aqueos, por si divisaba a algún jefe que librara del peligro a los compañeros, y distinguió a entrambos Ayantes, incansables en el combate, y a Teucro, recién salido de la tienda, que se hallaban cerca. Pero no podía hacerse oír por más que gritara, porque era tanto el estrépito, que el ruido de los escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo; todas las puertas se hallaban cerradas, y los troyanos, detenidos por las mismas, intentaban penetrar rompiéndolas a viva fuerza. Y Menesteo decidió enviar a Tootes, el heraldo, para que llamase a Ayante:

‑Ve, divino Tootes, y llama corriendo a Ayante, o mejor a los dos; esto sería preferible, pues pronto habrá aquí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también allí se ha promovido recio combate, venga por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígalo Teucro, excelente arquero.

Así dijo; y el heraldo oyólo y no desobedeció. Fuese corriendo a lo largo del muro de los aqueos, de broncíneas corazas, se detuvo cerca de los Ayantes, y les habló en estos términos:

‑.‑¡Ayantes, jefes de los argivos, de broncíneas corazas! El caro hijo de Péteo, alumno de Zeus, os ruega que vayáis a tener parte en la refriega, aunque sea por breve tiempo. Que fuerais los dos, sería preferible; pues pronto habrá allí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también aquí se ha promovido recio combate, vaya por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y sígalo Teucro, excelente arquero.

Así habló; y el gran Ayante Telamonio no fue desobediente. En el acto dijo al Oilíada estas aladas palabras:

‑¡Ayante! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y alentad a los dánaos para que peleen con denuedo. Yo voy allá, combatiré con aquéllos, y volveré tan pronto como los haya socorrido.

Así habiendo hablado, Ayante Telamonio partió y con él fueron Teucro, su hermano de padre, y Pandión, que llevaba el corvo arco de Teucro. Llegaron a la torre del magnánimo Menesteo, y, penetrando en el muro, se unieron a los defensores que ya se veían acosados; pues los caudillos y esforzados príncipes de los licios asaltaban los parapetos como un obscuro torbellino. Trabaron el combate y se produjo gran vocerío.

Fue Ayante Telamonio el primero que mató a un hombre, al magnánimo Epicles, compañero de Sarpedón, arrojándole una piedra grande y áspera que había dentro del muro, en la parte más alta, cerca del parapeto. Difícilmente habría podido sospesarla con ambas manos uno de los actuales jóvenes, y aquél la levantó y, tirándola desde lo alto a Epicles, rompióle el casco de cuatro abolladuras y aplastóle los huesos de la cabeza; el troyano cayó de la elevada torre como salta un buzo, y el alma separóse de los miembros. Teucro, desde lo alto de la muralla, disparó una flecha a Glauco, esforzado hijo de Hipóloco, que valeroso acometía; y, dirigiéndola adonde vio que el brazo aparecía desnudo, lo puso fuera de combate. Saltó Glauco y se alejó del muro, ocultándose para que ningún aqueo, al advertir que estaba herido, profiriera jactanciosas palabras. Apesadumbróse Sarpedón al notario; mas no por esto se olvidó de la pelea, pues, habiendo alcanzado a Alcmaón Testórida, le envasó la lanza, que al punto volvió a sacar: el guerrero, siguiendo la lanza, dio de cara en el suelo, y las broncíneas labradas armas resonaron. Después, cogiendo con sus robustas manos un parapeto, tiró del mismo y lo arrancó entero; quedó el muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió camino para muchos.

Pero en el mismo instante acertáronle a Sarpedón Ayante y Teucro: éste atravesó con una flecha el lustroso correón del gran escudo, cerca del pecho; mas Zeus apartó de su hijo las parcas, para que no sucumbiera junto a las naves; Ayante, arremetiendo, dio un bote de lanza en el escudo: la punta no lo atravesó, pero hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque. Sarpedón se apartó un poco del parapeto, pero no se retiró del todo, porque en su ánimo deseaba alcanzar gloria. Y volviéndose a los licios, iguales a los dioses, los exhortó diciendo:

‑¡Oh licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo solo, aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves. Ayudadme todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.

Así habló. Los licios, temiendo la reconvención del rey, junto con éste y con mayores bríos que antes, cargaron a los argivos; quienes, a su vez, cerraron las filas de las falanges dentro del muro, porque era grande la acción que se les presentaba. Y ni los bravos licios, a pesar de haber roto el muro de los dánaos, lograban abrirse paso hasta las naves; ni los belicosos dánaos podían rechazar de la muralla a los licios desde que a la misma se habían acercado. Como dos hombres altercan, con la medida en la mano, sobre los lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio, así, licios y dánaos estaban separados por los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar delante de los pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles. Ya muchos combatientes habían sido heridos con el cruel bronce, unos en la espalda, que al volverse dejaron indefensa, otros por entre el mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban regados con sangre de troyanos y aqueos. Mas ni aun así los troyanos podían hacer volver la espalda a los aqueos. Como una honrada obrera coge un peso y lana y los pone en los platillos de una balanza, equilibrándolos hasta que quedan iguales, para llevar a sus hijos el miserable salario, así el combate y la pelea andaban iguales para unos y otros, hasta que Zeus quiso dar excelsa gloria a Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro aqueo. El héroe, con pujante voz, gritó a los troyanos:

‑¡Acometed, troyanos domadores de caballos! Romped el muro de los argivos y arrojad a las naves el fuego abrasador.

Así dijo para excitarlos. Escucháronlo todos; y reunidos fuéronse derechos al muro, subieron y pasaron por encima de las almenas, llevando siempre en las manos las afiladas lanzas.

Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante de la puerta: dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales como son hoy, con dificultad hubieran podido cargarla en un carro; pero aquél la manejaba fácilmente porque el hijo del artero Crono la volvió liviana. Bien así como el pastor lleva en una mano el vellón de un carnero, sin que el peso lo fatigue, Héctor, alzando la piedra, la conducía hacia las tablas que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta y estaban aseguradas por dos cerrojos puestos en dirección contraria, que abría y cerraba una sola llave. Héctor se detuvo delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y, como los cerrojos no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una fue por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto a la rápida noche semejaba, saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la mano llevaba dos lanzas. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido salirle al encuentro y detenerlo cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose a la turba, alentaba a los troyanos para que pasaran la muralla. Obedecieron, y mientras unos asaltaban el muro, otros afluían a las bien construidas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.

CANTO XIII
Batalla junto a las naves

Zeus, cuya voluntad dirigía los acontecimientos, abandona de momento sus planes, y Posidón aprovecha la circunstancia para organizar la resistencia en el bando aqueo. Al sufrir la presión de los troyanos por la izquierda y por el centro, inician el contraataque por la derecha.

Cuando Zeus hubo acercado a Héctor y los troyanos a las naves, dejó que sostuvieran el trabajo y la fatiga de la batalla, y, volviendo a otra parte sus ojos refulgentes, miraba a lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que combaten de cerca; de los ilustres hipomolgos, que se alimentan con leche; y de los abios, los más justos de los hombres. Y ya no volvió a poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía que inmortal alguno fuera a socorrer ni a los troyanos ni a los dánaos.

Pero no en vano el poderoso Poseidón, que bate la tierra, estaba al acecho en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia contemplando la lucha y la pelea. Desde allí se divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves aqueas. En aquel sitio habíase sentado Poseidón al salir del mar; y compadecía a los aqueos, vencidos por los troyanos, a la vez que cobraba gran indignación contra Zeus.

Pronto Poseidón bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas colinas y las selvas temblaban debajo de los pies inmortales, mientras el dios iba andando. Dio tres pasos, y al cuarto arribó al término de su viaje, a Egas; allí, en las profundidades del mar, tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes a indestructibles. Luego que hubo llegado, unció al carro un par de corceles de cascos de bronce y áureas crines que volaban ligeros; y seguidamente envolvió su cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de oro hecho con arte, subió al carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban los cetáceos, que salían de sus escondrijos, reconociendo al rey; el mar abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles caballos con apresurado vuelo y sin dejar que el eje de bronce se mojara conducían a Poseidón hacia las naves de los aqueos.

Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la escabrosa Imbros; y, al llegar a ella, Poseidón, que bate la tierra, detuvo los corceles, desunciólos del carro, dioles a comer un pasto divino, púsoles en los pies trabas de oro indestructibles a indisolubles, para que sin moverse de aquel sitio aguardaran su regreso, y se fue al ejército de los aqueos.

Los troyanos, enardecidos y semejantes a una llama o a una tempestad, seguían apiñados a Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y tenían esperanzas de tomar las naves de los aqueos y matar entre ellas a todos sus caudillos.

Mas Posidón, que ciñe y bate la tierra, asemejándose a Calcante en el cuerpo y en la voz infatigable, incitaba a los argivos desde que salió del profundo mar, y dijo a los Ayantes, que ya estaban deseosos de combatir:

‑¡Ayantes! Vosotros salvaréis a los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no de la fuga horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de los troyanos que asaltaron en tropel la gran muralla, pues a todos resistirán los aqueos, de hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos algún daño en esta parte donde aparece a la cabeza de los suyos el rabioso Héctor, semejante a una llama, el cual blasona de ser hijo del prepotente Zeus. Una deidad levante el ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente y exhortar a los demás; con esto podríais rechazar a Héctor de las naves, de ligero andar, por furioso que estuviera y aunque fuese el mismo Olímpico quien lo instigara.

Dijo así Poseidón, que ciñe y bate la tierra; y, tocando a entrambos con el cetro, llenólos de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros y especialmente los pies y las manos. Y como el gavilán de ligeras alas se arroja, después de elevarse a una altísima y abrupta peña, enderezando el vuelo a la llanura para perseguir a un ave, de aquel modo apartóse de ellos Poseidón, que bate la tierra. El primero que le reconoció fue el ágil Ayante de Oileo, quien dijo al momento a Ayante, hijo de Telamón:

‑¡Ayante! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, a pelear cerca de las naves; pues ése no es Calcante, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar, y a los dioses se les reconoce fácilmente. En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir, y mis manos y pies se mueven con impaciencia.

Respondió Ayante Telamonio:

‑También a mí se me enardecen las audaces manos en torno de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan, y deseo pelear yo solo con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.

Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso en sus corazones; en tanto, Poseidón, que ciñe la tierra, animaba a los aqueos de las últimas filas, que junto a las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenían los miembros relajados por el penoso cansancio, y se les llenó el corazón de pesar cuando vieron que los troyanos asaltaban en tropel la gran muralla: contemplábanlo con los ojos arrasados de lágrimas y no creían escapar de aquel peligro. Pero Poseidón, que bate la tierra, intervino y reanimó fácilmente las esforzadas falanges. Fue primero a incitar a Teucro, Leito, el héroe Penéleo, Toante, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y, para alentarlos, les dijo estas aladas palabras:

‑¡Qué vergüenza, argivos jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando conseguiríais salvar nuestras naves; pero, si cejáis en el funesto combate, ya luce el día en que sucumbiremos a manos de los troyanos. ¡Oh dioses! Veo con mis ojos un prodigio grande y terrible que jamás pensé que llegara a realizarse. ¡Venir los troyanos a nuestros bajeles! Parecíanse antes a las medrosas ciervas que vagan por el monte, débiles y sin fuerza para la lucha, y son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes a ellas, nunca querrán los troyanos afrontar a los aqueos, aunque fuese un instante, ni osaban resistir su valor y sus manos. Y ahora pelean lejos de la ciudad, junto a las naves, por la culpa del caudillo y la indolencia de los hombres que, no obrando de acuerdo con él, se niegan a defender los bajeles, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los mismos. Mas, aunque el héroe Atrida, el poderoso Agamenón, sea el verdadero culpable de todo, porque ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de combatir. Remediemos con presteza el mal, que la mente de los buenos es aplacable. No es decoroso que decaiga vuestro impetuoso valor, siendo como sois los más valientes del ejército. Yo no increparía a un hombre tímido porque se abstuviera de pelear; pero contra vosotros se enciende en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con vuestra indolencia haréis que pronto se agrave el mal. Poned en vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora que se promueve esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en la pelea, combate cerca de las naves y ha roto las puertas y el gran cerrojo.

Con tales amonestaciones, el que ciñe la tierra instigó a los aqueos. Rodeaban a ambos Ayantes fuertes falanges que hubieran declarado irreprensibles Ares y Atenea, que enardece a los guerreros, si por ellas se hubiesen entrado. Los tenidos por más valientes aguardaban a los troyanos y al divino Héctor, y las astas y los escudos se tocaban en las cerradas filas: la rodela apoyábase en la rodela, el yelmo en otro yelmo, cada hombre en su vecino, y chocaban los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apiñadas estaban las filas! Cruzábanse las lamas, que blandían audaces manos, y ellos deseaban arremeter a los enemigos y trabar la pelea.

Los troyanos acometieron unidos, siguiendo a Héctor, que deseaba ir en derechura a los aqueos. Como la piedra insolente que cae de una cumbre y lleva consigo la ruina, porque se ha desgajado, cediendo a la fuerza de torrencial avenida causada por la mucha lluvia, y desciende dando tumbos con ruido que repercute en el bosque, corre segura hasta el llano, y allí se detiene, a pesar de su ímpetu, de igual modo Héctor amenazaba con atravesar fácilmente por las tiendas y naves aqueas, matando siempre, y no detenerse hasta el mar; pero encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto después de un violento choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron herirlo con las espadas y lanzas de doble filo, y apartáronle de ellos, de suerte que fue rechazado, y tuvo que retroceder. Y con voz penetrante gritó a los troyanos:

‑¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo peleáis! Persistid en el ataque; pues los aqueos no me resistirán largo tiempo, aunque se hayan formado en columna cerrada; y creo que mi lanza les hará retroceder pronto, si verdaderamente me impulsa el dios más poderoso, el tonante esposo de Hera.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entre los troyanos iba muy ufano Deífobo Priámida, que se adelantaba ligero y se cubría con el liso escudo. Meriones arrojóle una reluciente lanza, y no erró el tiro: acertó a dar en la rodela hecha de pieles de toro, sin conseguir atravesarla, porque aquélla se rompió en la unión del asta con el hierro. Deífobo apartó de sí el escudo de pieles de toro, temiendo la lanza del aguerrido Meriones; y este héroe retrocedió al grupo de sus amigos, muy disgustado, así por la victoria perdida, como por la rotura del arma, y luego se encaminó a las tiendas y naves aqueas para tomar otra lanza grande de las que en su bajel tenía.

Los demás combatían, y una vocería inmensa se dejaba oír. Teucro Telamonio fue el primero que mató a un hombre, al belicoso Imbrio, hijo de Méntor, rico en caballos. Antes de llegar los aqueos, Imbrio moraba en Pedeo con su esposa Medesicasta, hija bastarda de Príamo; mas así que llegaron las corvas naves de los dánaos, volvió a Ilio, descolló entre los troyanos y vivió en el palacio de Príamo, que le honraba como a sus propios hijos. Entonces el hijo de Telamón hirióle debajo de la oreja con la gran lanza, que retiró en seguida; y el guerrero cayó como el fresno nacido en una cumbre que desde lejos se divisa, cuando es cortado por el bronce y vienen al suelo sus tiernas hojas. Así cayó Imbrio, y sus armas, de labrado bronce, resonaron. Teucro acudió corriendo, movido por el deseo de quitarle la armadura; pero Héctor le tiró una reluciente lanza; violo aquél y hurtó el cuerpo, y la broncínea punta se clavó en el pecho de Anfímaco, hijo de Ctéato Actorión, que acababa de entrar en combate. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron. Héctor fue presuroso a quitarle al magnánimo Anfímaco el casco que llevaba adaptado a las sienes; Ayante levantó, a su vez, la reluciente lanza contra Héctor, y si bien no pudo hacerla llegar a su cuerpo, protegido todo por horrendo bronce, diole un bote en medio del escudo, y rechazó al héroe con gran ímpetu; éste dejó los cadáveres, y los aqueos los retiraron. Estiquio y el divino Menesteo, caudillos atenienses, llevaron a Anfímaco al campamento aqueo; y los dos Ayantes, que siempre anhelaban la impetuosa pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como dos leones que, habiendo arrebatado una cabra a unos perros de agudos dientes, la llevan en la boca por los espesos matorrales, en alto, levantada de la tierra, así los belicosos Ayantes, alzando el cuerpo de Imbrio, lo despojaron de las armas; y el Oilíada, irritado por la muerte de Anfímaco, le separó la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la turba, cual si fuese una bola, hasta que cayó en el polvo a los pies de Héctor.

Entonces Poseidón, airado en el corazón porque su nieto había sucumbido en la terrible pelea, se fue hacia las tiendas y naves de los aqueos para reanimar a los dánaos y causar males a los troyanos. Encontróse con él Idomeneo, famoso por su lanza, que volvía de acompañar a un amigo a quien sacaron del combate porque los troyanos le habían herido en la corva con el agudo bronce. Idomeneo, una vez lo hubo confiado a los médicos, se encaminaba a su tienda, con intención de volver a la batalla. Y el poderoso Poseidón, que bate la tierra, díjole, tomando la voz de Toante, hijo de Andremón, que en Pleurón entera y en la excelsa Calidón reinaba sobre los etolios y era honrado por el pueblo cual si fuese un dios:

‑¡Idomeneo, príncipe de los cretenses! ¿Qué se hicieron las amenazas que los aqueos hacían a los troyanos?

Respondió Idomeneo, caudillo de los cretenses:

‑¡Oh Toante! No creo que ahora se pueda culpar a ningún guerrero, porque todos sabemos combatir y nadie está poseído del exánime terror, ni deja por flojedad la funesta batalla; sin duda debe de ser grato al prepotente Cronida que los aqueos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh Toante, puesto que siempre has sido belicoso y sueles animar al que ves remiso, no dejes de pelear y exhorta a los demás varones.

Contestó Poseidón, que bate la tierra:

‑¡Idomeneo! No vuelva desde Troya a su patria y venga a ser juguete de los perros quien en el día de hoy deje voluntariamente de combatir. Ea, toma las armas y ven a mi lado; apresurémonos por si, a pesar de estar solos, podemos hacer algo provechoso. Nace una fuerza de la unión de los hombres, aunque sean débiles; y nosotros somos capaces de luchar con los valientes.

Dichas estas palabras, el dios se entró de nuevo por el combate de los hombres; a Idomeneo, yendo a la bien construida tienda, vistió la magnífica armadura, tomó un par de lanzas y volvió a salir, semejante al encendido relámpago que el Cronión agita en su mano desde el resplandeciente Olimpo para mostrarlo a los hombres como señal, tanto centelleaba el bronce en el pecho de Idomeneo mientras éste corría. Encontróse con él, no muy lejos de la tienda, el valiente escudero Meriones, que iba en busca de una lanza; y el fuerte Diomedes dijo:

‑¡Meriones, hijo de Molo, el de los pies ligeros, mi compañero más querido! ¿Por qué vienes, dejando el combate y la pelea? ¿Acaso estás herido y te agobia puntiaguda flecha? ¿Me traes, quizás, alguna noticia? Pues no deseo quedarme en la tienda, sino pelear.

Respondióle el prudente Meriones:

‑¡Idomeneo, príncipe de los cretenses, de broncíneas corazas! Vengo por una lanza, si la hay en tu tienda; pues la que tenía se ha roto al dar un bote en el escudo del feroz Deífobo.

Contestó Idomeneo, caudillo de los cretenses:

‑Si la deseas, hallarás, en la tienda, apoyadas en el lustroso muro, no una, sino veinte lanzas, que he quitado a los troyanos muertos en la batalla; pues jamás combato a distancia del enemigo. He aquí por qué tengo lanzas, escudos abollonados, cascos y relucientes corazas.

Replicó el prudente Meriones:

También poseo yo en la tienda y en la negra nave muchos despojos de los troyanos, mas no están cerca para tomarlos; que nunca me olvido de mi valor, y en el combate, donde los hombres se hacen ilustres, aparezco siempre entre los delanteros desde que se traba la batalla. Quizá algún otro de los aqueos de broncíneas corazas no habrá fijado su atención en mi persona cuando peleo, pero no dudo que tú me has visto.

Idomeneo, caudillo de los cretenses, díjole entonces:

‑Sé cuán grande es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas? Si los más señalados nos reuniéramos junto a las naves para armar una celada, que es donde mejor se conoce la bravura de los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde del animoso ‑el cobarde se pone demudado, ya de un modo, ya de otro; y, como no sabe tener firme ánimo en el pecho, no permanece tranquilo, sino que dobla las rodillas y se sienta sobre los pies y el corazón le da grandes saltos por el temor de las parcas y los dientes le crujen; y el animoso no se inmuta ni tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que cuanto antes principie el funesto combate‑‑‑, ni allí podrían baldonarse tu valor y la fuerza de tus brazos. Y, si peleando te hirieran de cerca o de lejos, no sería en la nuca o en la espalda, sino en el pecho o en el vientre, mientras fueras hacia adelante con los guerreros más avanzados. Mas, ea, no hablemos de estas cosas, permaneciendo ociosos como unos simples; no sea que alguien nos increpe duramente. Ve a la tienda y toma la fornida lanza.

Así dijo; y Meriones, igual al veloz Ares, entrando en la tienda, cogió en seguida una broncínea lanza y fue en seguimiento de Idomeneo, muy deseoso de volver al combate. Como va a la guerra Ares, funesto a los mortales, acompañado de la Fuga, su hija querida, fuerte a intrépida, que hasta el guerrero valeroso causa espanto; y los dos se arman y saliendo de la Tracia enderezan sus pasos hacia los éfiros y los magnánimos flegis, y no escuchan los ruegos de ambos pueblos, sino que dan la victoria a uno de ellos, de la misma manera, Meriones a Idomeneo, caudillos de hombres, se encaminaban a la batalla, armados de luciente bronce. Y Meriones fue el primero que habló, diciendo:

‑¡Deucálida! ¿Por dónde quieres que penetremos en la turba: por la derecha del ejército, por en medio o por la izquierda? Pues no creo que los melenudos aqueos dejen de pelear en parte alguna.

Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:

‑Hay en el centro quienes defiendan las naves: los dos Ayantes y Teucro, el más diestro arquero aqueo y esforzado también en el combate a pie firme; ellos se bastan para rechazar a Héctor Priámida por fuerte que sea y por incitado que esté a la batalla. Difícil será, aunque tenga muchos deseos de pelear, que, triunfando del valor y de las manos invictas de aquéllos, llegue a incendiar los bajeles; a no ser que el mismo Cronión arroje una tea encendida en las ligeras naves. El gran Ayante Telamonio no cedería a ningún hombre mortal que coma el fruto de Deméter y pueda ser herido con el bronce o con grandes piedras; ni siquiera se retiraría a vista de Aquiles, que rompe las filas de los guerreros, en un combate a pie firme; pues en la carrera Aquiles no tiene rival. Vamos, pues, a la izquierda del ejército, para ver si presto daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros.

Así dijo; y Meriones, igual al veloz Ares, echó a andar hasta que llegaron al ejército por donde Idomeneo le aconsejaba.

Cuando los troyanos vieron a Idomeneo, que por su impetuosidad parecía una llama, y a su escudero, ambos revestidos de labradas armas, animáronse unos a otros por entre la turba y arremetieron todos contra aquél. Y se trabó una refriega, sostenida con igual tesón por ambas partes, junto a las popas de las naves. Como aparecen de repente las tempestades, suscitadas por los sonoros vientos un día en que los caminos están llenos de polvo y se levanta una gran nube del mismo, así entonces unos y otros vinieron a las manos, deseando en su corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por entre la turba. La batalla, destructora de hombres, se presentaba horrible con las largas picas que desgarran la carne y que los guerreros manejaban; cegaba los ojos el resplandor del bronce de los lucientes cascos, de las corazas recientemente bruñidas y de los escudos refulgentes de cuantos iban a encontrarse; y hubiera tenido corazón muy audaz quien al contemplar aquella acción se hubiese alegrado en vez de afligirse.

Los dos hijos poderosos de Crono, disintiendo en el modo de pensar, preparaban deplorables males a los héroes. Zeus quería que triunfaran Héctor y los troyanos para glorificar a Aquiles, el de los pies ligeros; mas no por eso deseaba que el ejército aqueo pereciera totalmente delante de Ilio, pues sólo intentaba honrar a Tetis y a su hijo, de ánimo esforzado. Poseidón había salido ocultamente del espumoso mar, recorría las filas y animaba a los argivos, porque le afligía que fueran vencidos por los troyanos, y se indignaba mucho contra Zeus. Igual era el origen de ambas deidades y una misma su prosapia, pero Zeus había nacido primero y sabía más, por esto Poseidón evitaba el socorrer abiertamente a aquéllos, y, transfigurado en hombre, discurría, sin darse a conocer, por el ejército y le amonestaba. Y los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de otros la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían sobre ellos una cadena inquebrantable a indisoluble que a muchos les quebró las rodillas.

Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó a los dánaos, arremetió contra los troyanos, llenándoles de pavor, y mató a Otrioneo. Éste había acudido de Cabeso a Ilio cuando tuvo noticia de la guerra y pedido en matrimonio a Casandra, la más hermosa de las hijas de Príamo, sin obligación de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que echaría de Troya a los aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe combatía, confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió mientras se adelantaba con arrogante paso, la coraza de bronce que llevaba no resistió, clavóse aquélla en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, a Idomeneo dijo con jactancia:

‑¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo que ofreciste a Príamo Dardánida cuando te prometió a su hija. También nosotros te haremos promesas con intención de cumplirlas: traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida y te la daremos por mujer, si junto con los nuestros destruyes la populosa ciudad de Ilio. Pero sígueme, y en las naves surcadoras del ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento; que no somos malos suegros.

Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba por el campo de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarlo, presentándose como peón delante de su carro, cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos hombros del guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón herir a Idomeneo, pero anticipósele éste y le hundió la pica en la garganta, debajo de la barba, hasta que el bronce salió al otro lado. Cayó el troyano como en el monte la encina, el álamo o el elevado pino que unos artífices cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni siquiera se atrevió a torcer la rienda a los caballos para escapar de las manos de los enemigos. Y el belicoso Antíloco se llegó a él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea coraza no pudo evitar que se la clavase en el vientre. El auriga, jadeante, cayó del bien construido carro; y Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre los troyanos y se los llevó hacia los aqueos, de hermosas grebas.

Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho a Idomeneo y le arrojó la reluciente lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encongiéndose debajo de su liso escudo, que estaba formado por boyunas pieles y una lámina de bruñido bronce con dos abrazaderas, la broncínea lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó roncamente, y no fue lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fue a clavarse en el hígado, debajo del diafragma, de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres, haciéndole doblar las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes voces:

‑Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figúrome que, al descender a la morada de sólidas puertas del terrible Hades, se holgará su espíritu de que le haya procurado un compañero.

Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del belicoso Antíloco; pero éste, aunque afligido, no abandonó a su compañero, sino que corriendo se puso cerca de él y le cubrió con el escudo. E introduciéndose por debajo dos amigos fieles, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor, llevaron a Hipsenor, que daba hondos suspiros, hacia las cóncavas naves.

Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre o sumir a algún troyano en tenebrosa noche, o caer él mismo con estrépito, librando de la ruina a los aqueos. Poseidón dejó que sucumbiera a manos de Idomeneo, el hijo querido de Esietes, alumno de Zeus, el héroe Alcátoo (era yerno de Anquises y tenía por esposa a Hipodamía, la hija primogénita, a quien el padre y la veneranda madre amaban cordialmente en el palacio porque sobresalía en hermosura, destreza y talento entre todas las de su edad, y a causa de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta Troya): el dios ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no pudo huir ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envainó la lanza en medio del pecho, mientras estaba inmóvil como una columna o un árbol de alta copa, y le rompió la coraza que siempre le había salvado de la muerte, y entonces produjo un sonido ronco al quebrarse por el golpe de la lanza. El guerrero cayó con estrépito; y, como la lanza se había clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma impetuosa perdió su fuerza. E Idomeneo con gran jactancia y a voz en grito exclamó:

‑¡Deífobo! Ya que tanto te glorías, ¿no te parece que es una buena compensación haber muerto a tres, por uno que perdimos? Ven, hombre admirable, ponte delante y verás quién es este descendiente de Zeus que aquí ha venido; porque Zeus engendró a Minos, protector de Creta, Minos fue padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo, que reino sobre muchos hombres en la vasta Creta y vine en las naves para ser una plaga para ti, para to padre y para los demás troyanos.

Así dijo; y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le juntara alguno de los magnánimos troyanos o atacar él solo a Idomeneo. Parecióle lo mejor ir en busca de Eneas, y le halló entre los últimos; pues siempre estaba irritado con el divino Príamo, que no le honraba como por su bravura merecía. Y deteniéndose a su lado, le dijo estas aladas palabras:

‑¡Eneas, príncipe de los troyanos! Es preciso que defiendas a tu cuñado, si por él sientes algún interés. Sígueme y vayamos a combatir por tu cuñado Alcátoo, que te crió cuando eras niño y ha muerto a manos de Idomeneo, famoso por su lanza.

Así dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el corazón, y se fue hacia Idomeneo con grandes deseos de pelear. Éste no se dejó vencer del temor, cual si fuera un niño, sino que lo aguardó como el jabalí que, confiando en su fuerza, espera en un paraje desierto del monte el gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo erizadas y los ojos brillantes como ascuas aguza los dientes y se dispone a rechazar la acometida de perros y cazadores, de igual manera Idomeneo, famoso por su lanza, aguardaba sin arredrarse a Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro; pero llamaba a sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y los exhortaba con estas aladas palabras:

‑Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho a Eneas, ligero de pies, que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres en el combate, y se halla en la flor de la juventud, cuando mayor es la fuerza. Si con el ánimo que tengo, fuésemos de la misma edad, pronto o alcanzaría él una gran victoria sobre mí, o yo la alcanzara sobre él.

Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en los hombros se pusieron al lado de Idomeneo. También Eneas exhortaba a sus amigos, echando la vista a Deífobo, Paris y el divino Agenor, que eran asimismo capitanes de los troyanos. Inmediatamente marcharon las tropas detrás de los jefes, como las ovejas siguen al carnero cuando después del pasto van a beber, y el pastor se regocija en el alma; así se alegró el corazón de Eneas en el pecho, al ver el grupo de hombres que tras él seguía.

Pronto trabaron alrededor del cadáver de Alcátoo un combate cuerpo a cuerpo, blandiendo grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse botes de lanza los unos a los otros. Dos hombres belicosos y señalados entre todos, Eneas a Idomeneo, iguales a Ares, deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce. Eneas arrojó el primero la lanza a Idomeneo; pero, como éste la viera venir, evitó el golpe: la broncínea punta clavóse en tierra, vibrando, y el arma fue echada en balde por el robusto brazo. Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enómao y el bronce rompió la concavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Acto continuo, Idomeneo arrancó del cadáver la ingente lanza, pero no le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por los tiros. Como ya no tenía seguridad en sus pies para recobrar la lanza que había arrojado, ni para librarse de la que le arrojasen, evitaba la cruel muerte combatiendo a pie firme; y, no pudiendo tampoco huir con ligereza, retrocedía paso a paso. Deífobo, que constantemente le odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió a Ascálafo, hijo de Enialio; la impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió el suelo con las manos. Y el ruidoso y robusto Ares no se enteró de que su hijo hubiese sucumbido en el duro combate porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo, debajo de áureas nubes, con otros dioses inmortales por la voluntad de Zeus, el cual no permitía que intervinieran en la batalla.

La pelea cuerpo a cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo, a quien Deífobo logró quitar el reluciente casco, pero Meriones, igual al veloz Ares, dio a Deífobo una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco con agujeros a guisa de ojos, que cayó al suelo produciendo ronco sonido. Meriones, abalanzándose a Deífobo con la celeridad del buitre, arrancóle la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y retrocedió hasta el grupo de sus amigos. A Deífobo sacóle del horrísono combate su hermano carnal Polites: abrazándole por la cintura, lo condujo adonde tenía los rápidos corceles con el labrado carro, que estaban algo distantes de la lucha y del combate, gobernados por un auriga. Ellos llevaron a la ciudad al héroe, que se sentía agotado, daba hondos suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa de recibir.

Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo a Afareo Caletórida, que contra él venía, hirióle en la garganta con la aguda lanza: la cabeza se inclinó a un lado, arrastrando el casco y el escudo, y la muerte destructora rodeó al guerrero. Antíloco, como advirtiera que Toón volvía pie atrás, arremetió contra él y le hirió: cortóle la vena que, corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el troyano cayó de espaldas en el polvo y tendía los brazos a los compañeros queridos. Acudió Antíloco y le quitó de los hombros la armadura, mirando a todos lados, mientras los troyanos iban cercándole ya por éste, ya por aquel lado, a intentaban herirle; mas el ancho y labrado escudo paró los golpes, y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe con el cruel bronce, porque Posidón, que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra los muchos tiros. Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en medio de ellos; su lanza, lamas ociosa, siempre vibrante, se volvía a todas partes, y él pensaba en su mente si la arrojaría a alguien, o acometería de cerca.

No se le ocultó a Adamante Asíada lo que Antíloco meditaba en medio de la turba; y, acercándosele, le dio con el agudo bronce un bote en medio del escudo; pero Poseidón, el de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la vida a Antíloco, a hizo vano el golpe rompiendo la lanza en dos partes, una de las cuales quedó clavada en el escudo, como estaca consumida por el fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la lanza, que penetró por entre el ombligo y las partes verendas, donde son muy peligrosas las heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió la lanza, y Adamante, cayendo encima de ella, se agitaba como un buey a quien los pastores han atado en el monte con recias cuerdas y llevan contra su voluntad; así aquél, al sentirse herido, se agitó algún tiempo, que no fue de larga duración porque Meriones se le acercó, arrancóle la lanza del cuerpo y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.

Héleno dio a Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia, y le rompió el casco. Éste, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fue a parar a los pies de un guerrero aqueo que lo alzó de tierra. A Deípiro tenebrosa noche le cubrió los ojos.

Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate; y, blandiendo la aguda lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe Héleno, quien, a su vez, armó el arco. Ambos fueron a encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir a su enemigo con una flecha arrojada por el arco. El Priámida dio con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad; pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso del aventador, de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del glorioso Menelao, voló a lo lejos. Por su parte Menelao Atrida, valiente en la pelea, hirió a Héleno en la mano en que llevaba el pulimentado arco: la broncínea lanza atravesó la palma y penetró en el arco. Héleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la arrancó y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida, que les facilitó el escudero del pastor de hombres.

Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al fin de su vida, empujándole para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la terrible pelea. Así que entrambos se hallaron frente a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el golpe porque la lanza se le desvió; Pisandro dio un bote en el escudo del glorioso Menelao, pero no pudo atravesar el bronce: resistió el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél se regocijaba en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida desnudó la espada guarnecida de argénteos clavos y asaltó a Pisandro, quien, cubriéndose con el escudo, aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un largo y liso mango de madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro dio un golpe a Menelao en la cimera del yelmo, adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao hundió su espada en la frente del troyano, encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados, cayeron en el polvo, a los pies del guerrero, que se encorvó y vino a tierra. El Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y, blasonando del triunfo, dijo:

‑¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh troyanos soberbios a insaciables de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido una vergonzosa afrenta, infames perros, sin que vuestro corazón temiera la ira terrible del tonante Zeus hospitalario, que algún día destruirá vuestra ciudad excelsa. Os llevasteis, además de muchas riquezas, a mi legítima esposa, que os había recibido amigablemente; y ahora deseáis arrojar el destructor fuego en las naves surcadoras del ponto, y dar muerte a los héroes aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan enardecidos os mostréis. ¡Padre Zeus! Dicen que superas en inteligencia a los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces a los troyanos, a esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que nunca se pueden hartar de la guerra a todos tan funesta? De todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea; pero los troyanos no se cansan de combatir.

En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada armadura; y, entregándola a sus amigos, volvió a pelear entre los combatientes delanteros.

Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que fue a Troya con su padre a combatir y no había de volver a la patria tierra: el troyano dio un bote de lanza en medio del escudo del Atrida, pero no pudo atravesar el bronce y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte, mirando a todos lados, no fuera alguien a herirlo con el bronce. Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea saeta se hundió en la nalga derecha del troyano, atravesó la vejiga por debajo del hueso y salió al otro lado. Y Harpalión, cayendo allí en brazos de sus amigos, dio el alma y quedó tendido en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra sangre que mojaba la tierra. Pusiéronse a su alrededor los magnánimos paflagones, y, colocando el cadáver en un carro, lleváronlo, afligidos, a la sagrada Ilio; el padre iba con ellos derramando lágrimas, y ninguna venganza pudo tomar de aquella muerte.

Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era su huésped en la populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un cierto Euquenor, rico y valiente, que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para Troya, no obstante saber la funesta suerte que allí le aguardaba. El buen anciano Poliido habíale dicho repetidas veces que moriría en penosa dolencia en el palacio o sucumbiría a manos de los troyanos en las naves aqueas, y él, queriendo evitar los baldones de los aqueos y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió ir a Ilio. A éste, pues, Paris le clavó la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió.

Así combatían con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro a Zeus, aún no se había enterado, a ignoraba por entero que sus tropas fuesen destruidas por los argivos a la izquierda de las naves. Pronto la victoria hubiera sido de los aqueos. ¡De tal suerte Poseidón, que ciñe y sacude la tierra, los alentaba y hasta los ayudaba con sus propias fuerzas! Estaba Héctor en el mismo lugar adonde había llegado después que pasó las puertas y el muro y rompió las cerradas filas de los escudados dánaos. Allí, en la playa del espumoso mar, habían sido colocadas las naves de Ayante y Protesilao; y se había levantado para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados en aquel paraje eran muy valientes en la guerra.

Los beocios, los jonios, de rozagante vestidura, los locrios, los ptiotas y los ilustres epeos detenían al divino Héctor, que, semejante a una llama, porfiaba en su empeño de ir hacia las naves; pero no conseguían que se apartase de ellos. Los atenienses habían sido designados para las primeras filas y los mandaba Menesteo, hijo de Péteo, a quien seguían Fidante, Estiquio y el valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges Filida, Anfión y Dracio. Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belicoso Podarces: aquél era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y vivía en Fílace, lejos de su patria, por haber dado muerte a un hermano de Eriópide, su madrastra y mujer de Oileo; y el otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos se habían armado y puesto al frente de los magnánimos ptiotas, y combatían en unión con los beocios para defender las naves.

El ágil Ayante de Oileo no se apartaba un instante de Ayante Telamonio: como en tierra noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido arado, abundante sudor brota en torno de sus cuernos, y sólo los separa el pulimentado yugo mientras andan por los surcos para abrir el hondo seno de la tierra, así, tan cercanos el uno del otro, estaban los Ayantes. Al Telamonio seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su escudo cuando la fatiga y el sudor llegaban a las rodillas del héroe. Mas al Oilíada, de corazón valiente, no le acompañaban los locrios, porque no podían sostener una lucha a pie firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo, ni tenían rodelas ni lanzas de fresno; habían ido a Ilio, confiando en sus arcos y en sus hondas de retorcida lana de oveja, y disparando a menudo destrozaban las falanges teucras. Aquéllos peleaban al frente con Héctor y los suyos; éstos, ocultos detrás, disparaban; y los troyanos apenas pensaban en combatir, porque las flechas los ponían en desorden.

Entonces los troyanos hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves y tiendas a la ventosa Ilio, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz Héctor para decirle:

‑¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios te ha dado esa superioridad en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas a los demás en prudencia? No es posible que tú solo lo reúnas todo. La divinidad a uno le concede que sobresalga en las acciones bélicas, a otro en la danza, al de más allá en la cítara y el canto, y el largovidente Zeus pone en el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha a gran número de hombres, salva las ciudades y lo aprecia particularmente quien lo posee. Pero voy a decir lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por todas partes; pero de los magnánimos troyanos que pasaron la muralla, unos se han retirado con sus armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con mayor número de hombres. Retrocede y llama a los más valientes caudillos para deliberar si nos conviene arrojarnos a las naves, de muchos bancos, por si un dios nos da la victoria, o alejarnos de ellas antes que seamos heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las naves hay un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de combatir.

Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, que saltó en seguida del carro a tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas palabras:

‑¡Polidamante! Reúne tú a los más valientes caudillos, mientras voy a la otra parte de la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las convenientes órdenes.

Dijo; y, semejante a un monte cubierto de nieve, partió volando y profiriendo gritos por entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos se encaminaron hacia el bravo Polidamante Pantoida así que oyeron las palabras de Héctor. Éste buscaba en los combatientes delanteros a Deífobo, al robusto rey Héleno, a Adamante Asíada, y a Asio, hijo de Hírtaco; pero no los halló ilesos ni a todos salvados de la muerte: los unos yacían, muertos por los argivos, junto a las naves aqueas; y los demás, heridos, quién de cerca, quién de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se encontró, en la izquierda de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear; y, deteniéndose a su lado, díjole estas injuriosas palabras:

‑¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! ¿Dónde están Deífobo, el robusto rey Héleno, Adamante Asíada y Asio, hijo de Hírtaco? ¿Qué es de Otrioneo? Hoy la excelsa Ilio se arruina desde la cumbre; hoy te aguarda a ti horrible muerte.

Respondióle a su vez el deiforme Alejandro:

‑¡Héctor! Ya que tienes intención de culparme sin motivo, quizás otras veces fui más remiso en la batalla, aunque no del todo pusilánime me dio a luz mi madre. Desde que al frente de los compañeros promoviste el combate junto a las naves, peleamos sin cesar contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos Deífobo y el robusto rey Héleno; los cuales, heridos en el brazo por ingentes lanzas, se fueron, y el Cronión les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón y el ánimo te ordenen; nosotros te seguiremos presurosos, y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras fuerzas. Más allá de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté.

Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron al sitio donde era más ardiente el combate y la pelea; allí estaban Cebríones, el eximio Polidamante, Falces, Orteo, Polifetes, igual a un dios, Palmis, Ascanio y Mores, hijos los dos últimos de Hipotión; todos los cuales habían llegado el día anterior de la fértil Ascania para reemplazar a otros, y entonces Zeus les impulsó a combatir. A la manera que un torbellino de vientos impetuosos desciende a la llanura, acompañado del trueno del padre Zeus, y al caer en el mar con ruido inmenso levanta grandes y espumosas olas que se van sucediendo, así los troyanos seguían en filas cerradas a los caudillos, y el bronce de sus armas relucía. Iba a su frente Héctor Priámida, cual si fuese Ares, funesto a los mortales: llevaba por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y una gruesa lámina de bronce, y el refulgence casco temblaba en sus sienes. Movíase Héctor, defendiéndose con la rodela, y probaba por codas partes si las falanges cedían, pero no logró turbar el ánimo en el pecho de los aqueos. Entonces Ayante adelantóse con ligero paso y provocóle con estas palabras:

‑¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este modo a los argivos? No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos sucumben debajo del cruel azote de Zeus. Tú esperas destruir las naves, pero nosotros tenemos los brazos prontos para defenderlas; y mucho antes que lo consigas, vuestra populosa ciudad será tomada y destruida por nuestras manos. Yo te aseguro que está cerca el momento en que tú mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Zeus y a los demás inmortales que tus corceles de hermosas crines sean más veloces que los gavilanes; y los caballos te llevarán a la ciudad, levantando gran polvareda en la llanura.

Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de alto vuelo; y los aqueos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido Héctor respondió:

‑¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste? Así fuera yo para siempre hijo de Zeus, que lleva la égida, y me hubiese dado a luz la venerable Hera y gozara de los mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú también serás muerto entre ellos si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te desgarrará el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto a las naves aqueas, saciarás a los perros de los troyanos y a las aves con tu grasa y tus carnes.

En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío inmenso; y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían por su parte gran alboroto y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes troyanos. Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y a la morada resplandeciente de Zeus.

CANTO XIV
Engaño de Zeus

Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el sueño, y Poseidón se pone al frente de los aqueos. Ayante pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retroceder más allá del muro y del foso del campamento aqueo.

Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al Asclepíada, pronunció estas aladas palabras:

‑¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada vez mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que ocurre.

Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo Trasimedes, domador de caballos, había dejado allí por haberse llevado el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los feroces troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso empieza a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos, pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el anciano hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles corceles, o enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se mataban unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo.

Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos con el bronce ‑el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón‑, y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y además el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les sobresaltó el corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:

‑¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su arenga a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y matar a los aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto a las naves.

Respondió Néstor, caballero gerenio:

‑Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar to que ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo a incesante combate. No conocerías, por más que lo miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con alguna traza provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que peleen los que están heridos.

Díjole el rey de hombres, Agamenón:

‑¡Néstor! Puesto que ya los troyanos combaten junto a las popas de las naves y de ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para las naves y para ellos mismos; sin duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos, mas al presente da gloria a los troyanos, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, procedamos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que venga la noche inmortal, y, si entonces los troyanos se abstienen de combatir, podremos echar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.

El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó:

‑¡Atrida! ¿Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¡Hombre funesto! Debieras estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes Zeus concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la vejez, hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas calles, después que hemos padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los aqueos esas palabras, las cuales no saldrían de la boca de ningún varón que supiera hablar con espíritu prudente, llevara cetro y fuera obedecido por tantos hombres cuanto son los argivos sobre quienes imperas. Repruebo del todo la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas que echemos al mar las naves de muchos bancos durante el combate y la pelea, para que más presto se cumplan los deseos de los troyanos, ya al presente vencedores, y nuestra perdición sea inminente. Porque los aqueos no sostendrán el combate si las naves son echadas al mar; sino que, volviendo los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu consejo, príncipe de hombres, habrá sido dañoso.

Contestó el rey de hombres, Agamenón:

‑¡Ulises! Tu dura reprensión me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los aqueos arrastraran al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que alguien, joven o viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con gusto.

Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea:

‑Cerca tenéis a tal hombre ‑no habremos de buscarle mucho‑, si os halláis dispuestos a obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mí, recordando que soy más joven que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo, cuyo cuerpo está enterrado en Teba. Engendró Porteo tres hijos ilustres que habitaron en Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno, que era el más valiente. Eneo quedóse en su país; pero mi padre, después de vagar algún tiempo, se estableció en Argos, porque así to quisieron Zeus y los demás dioses, casó con una hija de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales, no pocas plantaciones de árboles en los alrededores y copiosos rebaños, y aventajaba a todos los aqueos en el manejo de la lanza. Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que son. No sea que, figurándoos quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil, despreciéis lo bueno que os diga. Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir herida sobre herida; animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo a su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean.

Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey de hombres, Agamenón, iba delante.

El ilustre Poseidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y, transfigurándose en un viejo, se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamenón Atrida y le dijo estas aladas palabras:

‑¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está totalmente falto de juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los bienaventurados dioses no se hallan irritados del todo contigo, y los caudillos y príncipes de los troyanos serán puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo los verás huir desde las tiendas y naves a la ciudad.

Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura. Cual es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la contienda de Ares, tan pujante fue la voz que el soberano Poseidón, que bate la tierra, arrojó de su pecho. Y el dios infundió valor en el corazón de todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.

Hera, la de áureo trono, miró con sus ojos desde la cima del Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, que se movía en la batalla donde se hacen ilustres los hombres, y se regocijó en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en manantiales, y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de ojos de novilla, pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. A fin parecióle que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar dulce y placentero sueño sobre los párpados y el prudente espíritu del dios. Sin perder un instante, fuese a la habitación labrada por su hijo Hefesto ‑la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir‑, entró, y, habiendo entornado la puerta, lavóse con ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso que, al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse en seguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le había labrado, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol, y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia, y, llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos términos:

‑¿Querrás complacerme, hija querida, en lo que yo te diga, o te negarás, irritada en tu ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los troyanos?

Respondióle Afrodita, hija de Zeus:

‑¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Di qué quieres; mi corazón me impulsa a efectuarlo, si puedo hacerlo y ello es factible.

Contestóle dolosamente la venerable Hera:

‑Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los mortales hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio, cuando el largovidente Zeus puso a Crono debajo de la tierra y del mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograra que reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y venerable.

Respondió de nuevo la risueña Afrodita:

‑No es posible ni sería conveniente negarte lo que Aides, pues duermes en los brazos del poderosísimo Zeus.

Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos los encantos: hallábanse aí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las manos de Hera, y pronunció estas palabras:

‑Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado lo que tu corazón desea.

Así dijo. Sonrióse Hera veneranda, la de ojos de novilla; y, sonriente aún, escondió el ceñidor en el seno.

Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada y Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y, pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se encontró con el Sueño, hermano de la Muerte, y, asiéndole de la diestra, le dijo estas palabras:

‑¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece los brillantes ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por el amor, se acueste conmigo. Te daré como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo Hefesto, el cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los festines.

Respondióle el dulce Sueño:

‑¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente adormecería a cualquier otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual son oriundos todos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión, si él no lo manda. Me hizo cuerdo tu mandato el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarcó en Ilio, después de destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome suave en torno suyo; y tú, que intentabas causar daño a Heracles, conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los dioses en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese salvado; lleguéme a ella huyendo, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa peligrosísima.

Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

‑Oh Sueño, ¿por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el largovidente Zeus favorecerá tanto a los troyanos, como en la época en que se irritó protegía a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Gracias [Pasitea, de la cual estás deseoso todos los días].

Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo:

‑Ea, jura por el agua inviolable de la Éstige, tocando con una mano la fértil tierra y con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la tierra que están con Crono, que me darás la más joven de las Gracias, Pasitea, de la cual estoy deseoso todos los días.

Así dijo. No desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le pedía, nombrando a todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes. Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejaron atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros, y siguiendo con rapidez el camino llegaron a Lecto, en el Ida, abundante en manantiales y criador de fieras; allí pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer debajo de sus pies la cima de los árboles de la selva. Detúvose el Sueño antes que los ojos de Zeus pudieran verlo, y, encaramándose en un abeto altísimo que había nacido en el Ida y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz ave canora llamada por los dioses calcis y por los hombres cymindis.

Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que, cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo:

‑¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los caballos y el carro que podrían conducirte?

‑ Respondióle dolosamente la venerable Hera:

‑ Voy a los confines de la fértil tierra, a ver a Océano, origen de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en manantiales, los corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo a participártelo; no fuera que lo irritaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del Océano, de profunda corriente.

Contestó Zeus, que amontona las nubes:

‑¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora: nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pintoo consejero igual a los dioses; ni a Dánae Acrisiona, la de bellos talones, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis igual a un dios; ni a Sémele, ni a Alcmena en Teba, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, y de Sémele a Dioniso, alegría de los mortales; ni a Deméter, la soberana de hermosas trenzas; ni a la gloriosa Leto; ni a ti misma: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.

‑ Replicóle dolosamente la venerable Hera:

‑¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los sempiternos dioses nos viese dormidos y lo manifestara a todas las deidades? Yo no volvería a tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas, si lo deseas y a tu corazón le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró, cerrando la puerta con sólidas tablas que encajan en el marco. Vamos a acostarnos allí, ya que el lecho apeteces.

Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

‑¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.

Dijo, y el hijo de Crono estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío.

Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia las naves aqueas para llevar la noticia al que ciñe y bate la tierra; y, deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:

‑¡Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.

Dicho esto, fuese hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Poseidón, más incitado que antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó diciendo:

‑¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de ello se jacta, porque Aquiles permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.

Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes ‑el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón‑, sin embargo de estar heridos, los pusieron en orden de batalla, y, recorriendo las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente bronce, se pusieron en marcha: precedíales Poseidón, que sacude la tierra, llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un relámpago; y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el temor se lo impedía a todos.

Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los troyanos. Y Poseidón, el de cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los troyanos y aquél a los argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El mar, agitado, llegó hasta las tiendas y naves de los argivos, y los combatientes se embistieron con gran alboroto. No braman tanto las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra; ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge; cuánto fue el griterío de troyanos y aqueos en el momento en que, vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos.

El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza a Ayante, que contra él arremetía, y no le erró; pero acertó a darle en el sitio en que se cruzaban sobre el pecho la correa del escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos, y ambos protegieron el delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había sido arrojada inútilmente por su mano, y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayante Telamonio, al ver que Héctor se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían para calzar las naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le hirió en el pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra, lanzada con ímpetu, giraba como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el. rayo del padre Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre, y el que se halla cerca desfallece, pues el rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el robusto Héctor dio consigo en el suelo y cayó en el polvo: la pica se le fue de la mano, quedaron encima de él escudo y casco, y la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aqueos corrieron hacia Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas, aunque arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de cerca ni de lejos, porque fue rodeado por los más valientes troyanos ‑Polidamante, Eneas, el divino Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el eximio Glauco‑, y los otros tampoco le abandonaron, pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor lo levantaron en brazos, sacáronlo del combate, condujéronle adonde tenía los ágiles corceles con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daba profundos suspiros.

Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, bajaron a Héctor del carro y le rociaron el rostro con agua: el héroe cobró los perdidos espíritus, miró a lo alto, y, poniéndose de rodillas, tuvo un vómito de negra sangre; luego cayó de espaldas, y la noche obscura cubrió sus ojos, porque aún tenía débil el ánimo a consecuencia del golpe recibido.

Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron con más ímpetu a los troyanos, y sólo pensaron en combatir. Entonces el veloz Ayante de Oileo fue el primero que, acometiendo con la puntiaguda lanza, hirió a Satnio Enópida, a quien una náyade había tenido de Énope, mientras éste apacentaba rebaños a orillas del Satnioente; Ayante Oilíada, famoso por su lanza, llegóse a él, le hirió en el ijar y le tumbó de espaldas; y, en torno del cadáver, troyanos y dánaos trabaron un duro combate. Fue a vengarle Polidamante Pantoida, hábil en blandir la lanza; e hirió en el hombro derecho a Protoenor, hijo de Areílico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero, cayendo en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó con gran jactancia y a voz en grito:

‑No creo que el brazo robusto del valeroso Pantoida haya despedido la lanza en vano; algún argivo la recibió en su cuerpo, y me figuro que le servirá de báculo para apoyarse en ella y descender a la morada de Hades.

Así dijo. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Ayante Telamoníada, a cuyo lado cayó Protoenor. En el acto arrojó Ayante una reluciente lanza a Polidamante, que se retiraba; éste dio un salto oblicuo y evitóla, librándose de la negra muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de Anténor, a quien los dioses habían destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la cabeza con el cuello, en la extremidad de la vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó el guerrero, y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y las rodillas. Y Ayante, vociferando, al eximio Polidamante le decía:

‑Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente: ¿La muerte de ese hombre no compensa la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacido, sino hermano o hijo de Anténor, domador de caballos, pues tiene el mismo aire de familia.

Así dijo, porque le conocía bien; y a los troyanos se les llenó el corazón de pesar. Entonces Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano para protegerlo, envasó la lanza a Prómaco, el beocio, cuando éste cogía por los pies al muerto a intentaba llevárselo. Y en seguida jactóse Acamante grandemente, dando recias voces:

‑¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de proferir amenazas! El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros, y algún día recibiréis la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido por mi lanza, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda vengarle.

Así dijo. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el corazón del aguerrido Penéleo, que arremetió contra Acamante; el cual no aguardó la acometida del rey Penéleo. Éste hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante ‑hombre rico en ovejas y amado sobre todos los troyanos por Hermes, que le dio muchos bienes‑ su esposa le había parido: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Penéleo, desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el casco; y, como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó la cabeza cual si fuese una flor de adormidera, la mostró a los troyanos y, blasonando del triunfo, dijo:

‑¡Teucros! Decid en mi nombre a los padres del ilustre Ilioneo que le lloren en su palacio; ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá con alegre rostro a su marido cuando, embarcándonos, nos vayamos de Troya los aqueos.

Así habló. A todos les temblaban las carnes de miedo, y cada cual buscaba adónde huir para librarse de una muerte espantosa.

Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer aqueo que alzó del suelo cruentos despojos, cuando el ilustre Poseidón, que bate la tierra, inclinó el combate en favor de los aqueos.

Ayante Telamonio, el primero, hirió a Hirtio Girtíada; Antíloco hizo perecer a Falces y a Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones mató a Moris a Hipotión; Teucro quitó la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió en el ijar a Hiperenor, pastor de hombres: el bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa por la herida, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. Y el veloz Ayante, hijo de Oileo, mató a muchos; porque nadie le igualaba en perseguir a los guerreros aterrorizados, cuando Zeus los ponía en fuga.

CANTO XV
Nueva ofensiva desde las naves

Zeus se despierta, y Apolo lleva a los troyanos a las posiciones de antes de la intervención de Poseidón: dentro del campamento aqueo. Guiados por Zeus atacan las naves aqueas y les ponen en fuga.

Cuando los troyanos hubieron atravesado en su huida el foso y la estacada, muriendo muchos a manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles a hicieron alto amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la cumbre del Ida, al lado de Hera, la de áureo trono. Levantóse y vio a los troyanos perseguidos por los aqueos, que los ponían en desorden, y, entre éstos, al soberano Poseidón. Vio también a Héctor tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, vomitando sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él, miró con torva y terrible faz a Hera, y así le dijo:

‑Tu engaño, Hera maléfica a incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y que sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas a inquebrantables esposas? Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte ‑si entonces llego a coger a alguno, le arrojo de estos umbrales y llega a la tierra casi sin vida‑ y yo no lograba echar del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Heracles, a quien tú, promoviendo una tempestad con el auxilio del viento Bóreas, arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego a la populosa Cos; allí le libré de los peligros y le conduje nuevamente a Argos, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te lo recuerdo para que pongas fin a tus engaños y sepas si te será provechoso haber venido de la mansión de los dioses a burlarme con los goces del amor.

Así dijo. Estremecióse Hera veneranda, la de ojos de novilla, y hablándole pronunció estas aladas palabras:

‑Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Éstige, de subterránea corriente ‑que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses‑, y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi consejo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los troyanos y a Héctor y auxilia a los otros; quizás su mismo ánimo le incita a impele, y ha debido compadecerse de los aqueos al ver que son derrotados junto a las naves. Mas yo aconsejaa a Poseidón que fuera por donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.

Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y le respondió con estas aladas palabras:

‑Si tú, Hera veneranda, la de ojos de novilla, cuando te sientas entre los inmortales estuvieras de acuerdo conmigo, Poseidón, aunque otra cosa mucho deseara, acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero, si en este momento hablas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses y manda venir a Iris y a Apolo, famoso por su arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce, diga al soberano Poseidón que cese de combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo incite a Héctor a la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, a fin de que rechace nuevamente a los aqueos, los cuales llegarán en cobarde fuga a las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará a la lid a su compañero Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilio, después de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al divino Sarpedón, mi hijo. Irritado por la muerte de Patroclo, el divino Aquiles matará a Héctor. Desde aquel instante haré que los troyanos sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilio. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún inmortal socorra a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí, asintiendo con la cabeza, el día en que la diosa Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que honrase a Aquiles, asolador de ciudades.

Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente, y pasó de los montes ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que, habiendo viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice «estuve aquí o allí» y revuelve en la mente muchas cosas, tan rápida y presurosa volaba la venerable Hera, y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban reunidos en el palacio de Zeus, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y Hera, rehusando las demás, aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fue la primera que corrió a su encuentro, y hablándole le dijo estas aladas palabras:

‑¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu esposo, el hijo de Crono.

Respondióle Hera, la diosa de los níveos brazos:

‑No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás inmortales qué desgracias anuncia Zeus; figúrome que nadie, sea hombre o dios, se regocijará en el alma por más alegre que esté en el banquete.

Dichas estas palabras, sentóse la venerable Hera. Afligiéronse los dioses en la morada de Zeus. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la frente, sobre las negras cejas. E indignada, exclamó:

‑¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos acercarnos a él y contenerlo con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado aparte, ni de nosotros hace caso, ni se le da nada, porque dice que en fuerza y poder es muy superior a todos los dioses inmortales. Por tanto sufrid los infortunios que respectivamente os envíe. Creo que al impetuoso Ares le ha ocurrido ya una desgracia; pues murió en la pelea Ascálafo, a quien amaba sobre todos los hombres y reconocía por su hijo.

Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando dijo:

‑No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy a las naves de los aqueos para vengar la muerte de mi hijo; iría, aunque el destino hubiese dispuesto que me cayera encima el rayo de Zeus, dejándome tendido con los muertos, entre sangre y polvo.

Dijo, y mandó al Terror y a la Fuga que uncieran los caballos, mientras vestía las refulgentes armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Zeus contra los inmortales; pero Atenea, temiendo por todos los dioses, se levantó del trono, salió por el vestíbulo y, quitándole a Ares de la cabeza el casco, de la espalda el escudo y de la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al impetuoso dios estas palabras:

‑¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oír, o has perdido la razón y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Hera, la diosa de los níveos brazos, que acaba de ver a Zeus olímpico? ¿O deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo a viva fuerza, triste y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño a los otros dioses? Porque Zeus dejará en seguida a los altivos troyanos y a los aqueos, vendrá al Olimpo a promover tumulto entre nosotros, y castigará así al culpable como al inocente. Por esta razón te exhorto a templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior a él en valor y fuerza ha muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar a todos los individuos.

Dicho esto, condujo a su asiento al furibundo Ares. Hera llamó afuera del palacio a Apolo y a Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas palabras:

‑Zeus os manda que vayáis al Ida lo antes posible y, cuando hubiereis llegado a su presencia, haced lo que os encargue y ordene.

La venerable Hera, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su trono. Ellos bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y hallaron al largovidente Cronida sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube. Al llegar a la presencia de Zeus, que amontona las nubes, se detuvieron; y Zeus, al verlos, no se irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de la querida esposa. Y, hablando primero con Iris, profirió estas aladas palabras:

‑¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Poseidón y no seas mensajera falaz: Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su mente y en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá a esperarme cuando me dirija contra él, pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo no tema decirse igual a mí, a quien todos temen.

Así dijo. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó de los montes ideos a la sagrada Ilio. Como cae de las nubes la nieve o el helado granizo, a impulso del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y, deteniéndose cerca del ínclito Poseidón, así le dijo:

‑Vengo, oh Posidón, el de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, a traerte un mensaje de parte de Zeus, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir, te vayas a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quieres obedecer sus palabras y las desprecias, te amenaza con venir a luchar contigo y te aconseja que evites sus manos; porque dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo no temas decirte igual a él, a quien todos temen.

Respondióle muy indignado el ínclito Poseidón, que bate la tierra:

‑¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de nosotros participó del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar, tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no procederé según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas que engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente to que les ordenare.

Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento:

‑¿He de llevar a Zeus, oh Poseidón, de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, una respuesta tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es flexible. Ya sabes que las Erinias se declaran siempre por los de más edad.

Contestó Poseidón, que sacude la tierra:

‑¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero comprenda lo que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando aquél quiere increpar con iracundas voces a quien el hado hizo su igual en suerte y destino. Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas te diré otra cosa y haré una amenaza: Si a despecho de mí, de Atenea, que impera en las batallas, de Hera, de Hermes y del rey Hefesto, conservare la excelsa Ilio a impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos una gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.

Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó a los aqueos y se sumergió en el mar; pronto los héroes aqueos le echaron de menos. Entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:

‑Ve ahora, querido Febo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo casco. Ya el que ciñe y bate la tierra se fue al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues hasta los dioses que están en torno de Crono, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de nuestro combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso, haya cedido a mi fuerza, porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la égida floqueada, agítala, y espanta a los héroes aqueos, y luego, cuídate, oh tú que hieres de lejos, del esclarecido Héctor a infúndele gran vigor, hasta que los aqueos lleguen, huyendo, a las naves y al Helesponto. Entonces pensaré lo que fuere conveniente hacer o decir para que los aqueos respiren de sus cuitas.

Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos, semejante al gavilán que mata a las palomas y es la más veloz de las aves, y halló al divino Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba cobrando ánimo y aliento, y reconocía a los amigos que le circundaban, porque el ahogo y el sudor habían cesado desde que Zeus, que lleva la égida, decidió animar al héroe. Apolo, el que hiere de lejos, se detuvo a su lado y le dijo:

‑¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y desfallecido? ¿Te abruma algún pesar?

Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:

‑¿Quién eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes a mi presencia y me interrogas? ¿No sabes que Ayante, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una piedra, mientras yo mataba a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, a hizo desfallecer mi impetuoso valor? Figurábame que vena hoy mismo a los muertos y la morada de Hades, porque ya iba a exhalar el alma.

Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:

‑Cobra ánimo. El Cronión te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y ayudarte, a Febo Apolo, el de la áurea espada; a mí, que ya antes protegía tu persona y tu excelsa ciudad. Ea, ordena a tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia las cóncavas naves; y yo, marchando a su frente, allanaré el camino a los corceles y pondré en fuga a los héroes aqueos.

Dijo, a infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la cebada del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los caballos pacen, tan ligeramente movía Héctor pies y rodillas, exhortando a los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando perros y pastores persiguen a un cornígero ciervo o a una cabra montés que se refugia en escarpada roca o umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese cogido; si, atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, a todos los pone en fuga a pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo a sus enemigos con espadas y lanzas de doble filo; mas, al notar que Héctor recora las hileras de los suyos, turbáronse y a todos se les cayó el alma a los pies.

Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolios ‑era diestro en arrojar el dardo, valiente en el combate a pie firme y pocos aqueos vencíanle en el ágora cuando los jóvenes contendían sobre la elocuencia‑, benévolo les arengó diciendo:

‑¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor, librándose de las parcas, se ha vuelto a levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese sido muerto por Ayante Telamoníada; pero algún dios protegió y salvó nuevamente a Héctor, que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora volverá a hacerlo también, pues no sin la voluntad de Zeus tonante aparece tan resuelto al frente de sus tropas. Ea, procedamos todos como voy a decir. Ordenemos a la muchedumbre que vuelva a las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes permanezcamos aquí y rechacémosle, yendo a su encuentro con las picas levantadas. Creo que, por embravecido que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los dánaos.

Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayante, el rey Idomeneo, Teucro, Meriones y Meges, igual a Ares, llamando a los más valientes, los dispusieron para la batalla contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró a las naves aqueas.

Los troyanos acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que marchaba con arrogante paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida impetuosa, terrible, hirsuta, magnífica, que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para que llevándola amedrentara a los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba a las tropas.

Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos ejércitos aguda gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos arrojaban buen número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los jóvenes poseídos de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo; entre los dos campos, antes de llegar a la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la égida inmóvil, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Mas así que la agitó frente a los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito, debilitó el ánimo en los pechos de los aqueos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como ponen en desorden una vacada o un hato de ovejas dos fieras que se presentan muy entrada la obscura noche, cuando el guardián está ausente, de la misma manera, los aqueos huían desanimados, porque Apolo les infundió terror y dio gloria a Héctor y a los troyanos.

Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo troyano mató a un hombre. Héctor dio muerte a Estiquio y a Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas corazas; el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer a Medonte y a Jaso; de los cuales el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto a un hermano de su madrastra Eriópide, y Jaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida. Polidamante quitó la vida a Mecisteo, Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino Agenor a Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deíoco, que huía por entre los combatientes delanteros; le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro lado.

En tanto que los troyanos despojaban de las armas a los muertos, los aqueos, arrojándose al foso y a la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro, constreñidos por la necesidad. Y Héctor exhortaba a los troyanos, diciendo a voz en grito:

‑Arrojaos a las naves y dejad los cruentos despojos. Al que yo encuentre lejos de los bajeles, allí mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le entregarán a las llamas, sino que lo despedazarán los perros fuera de la ciudad.

En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y, mientras atravesaba las filas, animaba a los troyanos. Éstos, dando amenazadores gritos, guiaban los corceles de los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies las orillas del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho como la distancia que media entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y el sitio donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la égida preciosa iba a su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma facilidad con que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos lo que de arena había construido. Así tú, Febo, que hieres de lejos, destruías la obra que había costado a los aqueos muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en fuga.

Los aqueos no pararon hasta las naves, y allí se animaban unos a otros, y con los brazos alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y especialmente Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al estrellado cielo:

‑¡Padre Zeus! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en tu obsequio pingües muslos de buey o de oveja, y te pidió que lograra volver a su patria, y tú se lo prometiste asintiendo; acuérdate de ello, oh Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y no permitas que los aqueos sucumban a manos de los troyanos.

Así dijo rogando. El próvido Zeus atendió las preces del anciano Nelida, y tronó fuertemente.

Los troyanos, al oír el trueno de Zeus, que lleva la égida, arremetieron con más furia a los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan el costado de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta a gran altura, así los troyanos pasaron el muro, e, introduciendo los carros, peleaban junto a las popas con lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se defendían con pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales llevaban en aquéllas.

Mientras aqueos y troyanos combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves, Patroclo permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación y curándole la grave herida con drogas que mitigaron los acerbos dolores. Mas, al ver que los troyanos asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los dánaos, gimió; y, bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y dijo:

‑¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de Aquiles para incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su ánimo? Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.

Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los troyanos, pero, aunque éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los troyanos lograban romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la plomada nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su arte por habérselo enseñado Atenea, de la misma manera andaba igual el combate y la pelea, y unos luchaban en torno de unas naves y otros alrededor de otras.

Héctor fue a encontrar al glorioso Ayante; y, luchando los dos por una nave, ni aquél conseguía arredrar a éste y pegar fuego a los bajeles, ni éste lograba rechazar a aquél, a quien un dios había acercado al campamento. Entonces el esclarecido Ayante dio una lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clito, que iba a echar fuego en un barco: el troyano cayó con estrépito, y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera con sus ojos que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó a troyanos y licios, diciendo a grandes voces:

‑¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! No dejéis de combatir en esta angostura; defended el cuerpo del hijo de Clito, que cayó en la pelea junto a las naves, para que los aqueos no lo despojen de las armas.

Dichas estas palabras, arrojó a Ayante la luciente pica y erró el tiro; pero, en cambio, hirió a Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayante, en cuyo palacio vivía desde que en aquella ciudad mató a un hombre: el agudo bronce penetró en la cabeza por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto a Ayante, cayó de espaldas desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor. Estremecióse Ayante, y dijo a su hermano:

‑¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero flel a quien honrábamos en el palacio como a nuestros padres, desde que vino de Citera. El magnánimo Héctor le quitó la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco que to dio Febo Apolo?

Así dijo. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj lleno de flechas; y una vez a su lado, comenzó a disparar saetas contra los troyanos. E hirió a Clito, preclaro hijo de Pisénor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con las riendas en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se agitaban, para congraciarse con Héctor y los troyanos; pero pronto ocurrióle la desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la dolorosa flecha se le clavó en el cuello por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando con estrépito el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo; entrególos a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se mezcló de nuevo con los combatientes delanteros.

Teucro sacó otra flecha para tirarla a Héctor, armado de bronce; y, si hubiese conseguido herirlo y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera final al combate que junto a las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en su mente el próvido Zeus, y salvó la vida a Héctor, a la vez que privaba de gloria a Teucro Telamonio, rompiéndole a éste la cuerda del magnífico arco cuando lo tendía: la flecha, que el bronce hacía ponderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del guerrero. Estremecióse Teucro, y dijo a su hermano:

‑¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate me quitó el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida, que até esta mañana para que pudiera despedir, sin romperse, multitud de flechas.

Respondióle el gran Ayante Telamonio:

‑¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo inutilizó por odio a los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros, pelea contra los troyanos y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin trabajo las naves de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.

Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo formado por cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de crines de caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada broncínea punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayante.

Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó a los troyanos y a los licios, gritando recio:

‑¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor junto a las cóncavas naves; pues acabo de ver con mis ojos que Zeus ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de Zeus lo reconocen fácilmente así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquéllos a quienes abate y no quiere socorrer: ahora debilita el valor de los argivos y nos favorece a nosotros. Combatid juntos cerca de los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca o de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir combatiendo por la patria, y su esposa a hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no padecerán menoscabo, si los aqueos regresan en las naves a su patria tierra.

Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Ayante, a su vez, exhortó asimismo a sus compañeros:

‑¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir o de salvarse rechazando de las naves a los troyanos. ¿Esperáis acaso volver a pie a la patria tierra, si Héctor, el de tremolante casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima a todos los suyos y desea quemar las naves? No les manda que vayan a un baile, sino que peleen. No hay mejor pensamiento o consejo para nosotros que éste: combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente con el enemigo. Es preferible morir de una vez o asegurar la vida, a dejarse matar paulatina a infructuosamente en la terrible contienda, junto a las naves, por guerreros que nos son inferiores.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató a Esquedio, hijo de Perimedes y caudillo de los focios; Ayante quitó la vida a Laodamante, hijo ilustre de Anténor, que mandaba los peones, y Polidamante acabó con Oto de Cilene, compañero del Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la lanza a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo ‑Apolo no quiso que el hijo de Pántoo sucumbiera entre los combatientes delanteros‑, y aquél hirió en medio del pecho a Cresmo, que cayó con estrépito, y el aqueo le despojó de la armadura que cubría sus hombros. En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (Lampo Laomedontíada había engendrado este hijo bonísimo, que estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó contra el Filida y, acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero el Filida se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido regalada en otro tiempo a Fileo en Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el rey Eufetes, para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la muerte a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior de la cimera del broncíneo casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el polvo el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía combatiendo con la esperanza de vencer, el belicoso Menelao fue a ayudar a Meges; y, poniéndose a su lado sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta impetuosa salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos caudillos corrieron a quitarle la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos a increpaba especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse los enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en Percote, y, cuando llegaron los dánaos en las encorvadas naves, fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el palacio de Príamo, que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor, diciendo:

¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del primo? ¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es necesario combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la excelsa Ilio desde su cumbre y maten a los ciudadanos.

Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A su vez, el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:

‑¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen no alcanzan gloria ni socorro alguno.

Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su corazón aquellas palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los troyanos contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a Antíloco:

‑¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de pies, ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los troyanos a hirieras a alguno...

Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más allá de los combatientes delanteros; y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la luciente lanza. Al verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca de la tetilla, a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el troyano cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros, así el belicoso Antíloco se arrojó sobre ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo por el campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o a un pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto hacían llover dolorosos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.

Los troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se efectuara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los troyanos fuesen perseguidos desde las naves y daa gloria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba a Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter Zeus protegía únicamente a Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen, así los dánaos aguardaban a pie firme a los troyanos y no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba como la ola impetuosa levantada por el viento cae desde lo alto sobre la ligera nave, llenándola de espuma, mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros tiemblan amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba el ánimo en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas que pacen a orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo luchar con las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va siempre con las primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y las demás huyen espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre Zeus, pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que llevaba los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació tal hijo, que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, campeó por su talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria excelsa. Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza y que llevaba para defenderse de los tiros, y, enredándose con él, cayó de espaldas, y el casco resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor lo advirtió en seguida, acudió corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos compañeros que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino Héctor.

Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se habían sacado primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse obligados a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas, sin dispersarse por el ejército porque la vergüenza y el temor se lo impedían, y mutua a incesantemente se exhortaban. Y especialmente Néstor, protector de los aqueos, dirigíase a todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les suplicaba:

‑¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante de los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de los padres, vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que resistáis firmemente y no os entreguéis a la fuga.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les quitó de los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos lados, en las naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a Héctor, valiente en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los bajeles y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al enemigo.

No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás aqueos se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave llevando en la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba reforzada con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos, los guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y mujeres le admiran, y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles vuelan; así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su voz llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a defender naves y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de fuertes corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aves ‑gansos, grullas o cisnes cuellilargos‑ que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría en derechura a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios incitaba también a la tropa para que le acompañara.

De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que, sin estar cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban! He aquí cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel desastre, sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a los héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.

Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso rápido; aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra vez a la patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar desde lejos los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose de agudas hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas, de obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la popa, no la soltaba y, teniendo entre sus manor la parte superior de la misma, animaba a los troyanos:

‑¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los dioses y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me dejaban pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el largovidente Zeus ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.

Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no resistió, porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta, retrocedió hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica apartaba del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos con espantosos gritos:

‑¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro impetuoso valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad alguna defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio para alcanzar ulterior victoria; sino que nos hallamos en la llanura de los troyanos, de fuertes corazas, a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente, está en los puños; no en ser flojos en la pelea.

Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las excitaciones de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los hirió Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los bajeles.

CANTO XVI
Patroclea

Al advertirlo, Patroclo suplica a Aquiles que rechace al enemigo; y, no consiguiéndolo, le ruega que, por lo menos, le preste sus armas y le permita ponerse al frente de los mirmídones para ahuyentar a los troyanos. Accede Aquiles, y le recomienda que se vuelva atrás cuando los haya echado de las naves, pues el destino no le tiene reservada la gloria de apoderarse de Troya. Mas Patroclo, enardecido por sus hazañas, entre ellas la de dar muerte a Sarpedón, hijo de Zeus, persigue a los troyanos por la llanura hasta que Apolo le desata la coraza. Euforbo lo hiere y Héctor lo mata.

Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquiles, pastor de hombres, derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas sombrías por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquiles, el de los pies ligeros, compadecióse de él y le dijo estas aladas palabras:

‑¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la tome en brazos, la tira del vestido, la detiene a pesar de que lleva prisa, y la mira con ojos llorosos para que la levante del suelo? Como ella, oh Patroclo, derramas tiernas lágrimas. ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ftía? Dicen que Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida entre los mirmidones, y es la muerte dé aquél o de éste lo que más nos podría afligir. ¿O lloras quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia que cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.

Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo:

‑¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! No te irrites, porque es muy grande el pesar que los abruma. Los que antes eran los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves ‑con arma arrojadiza fue herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo flecháronle en el muslo‑, y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en curarles las heridas. Tú, Aquiles, eres implacable. jamás se apodere de mí rencor como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los argivos de muerte indigna? ¡Despiadado! No fue tu padre el jinete Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu veneranda madre, enterada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás mirmidones, por si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo y cesen de pelear, los belicosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.

Así le suplicó el muy insensato; y con ello llamaba a la terrible muerte y a la parca. Aquiles, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:

‑¡Ay de mí, Patroclo, del linaje de Zeus, qué dijiste! No me abstengo por ningún vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Zeus, sino que se me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder, quiere privar a su igual de lo que le corresponde y le quita la recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, a causa de las contrariedades que mi ánimo ha padecido. La joven que los aqueos me adjudicaron como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar una bien murada ciudad, el rey Agamenón Atrida me la quitó como si yo fuera un miserable advenedizo. Mas dejemos lo pasado, no es posible guardar siempre la ira en el corazón, aunque había resuelto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate llegaran a mis bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de los belicosos mirmidones y llévalos a la pelea; pues negra nube de troyanos cerca ya las naves con gran ímpetu, y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de un corto espacio. Toda la ciudad de los troyanos ha comparecido confiadamente, porque no ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos, si el rey Agamenón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza para librar a los dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del Atrida: sólo resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los troyanos, que con voceno ocupan toda la llanura y vencen en la batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando ardiente fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir, para que me procures mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan la muy hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los alejes de las naves, vuelve atrás; y, aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria, no quieras luchar sin mí contra los belicosos troyanos, pues contribuirías a mi deshonra. Y tampoco, estimulado por el combate y la pelea, te encamines, matando enemigos, a Ilio; no sea que alguno de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos los quiere mucho Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede tan pronto como hayas hecho brillar la luz de la salvación en las naves, y deja que se siga peleando en la llanura. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, ninguno de los troyanos ni de los argivos escape de la muerte, y nos libremos de ella nosotros dos, para que podamos derribar las almenas sagradas de Troya.

Así éstos conversaban. Ayante ya no resistía: vencíanle el poder de Zeus y los animosos troyanos que le arrojaban dardos; su refulgente casco resonaba de un modo horrible en torno de las sienes, golpeado continuamente en las hermosas abolladuras; y el héroe tenía cansado el hombro derecho de sostener con firmeza el versátil escudo, pero no lograban hacerle mover de su sitio por más tiros que le enderezaban. Ayante estaba abrumado por continuo y fatigoso jadeo, abundante sudor manaba de todos sus miembros y apenas podía respirar: por todas partes a una desgracia sucedía otra.

Decidme, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez primera cayó el fuego en las naves aqueas.

Héctor, que se hallaba cerca de Ayante, le dio con la gran espada un golpe en la pica de fresno y se la quebró por la juntura del asta con el hierro. Quiso Ayante blandir la truncada pica, y la broncínea punta cayó a lo lejos con gran ruido. Entonces el eximio Ayante reconoció en su espíritu irreprensible la intervención de los dioses, estremecióse porque Zeus altitonante les frustraba todos los medios de combate y quería dar la victoria a los troyanos, y se puso fuera del alcance de los tiros. Los troyanos arrojaron voraz fuego a la velera nave, y pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así que el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo a Patroclo:

‑¡Patroclo, del linaje de Zeus, hábil jinete! Ya veo en las naves la impetuosa llama del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas, y ni medios para huir tengamos. Apresúrate a vestir las armas, y yo entre tanto reuniré la gente.

Así dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las piernas elegantes grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza labrada, refulgente, del Eácida, de pies ligeros; colgó al hombro una espada de bronce, guarnecida de argénteos clavos; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la fuerte cabeza con un hermoso casco, cuyo penacho, de crines de caballo, ondeaba terriblemente en la cimera, y asió dos lanzas fuertes que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza pesada, grande y fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de manejarla: había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo mandó a Automedonte ‑el amigo a quien más honraba después de Aquiles, destructor de hombres. y el más fiel en resistir a su lado la acometida del enemigo en las batallas‑ que enganchara en seguida los caballos. Automedonte unció debajo del yugo a Janto y Balio, corceles ligeros que volaban como el viento y tenían por madre a la harpía Podarga, la cual, paciendo en una pradera junto a la corriente del Océano, los concibió del Céfiro. Y con ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevó de la ciudad de Eetión cuando la tomó; corcel que, no obstante su condición de mortal, seguía a los caballos inmortales.

Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones. Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre, luego van en tropel a lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la sangre que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el pecho, de igual manera los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presurosos alrededor del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en medio de todos el belicoso Aquiles animaba así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos.

Cincuenta fueron las veleras naves en que Aquiles, caro a Zeus, condujo a Ilio sus tropas; en cada una embarcáronse cincuenta hombres; y el héroe nombró cinco jefes para que los rigieran, reservándose el mando supremo. Del primer cuerpo era caudillo Menestio, el de labrada coraza, hijo del río Esperqueo, que las celestiales lluvias alimentan: habíale dado a luz la bella Polidora, hija de Peleo, que siendo mujer se acostó con una deidad, con el infatigable Esperqueo; aunque se creyera que to había tenido de Boro, hijo de Perieres, el cual se desposó públicamente con ella y le constituyó una gran dote.‑ Mandaba la segunda sección el belicoso Eudoro, nacido de una soltera, de la hermosa Polimela, hija de Filante; de la cual enamoróse el poderoso Argicida al verla con sus ojos entre las que danzaban al son del canto en un coro de Artemis, la diosa que lleva arco de oro y ama el bullicio de la caza; el benéfico Hermes subió en seguida al aposento de la joven, uniéronse clandestinamente y ella le dio un hijo ilustre, Eudoro, ligero en el correr y belicoso. Cuando Ilitía, que preside los partos, sacó a luz al infante y éste vio los rayos del sol, el fuerte Equecles Actórida la tomó por esposa, constituyéndole una gran dote, y el anciano Filante crió y educó al niño con tanto amor como si hubiera sido hijo suyo.‑ Estaba al frente de la tercera división el belicoso Pisandro Memálida, que, después del compañero del Pelión, era entre todos los mirmidones quien descollaba más en combatir con la lanza.‑ La cuarta línea estaba a las órdenes de Fénix, aguijador de caballos; y la quinta tenía por jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los hubo puesto a todos en orden de batalla con sus respectivos capitanes, les dijo con voz pujante:

‑¡Mirmidones! Ninguno de vosotros olvide las amenazas que en las veleras naves dirigíais a los troyanos mientras duró mi cólera, ni las acusaciones con que todos me acriminabais: «¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu madre te nutrió con hiel. ¡Despiadado, pues retienes a tus compañeros en las naves contra su voluntad! Embarquémonos en las naves surcadoras del ponto y volvamos a la patria, ya que la cólera funesta anidó de tal suerte en tu corazón.» Así acostumbrabais hablarme cuando os reuníais. Pues a la vista tenéis la gran empresa del combate que tanto habéis anhelado. Y ahora cada uno pelee con valeroso corazón contra los troyanos.

Así diciendo, les excitó a todos el valor y la fuerza; y ellos, al oír a su rey, cerraron más las filas. Como el obrero junta grandes piedras al construir la pared de una elevada casa, para que resista el ímpetu de los vientos, así, tan unidos, estaban los cascos y los abollonados escudos: la rodela se apoyaba en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada hombre en su vecino, y los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos se juntaban cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apretadas eran las filas! Delante de todos se pusieron dos hombres armados, Patroclo y Automedonte; los cuales tenían igual ánimo y deseaban combatir al frente de los mirmidones. Aquiles entró en su tienda y alzó la tapa de un arca hermosa y labrada que Tetis, la de argentados pies, había puesto en la nave del héroe después de llenarla de túnicas y mantos, que le abrigasen contra el viento, y de afelpados cobertores. Allí tenía una copa de primorosa labor que no usaba nadie para beber el negro vino ni para ofrecer libaciones a otro dios que al padre Zeus. Sacóla del arca, y, purificándola primero con azufre, la limpió con agua cristalina; acto continuo lavóse las manos, llenó la copa, y, puesto en medio del recinto con los ojos levantados al cielo, libó el negro vino y oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin que al dios le pasara inadvertido:

‑¡Zeus soberano, Dodoneo, Pelásgico, que vives lejos y reinas en Dodona, de frío invierno, donde moran los selos, tus intérpretes, que no se lavan los pies y duermen en el suelo! Escuchaste mis palabras cuando te invoqué, y para honrarme oprimiste duramente al pueblo aqueo. Pues también ahora cúmpleme este voto: Yo me quedo donde están reunidas las naves y mando al combate a mi compañero con muchos mirmidones: haz que le siga la victoria, largovidente Zeus, a infúndele valor en el corazón para que Héctor vea si mi escudero sabe pelear solo, o si sus manos invictas únicamente se mueven con furia cuando va conmigo a la contienda de Ares. Y cuando haya apartado de los bajeles la gritería y la pelea, vuelva incólume con todas las armas y con los compañeros que de cerca combaten.

Así dijo rogando. El próvido Zeus le oyó; y de las dos cosas el padre le otorgó una: concedióle que apartase de las naves el combate y la pelea, y nególe que volviera ileso de la batalla. Hecha la libación y la rogativa al padre Zeus, entró Aquiles en la tienda, dejó la copa en el arca y apareció otra vez delante de la tienda, porque deseaba en su corazón presenciar la terrible lucha de troyanos y aqueos.

Los mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo Patroclo, hasta que alcanzaron a los troyanos y les arremetieron con grandes bríos, esparciéndose como las avispas que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su costumbre de molestarlas, las irritan y consiguen con su imprudencia que dañen a buen número de personas, pues, si algún caminante pasa por allí y sin querer las mueve, vuelan y defienden con ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón y ánimo semejantes, se esparcieron los mirmidones desde las naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a sus compañeros, diciendo con voz recia:

‑¡Mirmidones compañeros del Pelida Aquiles! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es el más valiente de cuantos argivos hay en las naves, como to son también sus guerreros, que de cerca combaten; y conozca el poderoso Atrida Agamenón la falta que cometió no honrando al mejor de los aqueos.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Los mirmidones cayeron apiñados sobre los troyanos y en las naves resonaron de un modo horrible los gritos de los aqueos.

Cuando los troyanos vieron al esforzado hijo de Menecio y a su escudero, ambos con lucientes armaduras, a todos se les conturbó el ánimo y sus falanges se agitaron. Figurábanse que, junto a las naves, el Pelida, ligero de pies, había renunciado a su cólera y había preferido volver a la amistad. Y cada uno miraba adónde podría huir para librarse de una muerte terrible.

Patroclo fue el primero que tiró la reluciente lanza en medio de la pelea, allí donde más hombres se agitaban en confuso montón, junto a la nave del magnánimo Protesilao; e hirió a Pirecmes, que había conducido desde Amidón, sita en la ribera del Axio de ancha corriente, a los peonios, que combatían en carros: la lanza se clavó en el hombro derecho; el guerrero, dando un gemido, cayó de espaldas en el polvo, y los peonios compañeros suyos huyeron, porque Patroclo les infundió pavor al matar a su jefe, que tanto sobresalía en el combate. De este modo Patroclo los echó de los bajeles y apagó el ardiente fuego. La nave quedó allí medio quemada, los troyanos huyeron con gran alboroto, los dánaos se dispersaron por las cóncavas naves, y se produjo un gran tumulto. Como cuando Zeus fulminador quita una espesa nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen todos los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta región etérea; así los dánaos respiraron un poco después de librar a las naves del fuego destructor; pero no por eso hubo tregua en el combate. Pues los troyanos no huían a carrera abierta desde las negras naves, perseguidos por los belicosos aqueos; sino que aún resistían, y sólo cediendo a la necesidad se retiraban de las naves.

Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre. El esforzado hijo de Menecio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areílico, que había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el troyano dio de ojos en el suelo. El belicoso Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a acometerlo, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio, clavándosela en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano de Atimnio, Maris, irritado por tal muerte, se puso delante del cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco; y entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que Maris pudiera herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, a hijos de Amisodaro, el que alimentó a la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo.‑ Ayante Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo, atropellado por la turba, y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del guerrero.‑ Penéleo y Licón fueron a encontrarse, y, habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros perdieron su vigor.‑ Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las tinieblas cubrieron sus ojos.‑ A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.

Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los troyanos, y éstos, pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de su impetuoso valor.

El gran Ayante deseaba constantemente arrojar su lanza a Héctor, armado de bronce; pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo sus anchos hombros con un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo de las flechas y al ruido de los dardos. Bien conocía que la victoria se inclinaba del lado de los enemigos, pero resistía aún y procuraba salvar a sus compañeros queridos.

Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después de un día sereno, cuando Zeus prepara una tempestad, así los troyanos huyeron de las naves, dando gritos, y ya no fue con orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de allí, con sus armas, los corceles de ligeros pies; y el héroe desamparó la turba de los troyanos, a quienes detenía, mal de su grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo los carros de los caudillos por el extremo del timón, allí los dejaron.‑ Patroclo iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos y pensando en causar daño a los troyanos; los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo con gran clamoreo; la polvareda llegaba a to alto debajo de las nubes, y los solípedos caballos volvían a la ciudad desde las naves y las tiendas. Patroclo, donde veía más gente del pueblo desordenada, allí se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara debajo de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. Al llegar al foso, los caballos inmortales que los dioses habían regalado a Peleo como espléndido presente lo salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y, cuando a Patroclo el ánimo le impulsó a ir hacia Héctor para herirlo, ya los veloces corceles de éste se lo habían llevado. Como en el otoño descarga una tempestad sobre la negra tierra, cuando Zeus envía violenta lluvia, irritado contra los hombres que en el foro dan sentencias inicuas y echan a la justicia, no temiendo la venganza de los dioses; y todos los ríos salen de madre y los torrentes cortan muchas colinas, braman al correr desde lo alto de las montañas al mar purpúreo y destruyen las labores del campo; de semejante modo corrían las yeguas troyanas, dando lastimeros relinchos.

Patroclo, cuando hubo separado de los demás enemigos a los que formaban las últimas falanges, les obligó a volver hacia los bajeles, en vez de permitirles que subiesen a la ciudad; y, acometiéndoles entre las naves, el río y el alto muro, los mataba para vengar a muchos de los suyos. Entonces envasóle a Prónoo la brillante lanza en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y le dejó sin vigor los miembros: el troyano cayó con estrépito. Luego acometió a Téstor, hijo de Enope, que se hallaba encogido en el lustroso asiento y en su turbación había dejado que las riendas se le fuesen de la mano: clavóle desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los dientes y lo levantó por encima del barandal. Como el pescador sentado en una roca prominente saca del mar un pez enorme, valiéndose de la cuerda y del reluciente bronce, así Patroclo, alzando la brillante lanza, sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le arrojó de cara al suelo; el troyano, al caer, perdió la vida.‑ Después hirió de una pedrada en medio de la cabeza a Erilao, que a acometerle venía, y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el troyano dio de manos en el suelo, y le envolvió la destructora muerte.‑ Y sucesivamente fue derribando en la fértil tierra a Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo Damastórida, Equio, Piris, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.

Sarpedón, al ver que sus compañeros, de corazas sin cintura, sucumbían a manos de Patroclo Menecíada, increpó a los deiformes licios:

‑¡Qué vergüenza, oh licios! ¿Adónde huís? Sed esforzados. Yo saldré al encuentro de ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos males causa a los troyanos, pues ya a muchos valientes les ha quebrado las rodillas.

Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez Patroclo, al verlo, se apeó del suyo. Como dos buitres de corvas uñas y combado pico riñen, dando chillidos, sobre elevada roca; así aquéllos se acometieron vociferando. Violos el hijo del artero Crono; y, compadecido, dijo a Hera, su hermana y esposa:

‑¡Ay de mí! La parca dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo Menecíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para llevarlo al opulento pueblo de la Licia, o dejaré que sucumba a manos del Menecíada?

Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:

‑¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria: Piensa que, si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá sacar a su hijo del duro combate, pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero, si Sarpedón te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo Menecíada en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la Muerte y al dulce Sueño que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, a hizo caer sobre la tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar en la fértil Troya, lejos de su patria.

Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patroclo arrojó la lanza, y, acertando a dar en el empeine del ilustre Trasimelo, escudero valeroso del rey Sarpedón, dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y, despidiendo la reluciente lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó mientras perdía el vital aliento. El caballo cayó en el polvo, y el ánimo voló de su cuerpo. Forcejearon los otros dos corceles por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas a causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por su lanza, halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta, que llevaba junto al fornido muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos se enderezaron y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor encono.

Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó por cima del hombro izquierdo de Patroclo sin herirlo. Patroclo despidió la suya y no en balde; ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón envuelve. Cayó el héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el monte cortan con afiladas hachas los artífices para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Como el rojizo y animoso toro, a quien devora un león que se ha presentado entre los fexípedes bueyes, brama al morir entre las mandíbulas del león, así el caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patroclo, se enfurecía; y, llamando al compañero, le hablaba de este modo:

‑¡Caro Glauco, guerrero afamado entre los hombres! Ahora debes portarte como fuerte y audaz luchador; ahora te ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente. Ve por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de Sarpedón y defiéndeme tú mismo con el bronce. Constantemente, todos los días, seré para ti motivo de vergüenza y oprobio, si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me despojan de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el ejército!

Así dijo; y el velo de la muerte le cubrió los ojos y las narices. Patroclo, sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta, con ella siguió el diafragma, y salieron a la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y los mirmidones detuvieron los corceles de Sarpedón, los cuales anhelaban y querían huir desde que quedó vacío el carro de sus dueños.

Glauco sintió hondo pesar al oír la voz de Sarpedón y se le turbó el ánimo porque no podía socorrerlo. Apretóse con la mano el brazo, pues le abrumaba una herida que Teucro le había causado disparándole una flecha cuando él asaltaba el alto muro y el aqueo defendía a los suyos; y oró de esta suerte a Apolo, el que hiere de lejos:

‑Oyeme, oh soberano, ya te halles en el opulento pueblo de Licia, ya te encuentres en Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido, como lo estoy ahora. Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se seca; el hombro se entorpece, y me es imposible manejar firmemente la lanza y pelear con los enemigos. Ha muerto un hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya ni a su prole defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y dame fortaleza para que mi voz anime a los licios a combatir y yo mismo luche en defensa del cadáver.

Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo y en seguida calmó los dolores, secó la negra sangre de la grave herida a infundió valor en el ánimo del troyano. Glauco, al notarlo, se holgó de que el gran dios hubiese escuchado su ruego. En seguida fue por todas partes y exhortó a los capitanes licios para que combatieran en torno de Sarpedón. Después, encaminóse a paso largo hacia los troyanos; buscó a Polidamante Pantoida, al divino Agenor, a Eneas y a Héctor armado de bronce; y, deteniéndose cerca de los mismos, dijo estas aladas palabras:

‑¡Héctor! Te olvidas del todo de los aliados que por ti pierden la vida lejos de los amigos y de la patria tierra, y ni socorrerles quieres. Yace en tierra Sarpedón, el rey de los licios escudados, que con su justicia y su valor gobernaba a Licia. El broncíneo Ares lo ha matado con la lanza de Patroclo. Oh amigos, venid a indignaos en vuestro corazón: no sea que los mirmidones le quiten la armadura a insulten el cadáver, irritados por la muerte de los dánaos, a quienes dieron muerte nuestras picas junto a las veleras naves.

Así dijo. Los troyanos sintieron grande a inconsolable pena, porque Sarpedón, aunque forastero, era un baluarte para la ciudad; había llevado a ella a muchos hombres y en la pelea los superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra los dánaos, y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo Menecíada, de corazón valiente, animó a los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de combatir estaban deseosos:

‑¡Ayantes! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes como habéis sido hasta aquí o más aún. Yace en tierra Sarpedón, el que primero asaltó nuestra muralla. ¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos ultrajarlo, quitarle la armadura de los hombros y matar con el cruel bronce a alguno de los compañeros que lo defienden!...

Así dijo, aunque ellos ya deseaban rechazar al enemigo. Y troyanos y licios por una parte, y mirmidones y aqueos por otra, cerraron las falanges, vinieron a las manos y empezaron a pelear con horrenda gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de los guerreros, y Zeus cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que produjese mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se empeñaba.

En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, porque fue herido un varón que no era ciertamente el más cobarde de los mirmidones: el divino Epigeo, hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en otro tiempo en la populosa Budeo; luego, por haber dado muerte a su valiente primo, se presentó como suplicante a Peleo y a Tetis, la de argénteos pies, y ellos le enviaron a Ilio, abundante en hermosos corceles, con Aquiles, destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra los troyanos. Epigeo echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la cabeza y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el cuerpo de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora muerte. Apesadumbróse Patroclo por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como el veloz gavilán persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera acometiste, oh hábil jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado en tu corazón por la muerte del amigo. Y cogiendo una piedra, hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le rompió los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor. Cuanto espacio recorre el luengo venablo que lanza un hombre, ya en el juego para ejercitarse, ya en la guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se retiraron los troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados licios, fue el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de Calcón, que tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus bienes y riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba a darle alcance, cuando aquél se volvió repentinamente y le hundió la pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los aqueos sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los troyanos, muy alegres, rodearon en tropel el cadáver; pero los aqueos no se olvidaron de su impetuoso valor y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un combatiente troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote de Zeus Ideo, a quien el pueblo veneraba como a un dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja, la vida huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas arrojó la broncínea lanza, con el intento de herir a Meriones, que se adelantaba protegido por el escudo. Pero Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza fue echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón irritado, dijo:

‑¡Meriones! Aunque eres ágil saltador, mi lanza lo habría apartado para siempre del combate, si lo hubiese herido.

Respondióle Meriones, célebre por su lanza:

‑¡Eneas! Difícil lo será, aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos hombres salgan a pelear contigo. También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del cuerpo con el agudo bronce, en seguida, a pesar de tu vigor y de la confianza que tienes en tu brazo, me darías gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

Así dijo; y el valeroso hijo de Menecio le reprendió, diciendo:

‑¡Meriones! ¿Por qué, siendo valiente, te entretienes en hablar así? ¡Oh amigo! Con palabras injuriosas no lograremos que los troyanos dejen el cadáver; preciso será que alguno de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y las palabras sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino combatir.

En diciendo esto, echó a andar y siguióle Meriones, igual a un dios. Como el estruendo que producen los leñadores en la espesura de un monte y que se deja oír a lo lejos, tal era el estrépito que se elevaba de la tierra espaciosa al ser golpeados el bronce, el cuero y los bien construidos escudos de pieles de buey por las espadas y las lanzas de doble filo. Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre y el polvo lo cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de las escudillas llenas de leche, cuando ésta hace rebosar los tarros: de igual manera bullían aquéllos en torno del muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda; y, contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la muerte de Patroclo: vacilaba entre si en la encarnizada contienda el esclarecido Héctor debería matar con el bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura de los hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como lo más conveniente que el bravo escudero del Pelida Aquiles hiciera arredrar a los troyanos y a Héctor, armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos guerreros, comenzó infundiendo timidez primeramente a Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y exhortó a los demás troyanos a que huyeran, porque había conocido hacia qué lado se inclinaba la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes licios osaron resistir, y huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y echado en un montón de cadáveres; pues cayeron muchos hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro combate. Los aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de Menecio la entregó a sus compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y entonces Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:

‑¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos, límpiale la negra sangre, condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente de un río, úngele con ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el rico pueblo de la vasta Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la terrible batalla, y en seguida levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y, conduciéndole a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río; ungiólo con ambrosía, púsole vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, to dejaron en el rico pueblo de la vasta Licia.

Patroclo animaba a los corceles y a Automedonte y perseguía a los troyanos y licios, y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se hubiese atenido a la orden del Pelida, se hubiera visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero siempre el pensamiento de Zeus es más eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir), y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.

¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses lo llamaron a la muerte?

Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y Melanipo; y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la fuga.

Entonces los aqueos habrían tomado Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los troyanos. Tres veces encaminóse Patroclo a un ángulo de la elevada muralla; tres veces rechazóle Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, increpóle la deidad terriblemente con estas aladas palabras:

‑¡Retírate, Patroclo del linaje de Zeus! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.

Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos.

Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto, presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo, hijo de Zeus:

‑¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla. Mas, ea, guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.

En diciendo esto, el dios volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a Cebríones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los argivos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los troyanos. Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que fuera a matarlos, y enderezó a Patroclo los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la izquierda; cogió con la diestra una piedra Blanca y erizada de puntas que llenaba la mano; y, estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo en seguida a un combatiente, pues el tiro no salió vano: dio la aguda piedra en la frente de Cebríones, auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo, y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándose de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:

‑¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el hombre! ¡Cuán fácilmente salta a lo buzo! Si se hallara en el ponto, en peces abundante, ese hombre saltaría de la nave, aunque el mar estuviera tempestuoso, y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.

En diciendo esto, corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor lo mata; de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebríones. Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebríones como dos hambrientos leones que en la cumbre de un monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva, así los dos aguerridos campeones, Patroclo Menecíada y el esclarecido Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás troyanos y dánaos sostenían encarnizado combate.

Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen, de semejante modo troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebríones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los que combatían en torno suyo; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.

Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebríones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los troyanos, le quitaron la armadura de los hombros.

Patroclo acometió furioso a los troyanos: tres veces los acometió, cual si fuera el rápido Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, viose claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y, alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe padecieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica larga, pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la espalda, entre los hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Éste fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no lo hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y, retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.

Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento, por entre las filas, y le envainó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante, así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al esforzado hijo de Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:

‑¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres troyanas y llevártelas en los bajeles a tu patria o tierra. ¡Insensato! Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos troyanos, aparto de los míos el día de la servidumbre, mientras que a ti te comerán los buitres. ¡Ah, infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de las naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y hablarte de este modo: «No vuelvas a las cóncavas naves, caballero Patroclo, antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, matador de hombres, teñida de sangre». Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.

Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:

¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Zeus Cronida y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si. veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matáronme la parca funesta y el hijo de Leto, y, entre los hombres, Euforbo, y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y la parca cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquiles Eácida.

Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque muerto le veía:

‑¡Patroclo! ¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe si Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi lanza?

Dichas estas palabras, puso un pie sobre el cadáver, arrancó la broncínea lanza y lo tumbó de espaldas. Inmediatamente se encaminó, lanza en mano, hacia Automedonte, el deiforme servidor del Eácida, de pies ligeros, pues deseaba herirlo, pero los veloces caballos inmortales, que a Peleo le dieron los dioses como espléndido presente, ya lo sacaban de la batalla


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