jueves, 3 de diciembre de 2009

LA ILIADA CANTO I, II, III , IV y V

CANTO I
Peste ‑ Cólera

Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira de Aquiles", nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a su hija, que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseide, a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se embarcan con Criseide y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo a impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves ‑cumplíase la voluntad de Zeus‑ desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:

‑¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.

Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:

‑No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.

Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:

‑¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!

Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.

Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:

‑¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños ‑pues también el sueño procede de Zeus‑, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.

Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures ‑conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo‑, y benévolo los arengó diciendo:

‑¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.

Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

‑Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos los aqueos.

Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:

‑No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.

Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:

‑¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.

Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:

‑¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.

Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos.

Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:

‑¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me hicieron culpables ‑no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan‑, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad de los troyanos: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza.

Contestó en seguida el rey de hombres, Agamenón:

‑Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseide, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseide, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.

Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se interesaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:

‑¿Por qué nuevamente, oh hija de Zeus, que lleva la égida, has venido? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón Atrida? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.

Díjole a su vez Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

‑Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se interesa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada a injúrialo de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.

Y, contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

‑Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Proceder así es lo mejor. Quien a los dioses obedece es por ellos muy atendido.

Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.

El Pelida, no amainando en su cólera, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces:

‑¡Ebrioso, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este juramento): algún día los aqueos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerlos cuando muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.

Así dijo el Pelida; y, tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel ‑había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera‑, y benévolo los arengó diciendo:

‑¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos así en el consejo como en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante, pastor de pueblos, Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egeida, que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los montaraces centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía ‑habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron‑ y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la joven, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.

Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

‑Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten por esto proferir injurias?

Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles:

‑Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso ya obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de combatir con estas manos por la joven ni contigo, ni con otro alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero, de lo demás que tengo junto a mi negra y veloz embarcación, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; y presto tu negruzca sangre brotará en torno de mi lanza.

Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron el ágora que cerca de las naves aqueas se celebraba. Fuese el Pelida hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con el Menecíada y otros amigos; y el Atrida echó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y, conduciendo a Criseide, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán el ingenioso Ulises.

Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por líquidos caminos. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron junto a la orilla del estéril mar hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.

En tales cosas ocupábanse éstos en el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza que en la contienda había hecho a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:

‑Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a Briseide, la de hermosas mejillas, traedla acá, y, si no os la diere, iré yo mismo a quitársela, con más gente, y todavía le será más duro.

Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y, habiendo hecho una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:

‑¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables sino Agamenón, que os envía por la joven Briseide. ¡Ea, Patroclo, del linaje de Zeus! Saca la joven y entrégasela para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves.

Así dijo. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseide, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y, sentándose a orillas del blanquecino mar con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos ruegos:

‑¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.

Así dijo derramando lágrimas. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba junto al padre anciano, a inmediatamente emergió de las blanquecinas ondas como niebla, sentóse delante de aquél, que derramaba lágrimas, acariciólo con la mano y le habló de esta manera:

‑¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.

Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:

‑Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Teba, la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseide, la de hermosas mejillas. Luego Crises, sacerdote de Apolo, el que hiere de lejos, deseando redimir a su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, lo despidió de mal modo y con altaneras voces. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un adivino bien enterado nos explicó el vaticinio del que hiere de lejos, y yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira; y, levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. A aquélla los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a la hija de Briseo, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronida, el de las sombrías pubes, cuando quisieron atarlo otros dioses olímpicos, Hera, Posidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y lo libraste de las ataduras, llamando en seguida al espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronlo los bienaventurados dioses y desistieron del atamiento. Recuérdaselo, siéntate a su lado y abraza sus rodillas: quizás decida favorecer a los troyanos y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.

Respondióle en seguida Tetis, derramando lágrimas:

‑¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por entero de combatir. Ayer se marchó Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y todos los dioses lo siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré persuadirlo.

Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían arrebatado.

En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sagrada hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra nave; abatieron rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía, y llevaron la nave, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe para Apolo, el que hiere de lejos, y Criseide salió de la nave surcadora del ponto. El ingenioso Ulises llevó la doncella al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:

‑¡Oh Crises! Envíame al rey de hombres, Agamenón, a traerte la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a Febo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha causado a los argivos.

Habiendo hablado así, puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sagrada hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las manos y tomaron la mola. Y Crises oró en alta voz y con las manos levantadas:

‑¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila a imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y, para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!

Así dijo rogando, y Febo Apolo lo oyó. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre la leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas, y, dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, los mancebos coronaron de vino las crateras y lo distribuyeron a todos los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante todo el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de lejos, que los oía con el corazón complacido.

Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cerca de las amarras de la nave. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y Apolo, el que hiere de lejos, les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas olas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a sierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.

El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba el ágora donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y echaba de menos la gritería y el combate.

Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al largo vidente Cronida sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse ante él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con la derecha y dirigió esta súplica al soberano Zeus Cronión:

‑¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras a obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres, Agamenón, lo ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngalo tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y lo colmen de honores.

Así dijo. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:

‑Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo ‑pues en ti no cabe el temor‑ para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.

Zeus, que amontona las nubes, díjole afligidísimo:

‑¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera, cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los troyanos. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.

Dijo el Cronida, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremecióse el dilatado Olimpo.

Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Todos los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno aguardó que llegara, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del mar, con él había departido, dirigió al momento injuriosas palabras a Zeus Cronida:

‑¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo secretamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.

Respondióle el padre de los hombres y de los dioses:

‑¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures averiguarlo.

Replicó en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:

‑¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del mar. A amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.

Y contestándole, Zeus, que amontona las nubes, le dijo:

‑¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero siéntate en silencio y obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, acercándose a ti, cuando te ponga encima mis invictas manos.

Así dijo. Temió Hera veneranda, la de ojos de novilla, y, refrenando el coraje, sentóse en silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses celestiales. Y Hefesto, el ilustre artífice, comenzó a arengarlos para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos:

‑Funesto a insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, a Zeus, para que no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues, si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en poder. Pero halágalo con palabras cariñosas y en seguida el Olímpico nos será propicio.

De este modo habló y, tomando una copa de doble asa, ofrecióla a su madre, diciendo:

‑Sufre, madre mía, y sopórtalo todo, aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no lo vean mis ojos apaleada sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que quise defenderte me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.

Así dijo. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos; y, sonriente aún, tomó la copa que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses viendo con qué afán los servía en el palacio.

Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban alternando.

Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios, que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.


CANTO II
Sueño‑ Beocia o catálogo de las naves

Para cumplir lo prometido a Tetis, Zeus envía un engañoso sueño a Agamenón, y le aconseja que levante el campamento y regrese a casa; Agamenón convoca el consejo de los jefes y luego la asamblea general de todos los guerreros, que aceptan la propuesta, por lo que Agamenón (bajo la incitación de Atenea) debe intervenir para insuflar coraje y buenas esperanzas a los aqueos. Después de varios incidentes y de enumerar cuantos pueblos formaban los ejércitos griego y troyano, sucédense tres grandes batallas.

Las demás deidades y los hombres que en carros combaten, durmieron toda la noche; pero Zeus no probó las dulzuras del sueño, porque su mente buscaba el medio de honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin creyó que lo mejor sería enviar un pernicioso sueño al Atrida Agamenón; y, hablándole, pronunció estas aladas palabras:

‑Anda, ve, pernicioso Sueño, encamínate a las veleras naves aqueas, introdúcete en la tienda de Agamenón Atrida, y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte. Ordénale que arme a los melenudos aqueos y saque toda la hueste: ahora podría tomar a Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.

Así dijo. Partió el Sueño al oír el mandato, llegó en un instante a las veleras naves aqueas, y, hallando dormido en su tienda al Atrida Agamenón ‑alrededor del héroe habíase difundido el sueño inmortal‑, púsose sobre su cabeza, y tomó la figura de Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a quien aquél más honraba. Así transfigurado, dijo el divino Sueño:

‑¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria, para que no las olvides cuando el dulce sueño to desampare.

Así habiendo hablado, se fue y dejó a Agamenón revolviendo en su ánimo lo que no debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad de Troya aquel mismo día. ¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males y llanto a los troyanos y a los dánaos por medio de terribles peleas. Cuando despertó, la voz divina resonaba aún en torno suyo. Incorporóse, y, habiéndose sentado, vistió la túnica fina, hermosa, nueva; se echó el gran manto, calzó sus nítidos pies con bellas sandalias y colgó del hombro la espada guarnecida con clavazón de plata. Tomó el imperecedero cetro de su padre y se encaminó hacia las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.

Subía la diosa Aurora al vasto Olimpo para anunciar el día a Zeus y a los demás inmortales, cuando Agamenón ordenó que los heraldos de voz sonora convocaran al ágora a los melenudos aqueos. Convocáronlos aquéllos, y éstos se reunieron en seguida.

Pero celebróse antes un consejo de magnánimos próceres junto a la nave del rey Néstor, natural de Pilos. Agamenón los llamó para hacerles una discreta consulta:

‑¡Oíd, amigos! Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un Sueño divino muy semejante al ilustre Néstor en la forma, estatura y natural. Púsose sobre mi cabeza y profirió estas palabras: «¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar Troya, la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria.» Habiendo hablado así, fuese volando, y el dulce sueño me desamparó. Mas, ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para probarlos como es debido, les aconsejaré que huyan en las naves de muchos bancos; y vosotros, hablándoles unos por un lado y otros por el opuesto, procurad detenerlos.

Habiéndose expresado en estos términos, se sentó. Seguidamente levantóse Néstor, que era rey de la arenosa Pilos, y benévolo les arengó diciendo:

‑¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Si algún otro aqueo nos refiriese el sueño, te creeríamos falso y desconfiaríamos aún más; pero lo ha tenido quien se gloría de ser el más poderoso de los aqueos. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los aqueos tomen las armas.

Habiendo hablado así, fue el primero en salir del consejo. Los reyes portadores de cetro se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió presurosa. Como de la hendedura de un peñasco salen sin cesar enjambres copiosos de abejas que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales y unas revolotean a este lado y otras a aquél; así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por la baja ribera, desde las naves y tiendas al ágora. En medio, la Fama, mensajera de Zeus, enardecida, los instigaba a que acudieran, y ellos se iban reuniendo. Agitóse el ágora, gimió la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve heraldos daban voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus. Sentáronse al fin, aunque con dificultad, y enmudecieron tan pronto como ocuparon los asientos. Entonces se levantó el rey Agamenón, empuñando el cetro que Hefesto hizo para el soberano Zeus Cronión ‑éste lo dio al mensajero Argicida; Hermes lo regaló al excelente jinete Pélope, quien, a su vez, lo entregó a Atreo, pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a Tiestes, rico en ganado, y Tiestes lo dejó a Agamenón para que reinara en muchas islas y en todo el país de Argos‑, y, descansando el rey sobre el arrimo del cetro, habló así a los argivos:

‑¡Oh amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! En grave infortunio envolvióme Zeus Cronida. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilio, y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me ordena regresar a Argos, sin gloria, después de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras porque su poder es inmenso. Vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana. ¡Un ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana a ineficaz! ¡Combatir contra un número menor de hombres y no saberse aún cuándo la contienda tendrá fin! Pues, si aqueos y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos, y reunidos cuantos troyanos hay en sus hogares y agrupados nosotros los aqueos en décadas, cada una de éstas eligiera un troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin escanciador. ¡En tanto digo que superan los aqueos a los troyanos que en la ciudad moran! Pero han venido en su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de mi intento y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Ilio. Nueve años del gran Zeus transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras esposas a hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no hemos dado cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, procedamos todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos Troya, la de anchas calles.

Así dijo; y a todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el corazón en el pecho. Agitóse el ágora como las grandes olas que en el mar Icario levantan el Euro y el Noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Zeus. Como el Céfiro mueve con violento soplo un crecido trigal y se cierne sobre las espigas, de igual manera se movió toda el ágora. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; exhórtanse a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo.

Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los argivos, si Hera no hubiese dicho a Atenea:

‑¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! ¿Huirán los argivos a sus casas, a su patria tierra por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos de broncíneas corazas, detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.

Así habló. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo llegó presto a las veloces naves aqueas y halló a Ulises, igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de muchos bancos, porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y poniéndose a su lado, díjole Atenea, la de ojos de lechuza:

‑¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¿Así, pues, huiréis a vuestras casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis como trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos y no cejes: detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos bajeles.

Así dijo. Ulises conoció la voz de la diosa en cuanto le habló; tiró el manto, que recogió el heraldo Euríbates de Ítaca, que lo acompañaba; corrió hacia el Atrida Agamenón, para que le diera el imperecedero cetro paterno; y, con éste en la mano, enderezó a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.

Cuando encontraba a un rey o a un capitán eximio, parábase y lo detenía con suaves palabras.

‑¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Deténte y haz que los demás se detengan también. Aún no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos prueba, y pronto castigará a los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que dijo. No sea que, irritándose, maltrate a los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos de Zeus, es terrible, porque su dignidad procede del próvido Zeus y éste los ama.

Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y lo increpaba de esta manera:

‑¡Desdichado! Estáte quieto y escucha a los que te aventajan en bravura; tú, débil a inepto para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquél a quien el hijo del artero Crono ha dado cetro y leyes para que reine sobre nosotros.

‑Así Ulises, actuando como supremo jefe, imponía su voluntad al ejército; y ellos se apresuraban a volver de las tiendas y naves al ágora, con gran vocerío, como cuando el oleaje del estruendoso mar brama en la playa anchurosa y el ponto resuena.

Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites, que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes, y lo que a él le pareciera hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanlo de un modo especial Aquiles y Ulises, a quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, decía oprobios al divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban a irritaban mucho contra él, seguía increpándolo a voz en grito:

‑¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de bronce y en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que a nadie cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que alguno de los troyanos, domadores de caballos, te traiga de Ilio para redimir al hijo que yo a otro aqueo haya hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien te junte el amor y que tú solo poseas? No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los aqueos. ¡Oh cobardes, hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la patria y dejémoslo aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no nuestra ayuda; ya que ha ofendido a Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su indolencia; si no fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.

Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. En seguida el divino Ulises se detuvo a su lado; y mirándolo con torva faz, lo increpó duramente:

‑¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo disputar con los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a Ilio con los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le dan muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando como ahora, no conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea llamado padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de castigarte con afrentosos azotes.

Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros. Tersites se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con aire de simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino:

‑¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no lo impulsará en lo sucesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes.

‑Así hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro en la mano (Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él estaba, impuso silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran su discurso y meditaran sus consejos), y benévolo los arengó diciendo:

‑¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales de voz articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de caballos: que no te irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o viudas, se lamentan unos con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de volver afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su mujer, cuando ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar alborotado; y nosotros hace ya nueve años, con el presente, que aquí permanecemos. No me enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero sería bochornoso haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito. Tened paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la predicción de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que no habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos de lo que ocurrió en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que cantos males habían de traer a Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales, junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba agua cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja espalda, que el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la rama cimera de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se acurrucaban debajo de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El dragón devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno de sus hijos quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella chillaba. Después que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo había mostrado obró en él un prodigio: el hijo del artero Crono transformólo en piedra, y nosotros, inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y portentosas acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcante, vaticinando, exclamó: «¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho, y, con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fue lo que dijo y todo se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que tomemos la gran ciudad de Príamo!

Así habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las naves, aplaudieron el discurso del divino Ulises. Y Néstor, caballero gerenio, los arengó diciendo:

‑¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los bélicos trabajos. ¿Qué es de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los consejos, los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro y los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con palabras y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz para conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión a los argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordancia con los demás aqueos desean, aunque no lograran su propósito, regresar a Argos antes de saber si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que el prepotente Cronida nos prestó su asentimiento, relampagueando por el diestro lado y haciéndonos favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de ligero andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa por volver a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la huida y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra nave de muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey! No dejes de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros lo damos. No es despreciable lo que voy a decirte: Agrupa a los hombres, oh Agamenón, por tribus y familias, para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo hicieres y lo obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes y cuáles valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad por la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la guerra.

Y, respondiéndole, el rey Agamenón le dijo:

‑De nuevo, oh anciano, superas en el ágora a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, tuviera yo entre los aqueos diez consejeros semejantes; entonces la ciudad del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus Cronida, que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas. Aquiles y yo peleamos con encontradas razones por una joven, y fui el primero en irritarme; si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la ruina de los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno afile la lanza, prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el carro, apercibiéndose para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo Ares. Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los valientes guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, sudará en torno del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los corceles arrastrando los pulimentados carros. Y aquél que se quede voluntariamente en las corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se librará de los perros y de las aves de rapiña.

Así dijo. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas por el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no to dejan mientras soplan los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios, quiénes a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la muerte y del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de cinco años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos Ayantes y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Espontáneamente se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en medio, el poderoso Agamenón oró diciendo:

‑¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el éter! ¡No se ponga el sol ni sobrevenga la obscuridad antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza la coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de cara en el polvo y mordiendo la tierra!

Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no envidiable labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y después de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de carne, los quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las pusieron al fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de su respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, Néstor, el caballero gerenio, comenzó a decirles:

‑¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! No nos entretengamos en hablar, ni difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea, los heraldos de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de los bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover cuanto antes un vivo combate.

Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que los heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el pregón, y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían formar a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la preciosa inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien labrados y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre los aqueos, instigábalos a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate, que volver a la patria tierra en las cóncavas naves.

Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego se propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las broncíneas armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del éter.

De la suerte que las alígeras aves ‑gansos, grullas o cisnes cuellilargos‑ se posan en numerosas bandadas y chillando en la pradera Asia, cerca de la corriente del Caístro, vuelan acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena; de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido prado del Escamandrio llegaron a juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las hojas y Bores que en la primavera nacen.

Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan agrupadas por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número reuniéronse en la llanura los melenudos aqueos, deseosos de acabar con los troyanos.

Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores separan las cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el poderoso Agamenón, semejante en la cabeza y en los ojos a Zeus, que se goza en lanzar rayos, en el cinturón, a Ares, y en el pecho, a Poseidón. Como en el hato el macho vacuno más excelente es el toro, que sobresale entre las vacas reunidas, de igual manera hizo Zeus que Agamenón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos héroes.

Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilio fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespía, Grea y la vasta Micaleso, los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocálea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisbe, abundante en palomas; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante; los que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso bosque de Poseidón, y las ciudades de Arne, abundante en uvas, Midea, Nisa divina y Antedón fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían embarcado ciento veinte beocios.

De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Áctor Azida. Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se unió con ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden los seguían.

Mandaban a los foceos Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ífito Naubólida. Los de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitaban en Anemoria, Jámpolis y la ribera del divinal río Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea en las fuentes del mismo río: todos éstos habían llegado en cuarenta negras naves. Los caudillos ordenaban entonces las filas de los focios, que en las batallas combatían a la izquierda de los beocios.

Acaudillaba a los locrios que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfe, Augías amena, Tarfe y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayante de Oileo, menor, mucho menor que Ayante Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el manejo de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanlo cuarenta negras naves, en las cuales habían venido los locrios que viven más aá de la sagrada Eubea.

Los abantes de Eubea, que respiraban valor y residían en Calcis, Eretria, Histiea, abundante en uvas, Cerinto marítima, Dío, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran capitaneados por el magnánimo Elefénor Calcodontíada, vástago de Ares. Con tal caudillo llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte posterior de la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las corazas en los pechos de los enemigos. Seguíanlo cuarenta negras naves.

Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo del magnánimo Erecteo, a quien Atenea, hija de Zeus, crió ‑habíale dado a luz la fértil tierra- y puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los años sacrificios propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo de Péteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ése poner en orden de batalla, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos; sólo Néstor competía con él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves lo seguían.

Ayante había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las falanges atenienses.

Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíone y Ásine en profundo golfo situadas, Trecén, Eyones y Epidauro, abundante en vides, y los jóvenes aqueos de Egina y Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea; Esténelo, hijo del famoso Capaneo, y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era jefe supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves los seguían.

Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretírea deleitosa y Sición, donde antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos éstos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Atrida. Muchos y valientes varones condujo este príncipe que entonces vestía el luciente bronce, ufano de sobresalir entre todos los héroes por su valor y por mandar a mayor número de hombres.

Los de la honda y cavernosa Lacedemonia que residían en Faris, Esparta y Mesa, abundante en palomas; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de Amiclas y Helos marítima, y habitaban en Laa y Étilo: todos éstos llegaron en sesenta naves al mando del hermano de Agamenón, de Menelao, valiente en el combate, y se armaban formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a combatir y anhelaba en su corazón vengar la huida y los gemidos de Helena.

Los que cultivaban el campo en Pilos, Arene deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y la bien edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisente, Anfigenia, Pteleo, Helos y Dorio (donde las Musas, saliéndole al camino a Támiris el tracio, lo privaron de cantar cuando volvía de la casa de Éurito el ecalieo; pues jactóse de que saldría vencedor, aunque cantaran las propias Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas lo cegaron, lo privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara) eran mandados por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas naves.

Los que habitaban en la Arcadia al pie del alto monte de Cilene y cerca de la tumba de Épito, país de belicosos guerreros; los de Féneo, Orcómeno, abundante en ovejas, Ripe, Estratia y Enispe ventosa; y los que poseían las ciudades de Tegea, Mantinea deliciosa, Estínfalo y Parrasia: todos éstos llegaron al mando del rey Agapenor, hijo de Anceo, en sesenta naves. En cada una de éstas se embarcaron muchos arcadios ejercitados en la guerra. El mismo rey de hombres, Agamenón, les facilitó las naves de muchos bancos, para que atravesaran el vinoso ponto; pues ellos no se cuidaban de las cosas del mar.

Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina Élide, desde Hirmina y Mírsino, la fronteriza, por un lado y la roca Olenia y Alesio por el otro, tenían cuatro caudillos y cada uno de éstos mandaba diez veleras naves tripuladas por muchos epeos. De dos divisiones eran respectivamente jefes Anfímaco y Talpio, hijo aquél de Ctéato y éste de Éurito y nietos de Actor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y de la cuarta, el deiforme Polixino, hijo del rey Agástenes Augeida.

Los de Duliquio y las sagradas islas Equinas, situadas al otro lado del mar frente a la Elide, eran mandados por Meges Filida, igual a Ares, a quien engendró el jinete Fileo, caro a Zeus, cuando por haberse enemistado con su padre emigró a Duliquio. Cuarenta negras naves lo seguían.

Ulises acaudillaba a los cefalenios de ánimo altivo. Los de ítaca y su frondoso Nérito; los que cultivaban los campos de Crocilea y de la escarpada Egílipe; los que habitaban en Zacinto; los que vivían en Samos y sus alrededores; los que estaban en el continente y los que ocupaban la orilla opuesta: todos ellos obedecían a Ulises, igual a Zeus en prudencia. Doce naves de rojas proas lo seguían.

Toante, hijo de Andremón, regía a los etolios que habitaban en Pleurón, Oleno, Pilene, Calcis marítima y Calidón pedregosa. Ya no existían los hijos del magnánimo Eneo, ni éste; y muerto también el rubio Meleagro, diéronse a Toante todos los poderes para que reinara sobre los etolios. Cuarenta negras naves los seguían.

Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los que vivían en Cnoso, Gortina amurallada, Licto, Mileto, blanca Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y los que ocupaban la isla de Creta con sus cien ciudades: todos éstos eran gobernados por Idomeneo, famoso por su lanza, que con Meriones, igual al homicida Enialio, compartía el mando. Seguíanlo ochenta negras naves.

Tlepólemo Heraclida, valiente y alto de cuerpo, condujo en nueve buques a los fieros rodios que vivían, divididos en tres pueblos, en Lindo, Yáliso y Camiro la blanca. De éstos era caudillo Tlepólemo, famoso por su lanza, a quien Astioquía concibió del fornido Heracles, cuando el héroe se la llevó de Éfira, de la ribera del río Seleente, después de haber asolado muchas ciudades defendidas por nobles mancebos. Cuando Tlepólemo, criado en el magnífico palacio, hubo llegado a la juventud, mató al anciano tío materno de su padre, a Licimnio, vástago de Ares; y como los demás hijos y nietos del fuerte Heracles lo amenazaron, construyó naves, reunió mucha gente y huyó por el ponto. Errante y sufriendo penalidades pudo llegar a Rodas, y allí se estableció con los suyos, que formaron tres tribus. Se hicieron querer de Zeus, que reina sobre los dioses y los hombres, y el Cronión les dio abundante riqueza.

Nireo condujo desde Sime tres naves bien proporcionadas; Nireo, hijo de Aglaya y del rey Cáropo; Nireo, el más hermoso de los dánaos que fueron a Ilio, si exceptuamos al eximio Pelida; pero era tímido, y poca la gente que mandaba.

Los que habitaban en Nísiros, Crápato, Caso, Cos, ciudad de Eurípilo, y las islas Calidnas, tenían por jefes a Fidipo y Antifo, hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta cóncavas naves en orden lo seguían.

Cuantos ocupaban el Argos pélásgico, los que vivían en Alo, Álope y Traquine y los que poseían la Ftía y la Hélade de lindas mujeres, y se llamaban mirmidones, helenos y aqueos, tenían por capitán a Aquiles y habían llegado en cincuenta naves. Mas éstos no se cuidaban entonces del combate horrísono, por no tener quien los llevara a la pelea: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, no salía de las naves, enojado a causa de la joven Briseide, de hermosa cabellera, a la cual había hecho cautiva en Lirneso, cuando después de grandes fatigas destruyó esta ciudad y las murallas de Teba, dando muerte a los belicosos Mines y Epístrofo, hijos del rey Eveno Selepíada. Afligido por ello, se entregaba al ocio; pero pronto había de levantarse.

Los que habitaban en Fílace, Píraso florida, que es lugar consagrado a Deméter; Itón, criadora de ovejas; Antrón marítima y Pteleo herbosa, fueron acaudillados por el aguerrido Protesilao mientras vivió, pues ya entonces teníalo en su seno la negra tierra: matólo un dárdano cuando saltó de la nave mucho antes que los demás aqueos, y en Fílace quedaron su desolada esposa y la casa a medio acabar. Con todo, no carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos al que antes tuvieron, pues los ordenaba para el combate Podarces, vástago de Ares, hijo de Ificlo Filácida, rico en ganado, y hermano menor del animoso Protesilao. Éste era mayor y más valiente. Sus hombres, pues, no estaban sin caudillo; pero sentían soledad de aquél, que tan esforzado había sido. Cuarenta negras naves lo seguían.

Los que moraban en Feras situada a orillas del lago Bebeide, Beba, Gláfiras y Yolco bien edificada, habían llegado en once naves al mando de Eumelo, hijo querido de Admeto y de Alcestis, divina entre las mujeres, que era la más hermosa de las hijas de Pelias.

Los que cultivaban los campos de Metone y Taumacia y los que poseían las ciudades de Melibea y Olizón fragosa, tuvieron por capitán a Filoctetes, hábil arquero, y llegaron en siete naves: en cada una de éstas se embarcaron cincuenta remeros muy expertos en combatir valerosamente con el arco. Mas Filoctetes se hallaba padeciendo fuertes dolores en la divina isla de Lemnos, donde lo dejaron los aqueos después que lo mordió ponzoñoso reptil. Allí permanecía afligido; pero pronto en las naves habían de acordarse los argivos del rey Filoctetes. No carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de menos a su caudillo, pues los ordenaba para el combate Medonte, hijo bastardo de Oileo, asolador de ciudades, de quien lo tuvo Rena.

De los de Trica, Itome de quebrado suelo, y Ecalia, ciudad de Éurito el ecalieo, eran capitanes dos hijos de Asclepio y excelentes médicos: Podalirio y Macaón. Treinta cóncavas naves en orden los seguían.

Los que poseían la ciudad de Ormenio, la fuente Hiperea, Asterio y las blancas cimas del Títano, eran mandados por Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras naves lo seguían.

A los de Argisa, Girtone, Orte, Elone y la blanca ciudad de Olosón, los regía el intrépido Polipetes, hijo de Pirítoo y nieto de Zeus inmortal (habíalo dado a luz la ínclita Hipodamía el mismo día en que Pirítoo, castigando a los hirsutos centauros, los echó del Pelio y los obligó a retirarse hacia los étices). Pero no estaba solo, sino que con él compartía el mando Leonteo, vástago de Ares, hijo del animoso Corono Ceneida. Cuarenta negras naves los seguían.

Guneo condujo desde Cifo en veintidós naves a los enienes a intrépidos perebos; aquéllos tenían su morada en Dodona, de fríos inviernos, y éstos cultivaban los campos a orillas del hermoso Titareso, que vierte sus cristalinas aguas en el Peneo de argénteos vórtices; pero no se mezcla con él, sino que sobrenada como aceite, porque es un arroyo del agua de la Éstige, que se invoca en los terribles juramentos.

A los magnetes gobernábalos Prótoo, hijo de Tentredón. Los que habitaban a orillas del Peneo y en el frondoso Pelio tenían, pues, por jefe al ligero Prótoo. Cuarenta negras naves lo seguían.

Tales eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Dime, Musa, cuál fue el mejor de los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas llegaron.

Entre los corceles sobresalían las yeguas del Feretíada, que guiaba Eumelo: eran ligeras como aves, apeladas, y de la mísma edad y altura; criólas Apolo, el del arco de plata, en Perea, y llevaban consigo el terror de Ares. De los guerreros el más valiente fue Ayante Telamonio mientras duró la cólera de Aquiles, pues éste lo superaba mucho; y también eran los mejores caballos los que llevaban al eximio Pelión. Mas Aquiles permanecía entonces en las corvas naves surcadoras del ponto, por estar irritado contra Agamenón Atrida, pastor de hombres; su gente se solazaba en la playa tirando discos, venablos o flechas; los corceles comían loto y apio palustre cerca de los carros de los capitanes que permanecían enfundados en las tiendas, y los guerreros, echando de menos a su jefe, caro a Ares, discurrían por el campamento y no peleaban.

Ya los demás avanzaban a modo de incendio que se propagase por toda la comarca; y como la tierra gime cuando Zeus, que se complace en lanzar rayos, airado, la azota en Arimos, donde dicen que está el lecho de Tifoeo; de igual manera gemía grandemente debajo de los que iban andando y atravesaban con ligero paso la llanura.

Dio a los troyanos la triste noticia Iris, la de los pies ligeros como el viento, a quien Zeus, que lleva la égida, había enviado como mensajera. Todos ellos, jóvenes y viejos, hallábanse reunidos en los pórticos del palacio de Príamo y deliberaban. Iris, la de los pies ligeros, se les presentó tomando la figura y voz de Polites, hijo de Príamo; el cual, confiando en la agilidad de sus pies, se sentaba como atalaya de los troyanos en la cima del túmulo del anciano Esietes y observaba cuando los aqueos partían de las naves para combatir. Así transfigurada, dijo Iris, la de los pies ligeros:

‑ ¡Oh anciano! Te placen los discursos interminables como cuando teníamos paz, y una obstinada guerra se ha promovido. Muchas batallas he presenciado, pero nunca vi un ejército tal y tan grande como el que viene por la llanura a pelear contra la ciudad, formado por tantos hombres cuantas son las hojas o las arenas. ¡Héctor! Te recomiendo encarecidamente que procedas de este modo: Como en la gran ciudad de Príamo hay muchos auxiliares y no hablan una misma lengua hombres de países tan diversos, cada cual mande a aquellos de quienes es príncipe y acaudille a sus conciudadanos, después de ponerlos en orden de batalla.

Así dijo; y Héctor, conociendo la voz de la diosa, disolvió el ágora. Apresuráronse a tomar las armas, abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los que en carros combatían, y se produjo un gran tumulto.

Hay en la llanura, frente a la ciudad, una excelsa colina aislada de las demás y accesible por todas partes, a la cual los hombres llaman Batiea y los inmortales tumba de la ágil Mirina: ahí fue donde los troyanos y sus auxiliares se pusieron en orden de batalla.

A los troyanos mandábalos el gran Héctor Priámida, el de tremolante casco. Con él se armaban las tropas más copiosas y valientes, que ardían en deseos de blandir las lanzas.

De los dardanios era caudillo Eneas, valiente hijo de Anquises, de quien lo tuvo la divina Afrodita después que la diosa se unió con el mortal en un bosque del Ida. Con Eneas compartían el mando dos hijos de Anténor: Arquéloco y Acamante, diestros en toda suerte de pelea.

Los ricos troyanos que habitaban en Zelea, al pie del Ida, y bebían el agua del caudaloso Esepo, eran gobernados por Pándaro, hijo ilustre de Licaón, a quien Apolo en persona dio el arco.

Los que poseían las ciudades de Adrastea, Apeso, Pitiea y el alto monte de Terea, estaban a las órdenes de Adrasto y Anfio, de coraza de lino: ambos eran hijos de Mérope Percosio, el cual conocía como nadie el arte adivinatoria y no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos no lo obedecieron, impelidos por las parcas de la negra muerte.

Los que moraban en Percote, a orillas del Practio, y los que habitaban en Sesto, Abidos y la divina Arisbe eran mandados por Asio Hirtácida, príncipe de hombres, a quien fogosos y corpulentos corceles condujeron desde Arisbe, desde la ribera del río Seleente.

Hipótoo acaudillaba las tribus de los valerosos pelasgos que habitaban en la fértil Larisa. Mandábanlos.él y Pileo, vástago de Ares, hijos del pelasgo Leto Teutámida.

A los tracios, que viven a orillas del alborotado Helesponto, los regían Acamante y el héroe Píroo.

Eufemo, hijo de Treceno Céada, alumno de Zeus, era el capitán de los belicosos cícones.

Pirecmes condujo los peonios, de corvos arcos, desde la lejana Amidón, desde la ribera del anchuroso Axio; del Axio, cuyas límpidas aguas se esparcen por la tierra.

A los paflagonios, procedentes del país de los énetos, donde se crían las mulas cerriles, los mandaba Pilémenes, de corazón varonil: aquéllos poseían la ciudad de Citoro, cultivaban los campos de Sésamo y habitaban magníficas casas a orillas del río Partenio, en Cromna, Egíalo y los altos montes Eritinos.

Los halizones eran gobernados por Odio y Epístrofo y procedían de lejos: de Álibe, donde hay yacimientos de plata.

A los misios los regían Cromis y el augur Énnomo, que no pudo librarse, a pesar de los agüeros, de la negra muerte; pues sucumbió a manos del Eácida, el de los pies ligeros, en el río donde éste mató también a otros troyanos.

Forcis y el deiforme Ascanio acaudillaban a los frigios que habían llegado de la remota Ascania y anhelaban entrar en batalla.

A los meonios los gobernaban Mestles y Antifo, hijos de Talémenes, a quienes dio a luz la laguna Gigea. Tales eran los jefes de los meonios, nacidos al pie del Tmolo.

Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban la ciudad de Mileto, el frondoso monte Ftirón, las orillas del Meandro y las altas cumbres de Mícale tenían por caudillos a Nastes y Anfímaco, preclaros hijos de Nomión; Nastes y Anfímaco, que iba al combate cubierto de oro como una doncella. ¡Insensato! No por ello se libró de la triste muerte, pues sucumbió en el río a manos del celerípede Eácida del aguerrido Aquiles, el de los pies ligeros; y éste se apoderó del oro.

Sarpedón y el eximio Glauco mandaban a los licios, que procedían de la remota Licia, de la ribera del voraginoso Janto.



CANTO III

Los juramentos y Helena en la muralla

La primera se interrumpe para que se verifique el combate singular de Alejandro y Menelao, que no produce ningún resultado, pues, cuando aquél va a ser vencido, lo arrebata por los aires su madre la diosa Afrodita y lo lleva al lado de Helena.

Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban chillando y gritando como aves ‑así profieren sus voces las grullas en el cielo, cuando, para huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo sobre la corriente del Océano y llevan la ruina y la muerte a los pigmeos, moviéndolos desde el aire cruda guerra‑ y los aqueos marchaban silenciosos, respirando valor y dispuestos a ayudarse mutuamente.

Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla tan poco grata al pastor y más favorable que la noche para el ladrón, y sólo se ve el espacio a que alcanza una pedrada; así también, una densa polvareda se levantaba bajo los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura.

Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció en la primera fila de los troyanos Alejandro, semejante a un dios, con una piel de leopardo en los hombros, el corvo arco y la espada; y, blandiendo dos lanzas de broncínea punta, desafiaba a los más valientes argivos a que con él sostuvieran terrible combate.

Menelao, caro a Ares, violo venir con arrogante paso al frente de la tropa, y, como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y lo devora, aunque lo persigan ágiles perros y robustos mozos; así Menelao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro ‑figuróse que podría castigar al culpable‑ y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.

Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón, y, para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas; así el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de los altivos troyanos.

Advirtiólo Héctor y lo reprendió con injuriosas palabras:

‑¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te valdría más que ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los melenudos aqueos se ríen de haberte considerado como un bravo campeón por tu gallarda figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Y siendo cual eres, ¿reuniste a tus amigos, surcaste los mares en ligeros buques, visitaste a extranjeros y trajiste de remota tierra una mujer linda, esposa y cuñada de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y el pueblo todo, y causa de gozo para los enemigos y de confusión para ti mismo? ¿No esperas a Menelao, caro a Ares? Conocerías de qué varón tienes la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Afrodita, la cabellera y la hermosura, cuando rodaras por el polvo. Los troyanos son muy tímidos; pues, si no, ya estarías revestido de una túnica de piedras por los males que les has causado.

Respondióle el deiforme Alejandro:

‑¡Héctor! Con motivo me increpas y no más de lo justo; pero tu corazón es inflexible como el hacha que hiende un leño y multiplica la fuerza de quien la maneja hábilmente para cortar maderos de navío: tan intrépido es el ánimo que en tu pecho se encierra. No me eches en cara los amables dones de la dorada Afrodita, que no son despreciables los eximios presentes de los dioses y nadie puede escogerlos a su gusto. Y si ahora quieres que luche y combata, detén a los demás troyanos y a los aqueos todos, y dejadnos en medio a Menelao, caro a Ares, y a mí para que peleemos por Helena y sus riquezas: el que venza, por ser más valiente, lleve a su casa mujer y riquezas; y, después de jurar paz y amistad, seguid vosotros en la fértil Troya y vuelvan aquéllos a Argos, criadora de caballos, y a la Acaya, de lindas mujeres.

Así dijo. Oyólo Héctor con intenso placer, y, corriendo al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Los melenudos aqueos le arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero Agamenón, rey de hombres, gritóles con voz recia:

‑Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, el de tremolante casco, quiere decirnos algo.

Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo:

‑Oíd de mis labios, troyanos y aqueos de hermosas grebas, el ofrecimiento de Alejandro por quien se suscitó la contienda. Propone que troyanos y aqueos dejemos las bellas armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro a Ares, peleen en medio por Helena y sus riquezas todas: el que venza, por ser más valiente, llevará a su casa mujer y riquezas, y los demás juraremos paz y amistad.

Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente en la pelea, les habló de este modo:

‑Ahora oídme también a mí. Tengo el corazón traspasado de dolor, y creo que ya, argivos y troyanos, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por mi contienda, que Alejandro originó. Aquél de nosotros para quien se hallen aparejados el destino y la muerte perezca; y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco y una cordera negra para la Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Zeus. Conducid acá a Príamo para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y fementidos: no sea que por alguna trasgresión se quebranten los juramentos prestados invocando a Zeus. El alma de los jóvenes es siempre voluble, y el viejo, cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro a fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes.

Así dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de que iba a terminar la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio mediaba entre ambos ejércitos.

Héctor despachó dos heraldos a la ciudad para que en seguida le trajeran las víctimas y llamaran a Príamo. El rey Agamenón, por su parte, mandó a Taltibio que se llegara a las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció al divino Agamenón.

Entonces la mensajera Iris fue en busca de Helena, la de níveos brazos, tomando la figura de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida, que era la más hermosa de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran tela doble, purpúrea, en la cual entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas corazas, habían padecido por ella por mano de Ares. Paróse Iris, la de los pies ligeros, junto a Helena, y así le dijo:

‑Ven acá, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de los troyanos, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas. Los que antes, ávidos del funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso Ares unos contra otros, se sentaron ‑pues la batalla se ha suspendido‑ y permanecen silenciosos, reclinados en los escudos, con las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro a Ares, lucharán por ti con ingentes lanzas, y el que venza te llamará su amada esposa.

Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de su anterior marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la habitación, cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera sola, pues la acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Clímene, la de ojos de novilla. Pronto llegaron a las puertas Esceas.

Allí, sobre las puertas Esceas, estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio, Hicetaón, vástago de Ares, y los prudentes Ucalegonte y Antenor, ancianos del pueblo; los cuales a causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores, semejantes a las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oír su aguda voz. Tales próceres troyanos había en la torre. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:

‑No es reprensible que troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue a convertirse en una plaga para nosotros y para nuestros hijos.

Así hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo:

‑Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos ‑pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos‑ y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.

Contestó Helena, divina entre las mujeres:

‑Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando, a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi hija querida y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy a responder a tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido sueño.

Así dijo. El anciano contemplólo con admiración y exclamó:

‑¡Atrida feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que lo obedecen. En otro tiempo fui a la Frigia, en viñas abundosa, y vi a muchos de sus naturales ‑los pueblos de Otreo y de Migdón, igual a un dios‑ que con los ágiles corceles acampaban a orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba, a fuer de aliado, el día en que llegaron las varoniles amazonas. Pero no eran tantos como los aqueos de ojos vivos.

Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió a preguntar:

‑Ea, dime también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón Atrida, pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas.

Al momento le respondió Helena, hija de Zeus:

‑Aquél es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crió en la áspera Itaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes consejos.

El sensato Anténor replicó al momento:

‑Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con Menelao, caro a Ares; yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer la condición y los prudentes consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie, sobresalía Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso. Cuando hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba de prisa, poco, pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más joven, se apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse, permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo, no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo o por un estúpido. Mas tan pronto como salían de su pecho las palabras pronunciadas con voz sonora, como caen en invierno los copos de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y entonces ya no admirábamos tanto la figura de héroe.

Reparando la tercera vez en Ayante, dijo el anciano:

‑¿Quién es ese otro aqueo gallardo y alto, que descuella entre los argivos por su cabeza y anchas espaldas?

Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres:

‑Ése es el ingente Ayante, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo, como un dios, entre los cretenses; rodéanlo los capitanes de sus tropas. Muchas veces Menelao, caro a Ares, lo hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo a los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no veo a dos caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me dio mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿O llegaron en las naves, surcadoras del ponto, y no quieren entrar en combate para no hacerse partícipes de mi deshonra y de mis muchos oprobios?

Así habló. A ellos la fértil tierra los tenía ya consigo, en Lacedemonia, en su misma patria.

Los heraldos atravesaban la ciudad con las víctimas para los divinos juramentos, los dos corderos, y el regocijador vino, fruto de la tierra, encerrado en un odre de piel de cabra. El heraldo Ideo llevaba además una reluciente cratera y copas de oro; y, acercándose al anciano, invitólo diciendo:

‑¡Levántate, Laomedontíada! Los próceres de los troyanos, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas, te piden que bajes a la llanura y sanciones los fieles juramentos; pues Alejandro y Menelao, caro a Ares, combatirán con luengas lanzas por la esposa: mujer y riquezas serán del que venza, y, después de pactar amistad con fieles juramentos, nosotros seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán a Argos, criador de caballos, y a Acaya, la de lindas mujeres.

Así dijo. Estremecióse el anciano y mandó a los amigos que engancharan los caballos. Obedeciéronlo solícitos. Subió Príamo y cogió las riendas; a su lado, en el magnífico carro, se puso Antenor. E inmediatamente guiaron los ligeros corceles hacia la llanura por las puertas Esceas.

Cuando hubieron llegado al campo, descendieron del carro al almo suelo y se encaminaron al espacio que mediaba entre los troyanos y los aqueos. Levantóse al punto el rey de hombres, Agamenón, levantóse también el ingenioso Ulises; y los heraldos conspicuos juntaron las víctimas que debían inmolarse para los sagrados juramentos, mezclaron vinos en la cratera y dieron aguamanos a los reyes. El Atrida, con la daga que llevaba junto a la gran vaina de la espada, cortó pelo de la cabeza de los corderos, y los heraldos lo repartieron a los próceres troyanos y aqueos. Y, colocándose el Atrida en medio de todos, oró en alta voz con las manos levantadas:

‑¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! ¡Sol, que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Ríos! ¡Tierra! ¡Y vosotros que en lo profundo castigáis a los muertos que fueron perjuros! Sed todos testigos y guardad los fieles juramentos: Si Alejandro mata a Menelao, sea suya Helena con todas las riquezas y nosotros volvámonos en las naves, surcadoras del ponto; mas si el rubio Menelao mata a Alejandro, devuélvannos los troyanos a Helena y las riquezas todas, y paguen a los argivos la indemnización que sea justa para que llegue a conocimiento de los hombres venideros. Y, si, vencido Alejandro, Príamo y sus hijos se negaren a pagar la indemnización, me quedaré a combatir por ella hasta que termine la guerra.

Dijo, cortóles el cuello a los corderos y los puso palpitantes, pero sin vida, en el suelo; el cruel bronce les había quitado el vigor. Llenaron las copas sacando vino de la cratera, y derramándolo oraban a los sempiternos dioses. Y algunos de los aqueos y de los troyanos exclamaron:

‑¡Zeus gloriosísimo, máximo! ¡Dioses inmortales! Los primeros que obren contra lo jurado, vean derramárseles a tierra, como este vino, sus sesos y los de sus hijos, y sus esposas caigan en poder de extraños.

De esta manera hablaban, pero el Cronión no ratificó el voto. Y Príamo Dardánida les dijo:

‑¡Oídme, troyanos y aqueos, de hermosas grebas! Yo regresaré a la ventosa Ilio, pues no podría ver con estos ojos a mi hijo combatiendo con Menelao, caro a Ares. Zeus y los demás dioses inmortales saben para cuál de ellos tiene el destino preparada la muerte.

Dijo, y el varón igual a un dios colocó los corderos en el carro, subió él mismo y tomó las riendas; a su lado, en el magnífico carro, se puso Anténor. Y al instante volvieron a Ilio.

Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y, echando dos suertes en un casco de bronce, lo meneaban para decidir quién sería el primero en arrojar la broncínea lanza. Los hombres oraban y levantaban las manos a los dioses. Y algunos de los aqueos y de los troyanos exclamaron:

‑¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concede que quien tantos males nos causó a unos y a otros, muera y descienda a la morada de Hades, y nosotros disfrutemos de la jurada amistad.

Así decían. El gran Héctor, el de tremolante casco, agitaba las suertes volviendo el rostro atrás: pronto saltó la de Paris. Sentáronse los guerreros, sin romper las filas, donde cada uno tenía los briosos corceles y las labradas armas. El divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, vistió una magnífica armadura: púsose en las piernas elegantes grebas ajustadas con broches de plata; protegió el pecho con la coraza de su hermano Licaón, que se le acomodaba bien; colgó del hombro una espada de bronce guarnecida con clavos de plata; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la robusta cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho de crines de caballo ondeaba en la cimera, y asió una fornida lanza que su mano pudiera manejar. De igual manera vistió las armas el aguerrido Menelao.

Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre, aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible; y así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote en el escudo liso del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Y Menelao Atrida, disponiéndose a acometer con la suya, oró al padre Zeus:

‑¡Soberano Zeus! Permíteme castigar al divino Alejandro, que me ofendió primero, y hazlo sucumbir a mis manos, para que los hombres venideros teman ultrajar a quien los hospedare y les ofreciere su amistad.

Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida. La ingente lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El Atrida desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos clavos; pero, al herir al enemigo en la cimera del casco, se le cayó de la mano, rota en tres o cuatro pedazos. Y el Atrida, alzando los ojos al anchuroso cielo, se lamentó diciendo:

‑¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza es arrojada inútilmente y no consigo vencerlo.

Dice, y arremetiendo a Paris, cógelo por el casco adornado con espesas crines de caballo, que retuerce, y lo arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió la correa hecha del cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó a los aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para matarlo con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a su hijo con gran facilidad, por ser diosa, y llevólo, envuelto en densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo. Luego fue a llamar a Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró suavemente de su perfumado velo, y, tomando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta, díjole la diosa Afrodita:

‑Ven acá. Te llama Alejandro para que vuelvas a tu casa. Hállase, esplendente por su belleza y sus vestidos, en el torneado lecho de la cámara nupcial. No dirías que viene de combatir, sino que va al baile o que reposa de reciente danza.

Así dijo. Helena sintió que en el pecho le palpitaba el corazón; pero, al ver el hermosísimo cuello, los lindos pechos y los refulgentes ojos de la diosa, se asombró y le dijo:

‑¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, a cualquier populosa ciudad de la Frigia o de la Meonia amena donde algún hombre dotado de palabra te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao ha vencido al divino Alejandro, y quieres que yo, la odiosa, vuelva a su casa? Ve, siéntate al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te conduzcan tus pies al Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te haga su esposa o su esclava. No iré allá, ¡vergonzoso fuera!, a compartir su lecho; todas las troyanas me lo vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban mi corazón.

La divina Afrodita le respondió airada:

‑¡No me irrites, desgraciada! No sea que, enojándome, te desampare; te aborrezca de modo tan extraordinario como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre troyanos y dánaos, y tú perezcas de mala muerte.

Así dijo. Helena, hija de Zeus, tuvo miedo; y, echándose el blanco y espléndido velo, salió en silencio tras la diosa, sin que ninguna de las troyanas lo advirtiera.

Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas volvieron a sus labores, y la divina entre las mujeres se fue derecha a la cámara nupcial de elevado techo. La risueña Afrodita colocó una silla delante de Alejandro; sentóse Helena, hija de Zeus, que lleva la égida, y, apartando la vista de su esposo, lo increpó con estas palabras:

‑¡Vienes de la lucha, y hubieras debido perecer a manos del esforzado varón que fue mi anterior marido! Blasonabas de ser superior a Menelao, caro a Ares, en fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócalo de nuevo a singular combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea que en seguida sucumbas, herido por su lanza.

Respondióle Paris con estas palabras:

‑Mujer, no me zahieras con amargos baldones. Hoy ha vencido Menelao con el auxilio de Atenea; otro día lo venceré yo, pues también tenemos dioses que nos protegen. Mas, ea, acostémonos y volvamos a ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves surcadoras del ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.

Dijo, y empezó a encaminarse al tálamo; y en seguida lo siguió la esposa.

Acostáronse ambos en el torneado lecho, mientras el Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo a Menelao, caro a Ares; que no por amistad lo hubiesen ocultado, pues a todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte. Y Agamenón, rey de hombres, les dijo:

‑iOíd, troyanos, dárdanos y aliados! Es evidente que la victoria quedó por Menelao, caro a Ares; entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización, la que sea justa, para que llegue a conocimiento de los hombres venideros.

Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron.

CANTO IV
Violación de los juramentos - Agamenón revista las tropas

Menelao lo busca por el campo de batalla y recibe en la cintura el impacto de una flecha lanzada por Pándaro, que así rompe la tregua convenida por los dos ejércitos antes de empezar el singular desafío. Entonces comienza una encarnizada lucha entre aqueos y troyanos.

Sentados en el áureo pavimento junto a Zeus, los dioses celebraban consejo. La venerable Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y contemplaban la ciudad de Troya. Pronto el Cronida intentó zaherir a Hera con mordaces palabras; y, hablando fingidamente, dijo:

-Dos son las diosas que protegen a Menelao, Hera argiva y Atenea alalcomenia; pero, sentadas a distancia, se contentan con mirarlo; mientras que Afrodita, amante de la risa, acompaña constantemente al otro y lo Libra de Las parcas, y ahora lo acaba de salvar cuando él mismo creía perecer. Pero, como la victoria quedó por Menelao, caro a Ares, deliberemos sobre sus futuras consecuencias: si conviene promover nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o reconciliar a entrambos pueblos. Si a todos pluguiera y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y Menelao se llevaría la argiva Helena.

Así dijo. Atenea y Hera, que tenían Los asientos contiguos y pensaban en causar daño a Los troyanos, se mordieron Los labios. Atenea, aunque airada contra su padre Zeus y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera no le cupo la ira en el pecho, y exclamó:

‑¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano a ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando reunía el ejército contra Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.

Respondióle muy indignado Zeus, que amontona las nubes:

‑¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que continuamente anheles destruir la bien edificada ciudad de Ilio? Si trasponiendo las puertas de los altos muros, te comieras crudo a Príamo, a sus hijos y a los demás troyanos, quizá tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la memoria: cuando yo tenga vehemente deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no retardes mi cólera y déjame hacer lo que quiera, ya que ésta te la cedo espontáneamente, aunque contra los impulsos de mi alma. De las ciudades que los hombres terrestres habitan debajo del sol y del cielo estrellado, la sagrada Ilio era la preferida de mi corazón, con Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás careció en ella del alimento debido, libaciones y vapor de grasa quemada; que tales son los honores que se nos deben.

Contestóle en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:

‑Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré siquiera. Y si me opusiere y no lo permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Crono engendróme la más venerable, por mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses inmortales nos seguirán. Manda presto a Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los troyanos y los aqueos, y procure que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.

Así dijo. No desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y, dirigiéndose a Atenea, profirió en seguida estas aladas palabras:

‑Ve muy presto al campo de los troyanos y de los aqueos, y procura que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.

Con tales voces instigólo a hacer lo que ella misma deseaba; y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como señal por el hijo del artero Crono a los navegantes o a los individuos de un gran ejército, despide gran número de chispas; de igual modo Palas Atenea se lanzó a la tierra y cayó en medio del campo. Asombráronse cuantos la vieron, así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, y no faltó quien dijera a su vecino:

‑O empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o Zeus, árbitro de la guerra humana, pondrá amistad entre ambos pueblos.

De esta manera hablaban algunos de los aqueos y de los troyanos. La diosa, transfigurada en varón ‑parecíase a Laódoco Antenórida, esforzado combatiente‑, penetró por el ejército troyano buscando al deiforme Pándaro. Halló por fin al eximio y fuerte hijo de Licaón en medio de las filas de hombres valientes, escudados, que con él habían llegado de las orillas del Esepo; y, deteniéndose cerca de él, le dijo estas aladas palabras:

‑¿Querrás obedecerme, hijo valeroso de Licaón? ¡Te atrevieras a disparar una veloz flecha contra Menelao! Alcanzarías gloria entre los troyanos y te lo agradecerían todos, y particularmente el príncipe Alejandro; éste te haría espléndidos presentes, si viera que a Menelao, belicoso hijo de Atreo, lo subían a la triste pira, muerto por una de tus flechas. Ea, tira una saeta al ínclito Menelao, y vota sacrificar a Apolo nacido en Licia, célebre por su arco, una hecatombe perfecta de corderos primogénitos cuando vuelvas a tu patria, la sagrada ciudad de Zelea.

Así dijo Atenea. El insensato se dejó persuadir, y asió en seguida el pulido arco hecho con las astas de un lascivo buco montés, a quien él había acechado y herido en el pecho cuando saltaba de un peñasco: el animal cayó de espaldas en la roca, y sus cuernos de dieciséis palmos fueron ajustados y pulidos por hábil artífice y adornados con anillos de oro. Pándaro tendió el arco, bajándolo a inclinándolo al suelo, y sus valientes amigos lo cubrieron con los escudos, para que los belicosos aqueos no arremetieran contra él antes que Menelao, aguerrido hijo de Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una flecha nueva, alada, causadora de acerbos dolores; adaptó en seguida a la cuerda del arco la amarga saeta, y votó a Apolo nacido en Licia, el de glorioso arco, sacrificarle una espléndida hecatombe de corderos primogénitos cuando volviera a su patria, la sagrada ciudad de Zelea. Y, cogiendo a la vez las plumas y el bovino nervio, tiró hacia su pecho y acercó la punta de hierro al arco. Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda y saltó la puntiaguda flecha deseosa de volar sobre la multitud.

No se olvidaron de ti, oh Menelao, los felices a inmortales dioses y especialmente la hija de Zeus, que impera en las batallas; la cual, poniéndose delante, desvió la amarga flecha: apartóla del cuerpo como la madre ahuyenta una mosca de su niño que duerme con plácido sueño, y la dirigió al lugar donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y la coraza era doble. La amarga saeta atravesó el ajustado cinturón, obra de artífice; se clavó en la magnífica coraza, y, rompiendo la chapa que el héroe llevaba para proteger el cuerpo contra las flechas y que lo defendió mucho, rasguñó la piel y al momento brotó de la herida la negra sangre.

Como una mujer meonia o caria tiñe en púrpura el marfil que ha de adornar el freno de un caballo, muchos jinetes desean llevarlo y aquélla lo guarda en su casa para un rey a fin de que sea ornamento para el caballo y motivo de gloria para el caballero; de la misma manera, oh Menelao, se tiñeron de sangre tus bien formados muslos, las piernas, y más abajo los hermosos tobillos.

Estremecióse el rey de hombres, Agamenón, al ver la negra sangre que manaba de la herida. Estremecióse asimismo Menelao, caro a Ares; mas, como advirtiera que quedaban fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo en su pecho. Y el rey Agamenón, asiendo de la mano a Menelao, dijo entre hondos suspiros mientras los compañeros gemían:

‑¡Hermano querido! Para tu muerte celebré el jurado convenio cuando te puse delante de todos a fin de que lucharas por los aqueos, tú solo, con los troyanos. Así te han herido: pisoteando los juramentos de fidelidad. Pero no serán inútiles el pacto, la sangre de los corderos, las libaciones de vino puro y el apretón de manos en que confiábamos. Si el Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde, y pagarán cuanto hicieron con una gran pena: con sus propias cabezas, sus mujeres y sus hijos. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada llio, y Priamo, y su pueblo armado con lanzas de Fresno; el excelso Zeus Cronida, que vive en el éter, irritado por este engaño, agitará contra ellos su égida espantosa. Todo esto ha de suceder irremisiblemente. Pero será grande mi pesar, oh Menelao, si mueres y llegas al término fatal de tu vida, y he de volver con gran oprobio a la árida Argos; porque los aqueos se acordarán en seguida de su tierra patria, dejaremos como trofeos en poder de Príamo y de los troyanos a la argiva Helena, y tus huesos se pudrirán en Troya a causa de una empresa no llevada a cumplimiento. Y alguno de los troyanos soberbios exclamará, saltando sobre la tumba del glorioso Menelao: «Así efectúe Agamenón todas sus venganzas como ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó a su patria con las naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao.» Y cuando esto diga, ábraseme la anchurosa tierra.

Para tranquilizarlo, respondió el rubio Menelao:

‑Ten ánimo y no espantes a los aqueos. La aguda flecha no se me ha clavado en sitio mortal, pues me protegió por fuera el labrado cinturón y por dentro la faja y la chapa que forjaron obreros broncistas.

Contestóle el rey Agamenón, diciendo:

‑¡Ojalá sea así, querido Menelao! Un médico reconocerá la herida y le aplicará drogas que calmen los terribles dolores.

Dijo, y en seguida dio esta orden al divino heraldo Taltibio:

‑¡Taltibio! Llama pronto a Macaón, el hijo del insigne médico Asclepio, para que reconozca al aguerrido Menelao, hijo de Atreo, a quien ha flechado un hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.

Así dijo, y el heraldo al oírlo no desobedeció. Fuese por entre los aqueos, de broncíneas corazas, buscó con la vista al héroe Macaón y lo halló en medio de las fuertes filas de hombres escudados que lo habían seguido desde Trica, criadora de caballos. Y, deteniéndose cerca de él, le dirigió estas aladas palabras:

‑¡Ven, Asclepíada! Te llama el rey Agamenón para que reconozcas al aguerrido Menelao, caudillo de los aqueos, a quien ha flechado hábil arquero troyano o licio; gloria para él y llanto para nosotros.

Así dijo, y Macaón sintió que en el pecho se le conmovía el ánimo. Atravesaron, hendiendo por la gente, el espacioso campamento de los aqueos; y llegando al lugar donde fue herido el rubio Menelao (éste aparecía como un dios entre los principales caudillos que en torno de él se habían congregado), Macaón arrancó la flecha del ajustado cíngulo; pero, al tirar de ella, rompiéronse las plumas, y entonces desató el vistoso cinturón y quitó la faja y la chapa que habían hecho obreros broncistas. Tan pronto como vio la herida causada por la cruel saeta, chupó la sangre y aplicó con pericia drogas calmantes que a su padre había dado Quirón en prueba de amistad.

Mientras se ocupaban en curar a Menelao, valiente en la pelea, llegaron las huestes de los escudados troyanos; vistieron aquéllos la armadura, y ya sólo pensaron en el combate.

Entonces no hubieras visto que el divino Agamenón se durmiera, temblara o rehuyera el combate, pues iba presuroso a la lid, donde los varones alcanzan gloria. Dejó los caballos y el carro de broncíneos adornos ‑Eurimedonte, hijo de Ptolomeo Piraída, se quedó a cierta distancia con los fogosos corceles‑, encargó al auriga que no se alejara por si el cansancio se apoderaba de sus miembros, mientras ejercía el mando sobre aquella multitud de hombres y empezó a recorrer a pie las hileras de guerreros. A cuantos veía, de entre los dánaos de ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los animaba diciendo:

‑¡Argivos! No desmaye vuestro impetuoso valor. El padre Zeus no protegerá a los pérfidos: como han sido los primeros en faltar a lo jurado, sus tiernas carnes serán pasto de buitres y nosotros nos llevaremos en las naves a sus esposas e hijos cuando tomemos la ciudad.

A los que veía remisos en marchar al odioso combate, los increpaba con iracundas voces:

‑¡Argivos que sólo con el arco sabéis pelear, hombres vituperables! ¿No os avergonzáis? ¿Por qué os hallo atónitos como cervatos que, habiendo corrido por espacioso campo, se detienen cuando ningún vigor queda en su pecho? Así estáis vosotros: pasmados y sin combatir. ¿Aguardáis acaso que los troyanos lleguen a la orilla del espumoso mar donde tenemos las naves de lindas popas, para ver si el Cronión extiende su mano sobre vosotros?

De tal suerte revistaba, como generalísimo, las filas de guerreros. Andando por entre la muchedumbre, llegó al sitio donde los cretenses vestían las armas con el aguerrido Idomeneo. Éste, semejante a un jabalí por su bravura, se hallaba en las primeras filas, y Meriones enardecía a los soldados de las últimas falanges. Al verlos, el rey de hombres, Agamenón, se alegró y al punto dijo a Idomeneo con suaves voces:

‑¡Idomeneo! Te honro de un modo especial entre los dánaos, de ágiles corceles, así en la guerra a otra empresa, como en el banquete, cuando los próceres argivos beben el negro vino de honor mezclado en las crateras. A los demás aqueos de larga cabellera se les da su ración; pero tú tienes siempre la copa llena, como yo, y bebes cuanto te place. Corre ahora a la batalla y muestra el denuedo de que te jactas.

Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:

‑¡Atrida! Siempre he de ser tu amigo fiel, como lo aseguré y prometí que lo sería. Pero exhorta a los demás melenudos aqueos, para que cuanto antes peleemos con los troyanos, ya que éstos han roto los pactos. La muerte y toda clase de calamidades les aguardan, por haber sido los primeros en faltar a lo jurado.

Así dijo, y el Atrida con el corazón alegre pasó adelante. Andando por entre la muchedumbre llegó al sitio donde estaban los Ayantes. Éstos se armaban, y una nube de infantes los seguía. Como el nubarrón, impelido por el céfiro, camina sobre el mar y se le ve a lo lejos negro como la pez y preñado de tempestad, y el cabrero se estremece al divisarlo desde una altura, y, antecogiendo el ganado, lo conduce a una cueva; de igual modo iban al dañoso combate, con los Ayantes, las densas y obscuras falanges de jóvenes ilustres, erizadas de lanzas y escudos. Al verlos, el rey Agamenón se regocijó, y dijo estas aladas palabras:

‑¡Ayantes, príncipes de los argivos de broncíneas corazas! A vosotros ‑inoportuno fuera exhortaros‑ nada os encargo, porque ya instigáis al ejército a que pelee valerosamente. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, que hubiese el mismo ánimo en todos los pechos, pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y destruida por nuestras manos.

Cuando así hubo hablado, los dejó y se fue hacia otros. Halló a Néstor, elocuente orador de los pilios, ordenando a los suyos y animándolos a pelear, junto con el gran Pelagonte, Alástor, Cromio, el poderoso Hemón y Biante, pastor de hombres. Ponía delante, con los respectivos carros y corceles, a los que desde aquéllos combatían; detrás, a gran copia de valientes peones que en la batalla formaban como un muro, y en medio, a los cobardes para que mal de su grado tuviesen que combatir. Y, dando instrucciones a los primeros, les encargaba que sujetaran los caballos y no promoviesen confusión entre la muchedumbre:

‑Nadie, confiando en su pericia ecuestre o en su valor, quiera luchar solo y fuera de las filas con los troyanos; que asimismo nadie retroceda; pues con mayor facilidad seríais vencidos. El que caiga del carro y suba al de otro pelee con la lanza, pues hacerlo así es mucho mejor. Con tal prudencia y ánimo en el pecho destruyeron los antiguos muchas ciudades y murallas.

De tal suerte el anciano, diestro desde antiguo en la guerra, los enardecía. Al verlo, el rey Agamenón se alegró, y le dijo estas aladas palabras:

‑¡Oh anciano! ¡Así como conservas el ánimo en tu pecho, tuvieras ágiles las rodillas y sin menoscabo las fuerzas! Pero te abruma la vejez, que a nadie respeta. Ojalá que otro cargase con ella y tú fueras contado en el número de los jóvenes.

Respondióle Néstor, caballero gerenio:

‑¡Atrida! También yo quisiera ser como cuando maté al divino Ereutalión. Pero jamás las deidades lo dieron todo y a un mismo tiempo a los hombres: si entonces era joven, ya para mí llegó la senectud. Esto no obstante, acompañaré a los que combaten en carros para exhortarlos con consejos y palabras, que tal es la misión de los ancianos. Las lanzas las blandirán los jóvenes, que son más vigorosos y pueden confiar en sus fuerzas.

Así dijo, y el Atrida pasó adelante con el corazón alegre. Halló al excelente jinete Menesteo, hijo de Péteo, de pie entre los atenienses ejercitados en la guerra. Estaba cerca de ellos el ingenioso Ulises, y a poca distancia las huestes de los fuertes cefalenios, los cuales, no habiendo oído el grito de guerra ‑pues así las falanges de los troyanos, domadores de caballos, como las de los aqueos, se ponían entonces en movimiento‑, aguardaban que otra columna aquea cerrara con los troyanos y diera principio la batalla. Al verlos, el rey Agamenón los increpó con estas aladas palabras:

‑¡Hijo del rey Péteo, alumno de Zeus; y tú, perito en malas artes, astuto! ¿Por qué, medrosos, os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva? Debierais estar entre los delanteros y correr a la ardiente pelea, ya que os invito antes que a nadie cuando los aqueos damos un banquete a los próceres. Entonces os gusta comer carne asada y beber sin tasa copas de dulce vino, y ahora veríais con placer que diez columnas aqueas combatieran delante de vosotros con el cruel bronce.

Encarándole la torva vista, exclamó el ingenioso Ulises:

‑¡Atrida! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿Por qué dices que somos remisos en ir al combate? Cuando los aqueos excitemos al feroz Ares contra los troyanos domadores de caballos, verás, si quieres y te importa, cómo el padre amado de Telémaco penetra por las primeras filas de los troyanos, domadores de caballos. Vano y sin fundamento es tu lenguaje.

Cuando el rey Agamenón comprendió que el héroe se irritaba, sonrióse y, retractándose dijo:

‑¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! No ha sido mi intento ni reprenderte en demasía, ni darte órdenes. Conozco los benévolos sentimientos del corazón que tienes en el pecho, pues tu modo de pensar coincide con el mío. Pero ve, y si te dije algo ofensivo, luego arreglaremos este asunto. Hagan los dioses que todo se lo lleve el viento.

Esto dicho, los dejó allí, y se fue hacia otros. Halló al animoso Diomedes, hijo de Tideo, de pie entre los corceles y los sólidos carros; y a su lado a Esténelo, hijo de Capaneo. En viendo a aquél, el rey Agamenón lo reprendió, profiriendo estas aladas palabras:

‑¡Ay, hijo del aguerrido Tideo, domador de caballos! ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué miras azorado el espacio que de los enemigos nos separa? No solía Tideo temblar de este modo, sino que, adelantándose a sus compañeros, peleaba con el enemigo. Así lo refieren quienes lo vieron combatir, pues yo no lo presencié ni lo vi, y dicen que a todos superaba. Estuvo en Micenas, no para guerrear, sino como huésped, junto con el divino Polinices, cuando ambos reclutaban tropas para dirigirse contra los sagrados muros de Teba. Mucho nos rogaron que les diéramos auxiliares ilustres, y los ciudadanos querían concedérselos y prestaban asenso a lo que se les pedía; pero Zeus, con funestas señales, les hizo variar de opinión. Volviéronse aquéllos; después de andar mucho, llegaron al Asopo, cuyas orillas pueblan juncales y prados, y los aqueos nombraron embajador a Tideo para que fuera a Teba. En el palacio del fuerte Eteocles encontrábanse muchos cadmeos reunidos en banquete; pero ni ahí, siendo huésped y solo entre tantos, se turbó el eximio jinete Tideo: los desafiaba y vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal suerte lo protegía Atenea! Cuando se fue, irritados los cadmeos, aguijadores de caballos, pusieron en emboscada a cincuenta jóvenes al mando de dos jefes: Meón Hemónida, que parecía un inmortal, y Polifonte, intrépido hijo de Autófono. A todos les dio Tideo ignominiosa muerte menos a uno, a Meón, a quien permitió, acatando divinales indicaciones, que volviera a la ciudad. Tal fue Tideo etolio, y el hijo que engendró le es inferior en el combate y superior en el ágora.

Así dijo. El fuerte Diomedes oyó con respeto la increpación del venerable rey y guardó silencio, pero el hijo del glorioso Capaneo hubo de replicarle:

‑¡Atrida! No mientas, pudiendo decir la verdad. Nos gloriamos de ser más valientes que nuestros padres, pues hemos tomado a Teba, la de las siete puertas, con un ejército menos numeroso, que, confiando en divinales indicaciones y en el auxilio de Zeus, reunimos al pie de su muralla, consagrada a Ares; mientras que aquéllos perecieron por sus locuras. No nos consideres, pues, a nuestros padres y a nosotros dignos de igual estimación.

Mirándolo con torva faz, le contestó el fuerte Diomedes:

‑Calla, amigo; obedece mi consejo. Yo no me enfado porque Agamenón, pastor de hombres, anime a los aqueos, de hermosas grebas, antes del combate. Suya será la gloria, si los aqueos rindieren a los troyanos y tomaren la sagrada Ilio; suyo el gran pesar, si los aqueos fueren vencidos. Ea, pensemos tan sólo en mostrar nuestro impetuoso valor.

Dijo, saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y tan terrible fue el resonar del bronce sobre su pecho, que hubiera sentido pavor hasta un hombre muy esforzado.

Como las olas impelidas por el Céfiro se suceden en la ribera sonora, y primero se levantan en alta mar, braman después al romperse en la playa y en los promontorios, suben combándose a lo alto y escupen la espuma; así las falanges de los dánaos marchaban sucesivamente y sin interrupción al combate. Los capitanes daban órdenes a los suyos respectivos, y éstos andaban callados (no hubieras dicho que los siguieran a aquéllos tantos hombres con voz en el pecho) y temerosos de sus caudillos. En todos relucían las labradas armas de que iban revestidos.‑ Los troyanos avanzaban también, y como muchas ovejas balan sin cesar en el establo de un hombre opulento, cuando, al series extraída la blanca leche, oyen la voz de los corderos; de la misma manera elevábase un confuso vocerío en el vasto ejército de aquéllos. No era igual el sonido ni el modo de hablar de todos y las lenguas se mezclaban, porque los guerreros procedían de diferentes países.‑ A los unos los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de ojos de lechuza, y a entrambos pueblos, el Terror, la Fuga y la Discordia, insaciable en sus furores y hermana y compañera del homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego toca con la cabeza el cielo mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la muchedumbre, arrojó en medio de ella el combate funesto para todos y aumentó el afán de los guerreros.

Cuando los ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las lanzas y el valor de los hombres armados de broncíneas corazas, y al aproximarse los abollonados escudos se produjo un gran alboroto. Allí se oían simultáneamente los lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba sangre. Como dos torrentes nacidos en grandes manantiales se despeñan por los montes, reúnen las hirvientes aguas en hondo barranco abierto en el valle y producen un estruendo que oye desde lejos el pastor en la montaña, así eran la gritería y el trabajo de los que vinieron a las manos.

Fue Antíloco quien primeramente mató a un guerrero troyano, a Equepolo Talisíada, que peleaba valerosamente en la vanguardia: hiriólo en la cimera del penachudo casco, y la broncínea lanza, clavándose en la frente, atravesó el hueso, las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero y éste cayó como una torre en el duro combate. Al punto asióle de un pie el rey Elefénor Calcodontíada, caudillo de los bravos abantes, y lo arrastraba para ponerlo fuera del alcance de los dardos y quitarle la armadura. Poco duró su intento. El magnánimo Agenor lo vio arrastrar el cadáver, e, hiriéndolo con la broncínea lanza en el costado, que al bajarse quedó descubierto junto al escudo, dejóle sin vigor los miembros. De este modo perdió Elefénor la vida y sobre su cuerpo trabaron enconada pelea troyanos y aqueos: como lobos se acometían y unos a otros se mataban.

Ayante Telamonio tiróle un bote de lanza a Simoesio, hijo de Antemión, que se hallaba en la flor de la juventud. Su madre habíale dado a luz a orillas del Simoente, cuando bajó del Ida con sus padres para ver las ovejas: por esto le llamaron Simoesio. Mas no pudo pagar a sus progenitores la crianza ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante: acometía el troyano, cuando Ayante lo hirió en el pecho junto a la tetilla derecha, y la broncínea punta salió por la espalda. Cayó el guerrero en el polvo como el terso álamo nacido en la orilla de una espaciosa laguna y coronado de ramas que corta el carrero con el hierro reluciente, para hacer las pinas de un hermoso carro, dejando que el tronco se seque en la ribera; de igual modo, Ayante, del linaje de Zeus despojó a Simoesio Antémida.‑ Antifo Priámida, que iba revestido de labrada coraza, lanzó por entre la muchedumbre su agudo dardo contra Ayante y no lo tocó; pero hirió en la ingle a Leuco, compañero valiente de Ulises, mientras arrastraba el cadáver: desprendióse éste y el guerrero cayó junto al mismo.‑ Ulises, muy irritado por tal muerte, atravesó las primeras filas cubierto de refulgente bronce, detúvose muy cerca del matador, y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la brillante lanza. Al verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió a Democoonte, hijo bastardo de Príamo, que había venido de Abidos, país de corredoras yeguas: Ulises, irritado por la muerte de su compañero, le envasó la lanza, cuya broncínea punta le entró por una sien y le salió por la otra; la obscuridad cubrió los ojos del guerrero, cayó éste con estrépito y sus armas resonaron. Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces, retiraron los muertos y avanzaron un buen trecho. Mas Apolo, que desde Pérgamo lo presenciaba, se indignó y con recios gritos exhortó a los troyanos:

‑¡Acometed, troyanos domadores de caballos! No cedáis en la batalla a los argivos, porque sus cuerpos no son de piedra ni de hierro para que puedan resistir, si los herís, el tajante bronce; ni pelea Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, que se quedó en las naves y allí rumia la dolorosa cólera.

Así dijo el terrible dios desde la ciudadela. A su vez, la hija de Zeus, la gloriosísima Tritogenia, recorría el ejército aqueo y animaba a los remisos.

Fue entonces cuando el hado echó los lazos de la muerte a Diores Amarincida. Herido en el tobillo derecho por puntiaguda piedra que le tiró Píroo Imbrásida, caudillo de los tracios, que había llegado de Eno ‑la insolente piedra rompióle ambos tendones y el hueso‑, cayó de espaldas en el polvo, y expirante tendía los brazos a sus camaradas cuando el mismo Píroo, que lo había herido, acudió presuroso e hiriólo nuevamente con la lanza junto al ombligo; derramáronse los intestinos y las tinieblas velaron los ojos del guerrero.

Mientras Píroo arremetía, Toante el etolio alanceólo en el pecho, por cima de una tetilla, y el bronce se le clavó en el pulmón. Acercósele Toante, le arrancó del pecho la ingente lanza y, hundiéndole la aguda espada en medio del vientre, le quitó la vida. Mas no pudo despojarlo de la armadura, porque se vio rodeado por los compañeros del muerto, los tracios que dejan crecer la cabellera en lo más alto de la cabeza, quienes le asestaban sus largas picas; y, aunque era corpulento, vigoroso a ilustre, fue rechazado y hubo de retroceder. Así cayeron y se juntaron en el polvo el caudillo de los tracios y el de los epeos, de broncíneas corazas, y a su alrededor murieron otros muchos.

Y quien, sin haber sido herido de cerca o de lejos por el agudo bronce, hubiera recorrido el campo, llevado de la mano y protegido de las saetas por Palas Atenea, no habría baldonado los hechos de armas; pues aquel día gran número de troyanos y de aqueos yacían, unos junto a otros, caídos de cara al polvo.

CANTO V
Principalía de Diomedes

Entre los primeros, los aqueos, destaca Diomedes, siendo capaz de hacer huir a los mismísimos dioses Ares y Afrodita.

Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia, para que brillara entre todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, a hizo salir de su casco y de su escudo una incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de bañarse en el Océano. Tal resplandor despedían la cabeza y los hombros del héroe, cuando Atenea lo llevó al centro de la batalla, allí donde era mayor el número de guerreros que tumultuosamente se agitaban.

Hubo en Troya un varón rico a irreprensible, sacerdote de Hefesto, llamado Dares; y de él eran hijos Fegeo a Ideo, ejercitados en toda especie de combates. Éstos iban en un mismo carro; y, separándose de los suyos, cerraron con Diomedes, que desde tierra y en pie los aguardó. Cuando se hallaron frente a frente, Fegeo tiró el primero la luenga lanza, que pasó por cima del hombro izquierdo del Tidida sin herirlo; arrojó éste la suya y no fue en vano, pues se la clavó a aquél en el pecho, entre las tetillas, y lo derribó por tierra. Ideo saltó al suelo, desamparando el magnífico carro, sin que se atreviera a defender el cadáver de su hermano ‑no se hubiese librado de la negra muerte‑, y Hefesto lo sacó salvo, envolviéndolo en densa nube, a fin de que el anciano padre no se afligiera en demasía. El hijo del magnánimo Tideo se apoderó de los corceles y los entregó a sus compañeros para que los llevaran a las cóncavas naves. Cuando los altivos troyanos vieron que uno de los hijos de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a todos se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza, tomó por la mano al furibundo Ares y le habló diciendo:

‑¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿No dejaremos que troyanos y aqueos peleen solos ‑sean éstos o aquéllos a quienes el padre Zeus quiera dar gloria‑ y nos retiraremos, para librarnos de la cólera de Zeus?

Dicho esto, sacó de la liza al furibundo Ares y lo hizo sentar en la herbosa ribera del Escamandro. Los dánaos pusieron en fuga a los troyanos, y cada uno de sus caudillos mató a un hombre. Empezó el rey de hombres, Agamenón, con derribar del carro al corpulento Odio, caudillo de los halizones; al volverse para huir, envasóle la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por el pecho. Cayó el guerrero con estrépito y sus armas resonaron.

Idomeneo quitó la vida a Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la fértil Tarne, hiriéndolo con la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro: desplomóse Festo, tinieblas horribles lo envolvieron y los servidores de Idomeneo lo despojaron de la armadura.

El Atrida Menelao mató con la aguda pica a Escamandrio, hijo de Estrofio, ejercitado en la caza. A tan excelente cazador la misma Ártemis le había enseñado a tirar a cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que se complace en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que huir, y el Atrida Menelao, famoso por su lanza, lo hirió con un dardo en la espalda, entre los hombros, y le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas resonaron.

Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida, que con las manos fabricaba toda clase de obras de ingenio, porque era muy caro a Palas Atenea. Éste, no conociendo los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de Alejandro, las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los troyanos y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó a aquél, lo alanceó en la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte lo envolvió.

Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Anténor, a quien Teano, la divina, había criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo. El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce.

Eurípilo Evemónida dio muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que era sacerdote de Escamandro y el pueblo lo veneraba como a un dios. Perseguíalo Eurípilo, hijo preclaro de Evemón; el cual, poniendo mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del troyano.

Así se portaban éstos en el reñido combate. En cuanto al Tidida, no hubieras conocido con quiénes estaba, ni si pertenecía a los troyanos o a los aqueos. Andaba furioso por la llanura cual hinchado torrente que en su rápido curso derriba los diques ‑pues ni los diques más trabados, ni los setos de los floridos campos lo detienen‑, y presentándose repentinamente, cuando cae espesa la lluvia de Zeus, destruye muchas hermosas labores de los jóvenes; tal tumulto promovía el Tidida en las densas falanges troyanas que, con ser tan numerosas, no se atrevían a resistirlo.

Tan luego como el preclaro hijo de Licaón vio que Diomedes corna furioso por la llanura y desordenaba las falanges, tendió el corvo arco y lo hirió en el hombro derecho, por el hueco de la coraza, mientras aquél acometía. La cruel saeta atravesó el hombro y la coraza y se manchó de sangre. Y el preclaro hijo de Licaón, al notarlo, gritó con voz recia:

‑¡Arremeted, troyanos de ánimo altivo, aguijadores de caballos! Herido está el más fuerte de los aqueos; y no creo que pueda resistir mucho tiempo la fornida saeta, si fue realmente Apolo, hijo de Zeus, quien me movió a venir aquí desde la Licia.

Así dijo gloriándose. Pero la veloz flecha no postró a Diomedes; el cual, retrocediendo hasta el carro y los caballos, se detuvo y dijo a Esténelo, hijo de Capaneo:

‑Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del hombro la amarga flecha.

Así dijo. Esténelo saltó del carro al suelo, se le acercó, y sacóle del hombro la aguda flecha; la sangre chocaba, al salir a borbotones, contra las mallas de la túnica. Y entonces Diomedes, valiente en el combate, hizo esta plegaria:

‑¡Óyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Si alguna vez amparaste benévola a mi padre en la cruel guerra, séme ahora propicia, ¡oh Atenea!, y haz que se ponga a tiro de lanza y reciba la muerte de mi mano quien se me anticipó hiriéndome, y ahora se jacta de que pronto dejaré de contemplar la fúlgida luz del sol.

Así dijo rogando. Palas Atenea lo oyó, agilizóle los miembros todos y especialmente los pies y las manos, y poniéndose a su lado pronunció estas aladas palabras:

‑Cobra ánimo, Diomedes, y pelea con los troyanos; pues ya infundí en tu pecho el paterno intrépido valor que acostumbraba tener el jinete Tideo, agitador del escudo, y aparté la niebla que cubría tus ojos para que en la batalla conozcas bien a los dioses y a los hombres. Si alguno de aquéllos viene a tentarte, no quieras combatir con los inmortales; pero, si se presentara en la lid Afrodita, hija de Zeus, hiérela con el agudo bronce.

Dicho esto, fuese Atenea, la de ojos de lechuza. El Tidida volvió a mezclarse con los combatientes delanteros; y, si antes ardía en deseos de pelear contra los troyanos, entonces sintió que se le triplicaba el bo, como un león a quien el pastor hiere levemente en el campo, al asaltar un redil de lanudas ovejas, y no lo mata, sino que lo excita la fuerza: el pastor desiste de rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin defensa, huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera salta afuera de la elevada cerca. Con tal furia penetró en las filas troyanas el fuerte Diomedes.

Entonces hizo morir a Astínoo y a Hipirón, pastor de hombres. Al primero lo hirió con la broncínea lanza encima del pecho; contra Hipirón desnudó la gran espada, y de un tajo en la clavícula separóle el hombro del cuello y la espalda. Dejólos y fue al encuentro de Abante y Polüdo, hijos de Euridamante, que era de provecta edad a intérprete de sus sueños: cuando fueron a la guerra, el anciano no les interpretaría los sueños, pues sucumbieron a manos del fuerte Diomedes, que los despojó de las armas. Enderezó luego los pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope ‑éste los había tenido en la triste vejez que lo abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas‑, y a entrambos les quitó la dulce vida, causando llanto y triste pesar al anciano, que no pudo recibirlos de vuelta de la guerra; y más tarde los parientes se repartieron la herencia.

En seguida alcanzó a Equemón y a Cromio, hijos de Príamo Dardánida, que iban en el mismo carro. Cual león que, penetrando en la vacada, despedaza la cerviz de una vaca o de una becerra que pace en el soto, así el hijo de Tideo los derribó violentamente del carro, les quitó la armadura y entregó los corceles a sus camaradas para que los llevaran a las naves.

Eneas advirtió qué Diomedes destruía las hileras de los troyanos, y fue en busca del divino Pándaro por la liza y entre el estruendo de las lanzas. Halló por fin al fuerte y eximio hijo de Licaón; y deteniéndose a su lado, le dijo:

‑¡Pándaro! ¿Dónde guardas el arco y las voladoras flechas? ¿Qué es de tu fama? Aquí no tienes rival y en la Licia nadie se gloría de aventajarte. Ea, levanta las manos a Zeus y dispara una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento a los troyanos ‑de muchos valientes ha quebrado ya las rodillas‑, si por ventura no es un dios airado con los troyanos a causa de los sacrificios, pues la cólera de una deidad es terrible.

Respondióle el preclaro hijo de Licaón:

‑¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas túnicas! Parécese por entero al aguerrido Tidida: reconozco su escudo, su casco de alta cimera y agujeros a guisa de ojos y sus corceles, pero no puedo asegurar si es un dios. Si ese guerrero es en realidad el belicoso hijo de Tideo, no se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales lo acompañe, cubierta la espalda con una nube, y desvíe las veloces flechas que hacia él vuelan. Arrojéle una saeta que lo hirió en el hombro derecho, penetrando por el hueco de la coraza; creí enviarle a Aidoneo, y sin embargo de esto no lo maté; sin duda es un dios irritado. No tengo aquí corceles ni carros que me lleven, aunque en el palacio de Licaón quedaron once carros hermosos, sólidos, de reciente construcción, cubiertos con fundas y con sus respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena. Licaón, el guerrero anciano, entre los muchos consejos que me dio cuando partí del magnífico palacio, me recomendó que en el duro combate mandara a los troyanos subido en un carro; mas yo no me dejé convencer ‑mucho mejor hubiera sido seguir su consejo‑ y rehusé llevarme los corceles por el temor de que, acostumbrados a comer bien, se encontraran sin pastos en una ciudad sitiada. Dejélos, pues, y vine como infante a Ilio, confiando en el arco que para nada me había de servir. Contra dos próceres lo he disparado, el Tidida y el Atrida; a entrambos les causé heridas, de las que manaba verdadera sangre, y sólo conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el corvo arco el día en que vine con mis troyanos a la amena Ilio para complacer al divino Héctor. Si logro regresar y ver con estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y de elevado techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al relumbrante fuego este arco, ya que su compañía me resulta inútil.

Replicóle Eneas, caudillo de los troyanos:

‑No hables así. Las cosas no cambiarán hasta que, montados nosotros en el carro, acometamos a ese hombre y probemos la suerte de las armas. Sube a mi carro, para que veas cuáles son los corceles de Tros y cómo saben así perseguir acá y acullá de la llanura como huir ligeros; ellos nos llevarán salvos a la ciudad, si Zeus concede de nuevo la victoria a Diomedes Tidida. Ea, coma el látigo y las lustrosas riendas, y bajaré del carro para combatir; o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré de los caballos.

Contestó el preclaro hijo de Licaón:

‑¡Eneas! Recoge tú las riendas y guía los corceles, porque tirarán mejor del corvo carro obedeciendo al auriga a que están acostumbrados, si nos pone en fuga el hijo de Tideo. No sea que, echando de menos tu voz, se espanten y desboquen y no quieran sacarnos de la liza, y el hijo del magnánimo Tideo nos embista y mate y se lleve los solípedos caballos. Guía, pues, el carro y los corceles, y yo con la aguda lanza esperaré su acometida.

Así hablaron; y, subidos en el labrado carro, guiaron animosamente los briosos corceles en derechura al Tidida. Advirtiólo Esténelo, preclaro hijo de Capaneo, y al punto dijo al Tidida estas aladas palabras:

‑¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya fuerza es grandísima, desean combatir contigo: el uno, Pándaro, es hábil arquero y se jacta de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloría de haber sido engendrado por el magnánimo Anquises y su madre es Afrodita. Ea, subamos al carro, retirémonos, y cesa de revolverte furioso entre los combatientes delanteros para que no pierdas la dulce vida.

Mirándolo con torva faz, le respondió el fuerte Diomedes:

‑No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí batirme en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja temblar. Sus ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si por ventura alguno de aquéllos puede escapar. Otra cosa voy a decir que tendrás muy presente: Si la sabia Atenea me concede la gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces caballos, amarrando las bridas al barandal, y no se te olvide de apoderarte de los corceles de Eneas para sacarlos de los troyanos y traerlos a los aqueos de hermosas grebas; pues pertenecen a la raza de aquéllos que el largovidente Zeus dio a Tros en pago de su hijo Ganimedes, y son, por canto, los mejores de cuantos viven debajo del sol y la aurora. Anquises, rey de hombres, logró adquirir, a hurto, caballos de esta raza ayuntando yeguas con aquéllos sin que Laomedonte lo advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su pesebre y dio esos dos a Eneas, que pone en fuga a sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no pequeña.

Así éstos conversaban. Pronto Eneas y Pándaro, picando a los ágiles corceles, se les acercaron. Y el preclaro hijo de Licaón exclamó el primero:

‑¡Corazón fuerte, hombre belicoso, hijo del ilustre Tideo! Ya que la veloz y dañosa flecha no lo derribó, voy a probar si lo hiero con la lanza.

Dijo; y blandiendo la ingente arma, dio un bote en el escudo del Tidida: la broncínea punta atravesó la rodela y llegó muy cerca de la coraza. El preclaro hijo de Licaón gritó en seguida:

‑Tienes el ijar atravesado de parte a parte, y no creo que resistas largo tiempo. Inmensa es la gloria que acabas de darme.

Sin turbarse, le replicó el fuerte Diomedes:

‑Erraste el golpe, no has acertado; y creo que no dejaréis de combatir, hasta que uno de vosotros caiga y harte de sangre a Ares, el infatigable luchador.

Dijo, y le arrojó la lanza que, dirigida por Atenea a la nariz junto al ojo, le atravesó los blancos dientes. El duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la barba. Pándaro cayó del carro, sus lucientes y labradas armas resonaron, espantáronse los corceles de ágiles pies, y aí acabaron la vida y el valor del guerrero.

Saltó Eneas del carro con el escudo y la larga pica; y, temiendo que los aqueos le quitaran el cadáver, defendíalo como un león que confía en su bravura: púsose delante del muerto enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, y profiriendo horribles gritos se disponía a matar a quien se le opusiera. Mas el Tidida, cogiendo una gran piedra que dos de los hombres actuales no podrían llevar y que él manejaba fácilmente, hirió a Eneas en la articulación del isquion con el fémur que se llama cótila; la áspera piedra rompió la cótila, desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El héroe cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche obscura cubrió sus ojos.

Y allí pereciera el rey de hombres Eneas, si al punto no lo hubiese advertido su madre Afrodita, hija de Zeus, que lo había concebido de Anquises, pastor de bueyes. La diosa tendió sus níveos brazos al hijo amado y lo cubrió con un doblez del refulgente manto, para defenderlo de los tiros; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida.

Mientras Afrodita sacaba a Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en olvido las órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí, separadamente de la refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al barandal; y, apoderándose de los corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos pasar de los troyanos a los aqueos de hermosas grebas y entrególos a Deípilo, el compañero a quien más honraba entre los de la misma edad a causa de su prudencia, para que los llevara a las cóncavas naves. Acto continuo el héroe subió al carro, asió las lustrosas riendas y guió solícito hacia el Tidida los caballos de duros cascos. El héroe perseguía con el cruel bronce a Cipris, conociendo que era una deidad débil, no de aquéllas que imperan en el combate de los hombres, como Atenea o Enio, asoladora de ciudades. Tan pronto como llegó a alcanzarla por entre la multitud, el hijo del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la tierna mano de la diosa: la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas Gracias, y rompió la piel de la palma. Brotó la sangre divina, o por mejor decir, el icor; que tal es lo que tienen los bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben el negro vino, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando una gran voz, apartó a su hijo, que Febo Apolo recibió en sus brazos y envolvió en espesa nube; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y Diomedes, valiente en el combate, dijo a voz en cuello:

‑¡Hija de Zeus, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar a las débiles mujeres? Creo que, si intervienes en la batalla, te dará horror la guerra, aunque te encuentres a gran distancia de donde la haya.

Así dijo. La diosa retrocedió turbada y muy afligida; Iris, de pies veloces como el viento, asiéndola por la mano, la sacó del tumulto cuando ya el dolor la abrumaba y el hermoso cutis se ennegrecía; y como aquélla encontrara al furibundo Ares sentado a la izquierda de la batalla, con la lanza y los veloces caballos envueltos en una nube, se hincó de rodillas y pidióle con instancia los corceles de áureas bridas:

‑¡Querido hermano! Compadécete de mí y dame los caballos para que pueda volver al Olimpo, a la mansión de los inmortales. Me duele mucho la herida que me infirió un hombre, el Tidida, quien sería capaz de pelear con el padre Zeus.

Dijo, y Ares le cedió los corceles de áureas bridas. Afrodita subió al carro con el corazón afligido; Iris se puso a su lado, y tomando las riendas avispó con el látigo a aquéllos, que gozosos alzaron el vuelo. Pronto llegaron a la morada de los dioses, al alto Olimpo; y la diligente Iris, la de pies ligeros como el viento, detuvo los caballos, los desunció del carro y les echó un pasto divino. La diosa Afrodita se refugió en el regazo de su madre Dione; la cual, recibiéndola en los brazos y halagándola con la mano, le dijo:

‑¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te maltrató, como si a su presencia hubieses cometido alguna falta?

Respondióle al punto Afrodita, amante de la risa:

‑Hirióme el hijo de Tideo, Diomedes soberbio, porque sacaba de la liza a mi hijo Eneas, carísimo para mí más que otro alguno. La enconada lucha ya no es sólo de troyanos y aqueos, pues los dánaos ya se atreven a combatir con los inmortales.

Contestó Dione, divina entre las diosas:

‑Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los que habitamos olímpicos palacios hemos tenido que tolerar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males.‑ Las toleró Ares cuando Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, lo tuvieron trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce: aí pereciera el dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea, no lo hubiese participado a Hermes, quien sacó furtivamente de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras lo agobiaban.- Las toleró Hera cuando el vigoroso hijo de Anfitrión hirióla en el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor atormentó entonces a la diosa.‑ Y las toleró también el ingente Hades cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole en Pilos veloz saeta, to entregó al dolor entre los muertos: con el corazón afligido, traspasado de dolor, pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo, fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo, y, como no había nacido mortal, curólo Peón, esparciendo sobre la herida drogas calmantes. ¡Osado! ¡Temerario! No se abstenía de cometer acciones nefandas y contristaba con el arco a los dioses que habitan el Olimpo.‑ A ése lo ha excitado contra ti Atenea, la diosa de ojos de lechuza. ¡Insensato! Ignora el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos lo reciben, llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta del combate y de la terrible pelea. Aunque es valiente, tema el Tidida que le salga al encuentro alguien más fuerte que tú: no sea que luego la prudente Egialea, hija de Adrasto y cónyuge ilustre de Diomedes, domador de caballos, despierte con su llanto a los domésticos por sentir soledad de su legítimo esposo, el mejor de los aqueos todos.

Dijo, y con ambas manos restañó el icor; la mano se curó y los acerbos dolores se calmaron. Atenea y Hera, que lo presenciaban, intentaron zaherir a Zeus Cronida con mordaces palabras; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, empezó a hablar de esta manera:

‑¡Padre Zeus! ¿Te irritarás conmigo por lo que diré? Sin duda Cipris quiso persuadir a alguna aquea de hermoso peplo a que se fuera con los troyanos, que tan queridos le son; y, acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada mano.

Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y llamando a la áurea Afrodita, le dijo:

‑A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los dulces trabajos del himeneo, y el impetuoso Ares y Atenea cuidarán de aquéllas.

Así los dioses conversaban. Diomedes, valiente en el combate, cerró con Eneas, no obstante comprender que el mismo Apolo extendía la mano sobre él; pues, impulsado por el deseo de acabar con el héroe y despojarlo de las magníficas armas, ya ni al gran dios respetaba. Tres veces asaltó a Eneas con intención de matarlo; tres veces agitó Apolo el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, Apolo, el que hiere de lejos, lo increpó con aterradoras voces:

‑¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra.

Así dijo. El Tidida retrocedió un poco para no atraerse la cólera de Apolo, el que hiere de lejos; y el dios, sacando a Eneas del combate, lo llevó al templo que tenía en la sacra Pérgamo: dentro de éste, Leto y Artemis, que se complace en tirar fechas, curaron al héroe y le aumentaron el vigor y la belleza del cuerpo. En tanto Apolo, que lleva arco de plata, formó un simulacro de Eneas y su armadura; y, alrededor del mismo, troyanos y divinos aqueos chocaban las rodelas de cuero de buey y los alados broqueles que protegían sus cuerpos. Y Febo Apolo dijo entonces al furibundo Ares:

‑¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas! ¿Quieres entrar en la liza y sacar a ese hombre, al Tidida, que sería capaz de combatir hasta con el padre Zeus? Primero hirió a Cipris en el puño, y luego, semejante a un dios, cerró conmigo.

Cuando esto hubo dicho, sentóse en la excelsa Pérgamo. El funesto Ares, tomando la figura del ágil Acamante, caudillo de los tracios, enardeció a los que militaban en las filas troyanas y exhortó a los ilustres hijos de Príamo, alumnos de Zeus:

‑¡Hijos del rey Príamo, alumno de Zeus! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo perezca a manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue a las sólidas puertas de los muros? Yace en tierra un varón a quien honrábamos como al divino Héctor: Eneas, hijo del magnánimo Anquises. Ea, saquemos del tumulto al valiente amigo.

Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. A su vez, Sarpedón reprendía así al divino Héctor:

‑¡Héctor! ¿Qué se hizo el valor que antes mostrabas? Dijiste que defenderías la ciudad sin tropas ni aliados, solo, con tus hermanos y tus deudos. De éstos a ninguno veo ni descubrir puedo: temblando están como perros en torno de un león, mientras combatimos los que únicamente somos auxiliares. Yo, que figuro como tal, he venido de muy lejos, de Licia, situada a orillas del voraginoso Janto; allí dejé a mi esposa amada, al tierno infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece. Mas, sin embargo de esto y de no tener aquí nada que los aqueos puedan llevarse o apresar, animo a los licios y deseo luchar con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas a los demás hombres a que resistan al enemigo y defiendan a sus esposas. No sea que, como si hubierais caído en una red de lino que todo lo envuelve, lleguéis a ser presa y botín de los enemigos, y éstos destruyan vuestra populosa ciudad. Preciso es que lo ocupes en ello día y noche y supliques a los caudillos de los auxiliares venidos de lejas tierras, que resistan firmemente y no se hagan acreedores a graves censuras.

Así habló Sarpedón. Sus palabras royéronle el ánimo a Héctor, que en seguida saltó del carro al suelo, sin dejar las armas; y, blandiendo un par de afiladas picas, recorrió el ejército, animóle a combatir y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara a los aqueos para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados la acometida y no se arredraron. Como en el abaleo, cuando la rubia Deméter separa el grano de la paja al soplo del viento, el aire lleva el tamo por las sagradas eras y los montones de paja blanquean; del mismo modo los aqueos se tornaban blanquecinos por el polvo que levantaban hasta el cielo de bronce los pies de los corceles de cuantos volvían a encontrarse en la refriega. Los aurigas guiaban los caballos al combate y los guerreros acometían de frente con toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Ares cubrió el campo de espesa niebla para socorrer a los troyanos y a todas partes iba; cumpliendo así el encargo que le hizo Febo Apolo, el de la áurea espada, de que excitara el ánimo de aquéllos, cuando vio que Palas Atenea, la protectora de los dánaos, se ausentaba.

El dios sacó a Eneas del suntuoso templo; e, infundiendo valor al pastor de hombres, le dejó entre sus compañeros, que se alegraron de verlo vivo, sano y revestido de valor; pero no le preguntaron nada, porque no se lo permitía el combate suscitado por el dios del arco de plata, por Ares, funesto a los mortales, y por la Discordia, cuyo furor es insaciable.

Ambos Ayantes, Ulises y Diomedes enardecían a los dánaos en la pelea; y éstos, en vez de atemorizarse ante la fuerza y las voces de los troyanos, aguardábanlos tan firmes como las nubes que el Cronida deja inmóviles en las cimas de los montes durante la calma, cuando duermen el Bóreas y demás vientos fuertes que con sonoro soplo disipan los pardos nubarrones; tan firmemente esperaban los dánaos a los troyanos, sin pensar en la fuga. El Atrida bullía entre la muchedumbre y a todos exhortaba:

‑¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen ni alcanzan gloria, ni entre sí se ayudan.

Dijo, y despidiendo con ligereza el dardo hirió al caudillo Deicoonte Pergásida, compañero del magnánimo Eneas; a quien veneraban los troyanos como a la prole de Príamo, por su arrojo en pelear en las primeras filas. El rey Agamenón acertó a darle un bote en el escudo, que no logró detener el dardo; éste lo atravesó, y, rasgando el cinturón, clavóse el bronce en el empeine del guerrero. Deicoonte cayó con estrépito y sus armas resonaron.

Eneas mató a dos hijos de Diocles, Cretón y Orsíloco, varones valentísimos, cuyo padre vivía en la bien construida Fera abastado de bienes, y era descendiente del anchuroso Alfeo, que riega el país de los pilios. El Alfeo engendró a Ortíloco, que reinó sobre muchos hombres; Ortíloco fue padre del magnánimo Diocles, y de éste nacieron los dos mellizos Cretón y Orsíloco, diestros en toda especie de combates; quienes, apenas llegados a la juventud, fueron en negras naves y junto con los argivos a Ilio, la de hermosos corceles, para vengar a los Atridas Agamenón y Menelao, y allí hallaron su fin, pues los envolvió la muerte. Como dos leones, criados por su madre en la espesa selva de la cumbre de un monte, devastan los establos, robando bueyes y pingües ovejas, hasta que los hombres los matan con afilado bronce; del mismo modo, aquéllos, que parecían altos abetos, cayeron vencidos por las manos de Eneas.

Al verlos derribados en el suelo, condolióse Menelao, caro a Ares, y en seguida, revestido de luciente bronce y blandiendo la lanza, se abrió camino por las primeras filas: Ares le excitaba el valor para que sucumbiera a manos de Eneas. Pero Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, que lo advirtió, se fue en pos del pastor de hombres temiendo que le ocurriera algo y les frustrara la empresa. Cuando los dos guerreros, deseosos de pelear, calaban las agudas lanzas para acometerse, colocóse Antíloco muy cerca del pastor de hombres; Eneas, al ver a los dos varones que estaban juntos, aunque era luchador brioso, no se atrevió a esperarlos; y ellos pudieron llevarse hacia los aqueos los cadáveres de aquellos infelices, ponerlos en las manos de sus amigos y volver a combatir en el punto más avanzado.

Entonces mataron a Pilémenes, igual a Ares, caudillo de los valientes y escudados paflagones: el Atrida Menelao, famoso por su pica, envasóle la lanza junto a la clavícula. Antíloco hirió de una pedrada en el codo al buen escudero Midón Atimníada, cuando éste revolvía los solípedos caballos ‑las ebúrneas riendas cayeron de sus manos al polvo‑, y, acometiéndolo con la espada, le dio un tajo en las sienes. Midón, anhelante, cayó del bien construido carro: hundióse su cabeza con el cuello y parte de los hombros en la arena que aí abundaba, y así permaneció un buen espacio hasta que los corceles, pataleando, lo tiraron al suelo; Antíloco se apoderó del carro, picó a los corceles, y se los llevó al campamento aqueo.

Héctor atisbó a los dos guerreros en las filas, arremetió a ellos, gritando, y lo siguieron las fuertes falanges troyanas que capitaneaban Ares y la venerable Enio; ésta promovía el horrible tumulto de la pelea; Ares manejaba una lanza enorme, y ya precedía a Héctor, ya marchaba detrás del mismo.

Al verlo, estremecióse Diomedes, valiente en el combate. Como el inexperto viajero, después que ha atravesado una gran llanura, se detiene al llegar a un río de rápida corriente que desemboca en el mar, percibe el murmullo de las espumosas aguas y vuelve con presteza atrás, de semejante modo retrocedió el Tidida, gritando a los suyos:

‑¡Oh amigos! ¿Cómo nos admiramos de que el divino Héctor sea hábil lancero y audaz luchador? A su lado hay siempre alguna deidad para librarlo de la muerte, y ahora es Ares, transfigurado en mortal, quien lo acompaña. Emprended la retirada, con la cara vuelta hacia los troyanos, y no queráis combatir denodadamente con los dioses.

Así dijo. Los troyanos llegaron muy cerca de ellos, y Héctor mató a dos varones diestros en la pelea que iban en un mismo carro: Menestes y Anquíalo. Al verlos derribados por el suelo, compadecióse el gran Ayante Telamonio; y, deteniéndose muy cerca del enemigo, arrojó la pica reluciente a Anfio, hijo de Sélago, que moraba en Peso, era riquísimo en bienes y sembrados y había ido ‑impulsábale el hado- a ayudar a Príamo y sus hijos. Ayante Telamonio acertó a darle en el cinturón, la larga pica se clavó en el empeine, y el guerrero cayó con estrépito. Corrió el esclarecido Ayante a despojarlo de las armas ‑los troyanos hicieron llover sobre el héroe agudos relucientes dardos, de los cuales recibió muchos el escudo‑, y, poniendo el pie encima del cadáver, arrancó la broncínea lanza; pero no pudo quitarle de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por los tiros. Temió verse encerrado dentro de un fuerte círculo por los arrogantes troyanos, que en gran número y con valentía le enderezaban sus lanzas; y, aunque era corpulento, vigoroso a ilustre, fue rechazado y hubo de retroceder.

Así se portaban éstos en el duro combate. El hado poderoso llevó contra Sarpedón, igual a un dios, a Tlepólemo Heraclida, valiente y de gran estatura. Cuando ambos héroes, hijo y nieto de Zeus, que amontona las nubes, se hallaron frente a frente, Tlepólemo fue el primero en hablar y dijo:

‑¡Sarpedón, príncipe de los licios! ¿Qué necesidad tienes, no estando ejercitado en la guerra, de venir a temblar? Mienten cuantos afirman que eres hijo de Zeus, que lleva la égida, pues desmereces mucho de los varones engendrados en tiempos anteriores por este dios, como dicen que fue mi intrépido padre, el fornido Heracles, que resistía audazmente y tenía el ánimo de un león; el cual, habiendo venido por los caballos de Laomedonte, con seis solas naves y pocos hombres, consiguió saquear la ciudad y despoblar sus calles. Pero tú eres de ánimo apocado, dejas que las tropas perezcan, y no creo que tu venida de la Licia sirva para la defensa de los troyanos por muy vigoroso que seas; pues, vencido por mí, entrarás por las puertas del Hades.

Respondióle Sarpedón, caudillo de los licios:

‑¡Tlepólemo! Aquél destruyó, con efecto, la sacra Ilio a causa de la perfidia del ilustre Laomedonte, que pagó con injuriosas palabras sus beneficios y no quiso entregarle los caballos por los que había venido de tan lejos. Pero yo te digo que la perdición y la negra muerte de mi mano te vendrán; y muriendo, herido por mi lanza, me darás gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el alma.

Así dijo Sarpedón, y Tlepólemo alzó la lanza de fresno. Las luengas lanzas partieron a un mismo tiempo de las manos. Sarpedón hirió a Tlepólemo: la dañosa punta atravesó el cuello, y las tinieblas de la noche velaron los ojos del guerrero. Tlepólemo dio con su gran lanza en el muslo izquierdo de Sarpedón y el bronce penetró con ímpetu hasta el hueso; pero todavía su padre lo libró de la muerte.

Los ilustres compañeros de Sarpedón, igual a un dios, sacáronlo del combate, con la gran lanza que, al arrastrarse, le pesaba; pues con la prisa nadie advirtió la lanza de Fresno, ni pensó en arrancársela del muslo, para que aquél pudiera subir al carro. Tanta era la fatiga con que lo cuidaban.

A su vez, los aqueos, de hermosas grebas, se llevaron del campo a Tlepólemo. El divino Ulises, de ánimo paciente, violo, sintió que se le enardecía el corazón, y revolvió en su mente y en su espíritu si debía perseguir al hijo de Zeus tonante o privar de la vida a muchos licios. No le había concedido el hado al magnánimo Ulises matar con el agudo bronce al esforzado hijo de Zeus, y por esto Atenea le inspiró que acometiera a la multitud de los licios. Mató entonces a Cérano, Alástor, Cromio, Alcandro, Halio, Noemón y Prítanis, y aun a más licios hiciera morir el divino Ulises, si no lo hubiese notado muy presto el gran Héctor, el de tremolante casco; el cual, cubierto de luciente bronce, se abrió calle por los combatientes delanteros a infundió terror a los dánaos. Holgóse de su llegada Sarpedón, hijo de Zeus, y profirió estas lastimeras palabras:

‑¡Priámida! No permitas que yo, tendido en el suelo, llegue a ser presa de los dánaos; socórreme y pierda la vida luego en vuestra ciudad, ya que no he de alegrar, volviendo a mi casa y a la patria tierra, ni a mi esposa querida ni al tierno infante.

Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, pasó corriendo, sin responderle, porque ardía en deseos de rechazar cuanto antes a los argivos y quitar la vida a muchos guerreros. Los ilustres camaradas de Sarpedón, igual a un dios, lleváronlo al pie de una hermosa encina consagrada a Zeus, que lleva la égida; y el valeroso Pelagonte, su compañero amado, le arrancó del muslo la lanza de fresno. Amortecido quedó el héroe y obscura niebla cubrió sus ojos; pero pronto volvió en su acuerdo, porque el soplo del Bóreas lo reanimó cuando ya apenas respirar podía.

Los argivos, al acometerlos Ares y Héctor armado de bronce, ni se volvían hacia las negras naves, ni rechazaban el ataque, sino que se batían en retirada desde que supieron que aquel dios se hallaba con los troyanos.

¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mataron Héctor, hijo de Príamo, y el broncíneo Ares? Teutrante, igual a un dios; Orestes, aguijador de caballos; Treco, lancero etolio; Enómao; Héleno Enópida y Oresbio, el de tremolante mitra, quien, muy ocupado en cuidar de sus bienes, moraba en Hila, a orillas del lago Cefisis, con otros beocios que constituían un opulento pueblo.

Cuando Hera, la diosa de níveos brazos, vio que ambos mataban a muchos argivos en el duro combate, dijo a Atenea estas aladas palabras:

‑¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Vana será la promesa que hicimos a Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Ilio, si dejamos que el pernicioso Ares ejerza sus furores. Ea, pensemos en prestar al héroe poderoso auxilio.

Dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no desobedeció. Hera, deidad veneranda hija del gran Crono, aparejó los corceles con sus áureas bridas, y Hebe puso diligentemente en el férreo eje, a ambos lados del carro, las corvas ruedas de bronce que tenían ocho rayos. Era de oro la indestructible pina, de bronce las ajustadas admirables llantas, y de plata los torneados cubos. El asiento descansaba sobre tiras de oro y de plata, y un doble barandal circundaba el carro. Por delante salía argéntea lanza, en cuya punta ató la diosa un hermoso yugo de oro con bridas de oro también; y Hera, que anhelaba el combate y la pelea, unció los corceles de pies ligeros.

Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo, en el palacio de su padre, el hermoso peplo bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos; vistió la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra. Suspendió de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la Discordia, la Fuerza y la Persecución horrenda; allí la cabeza de la Gorgona, monstruo cruel y horripilante, portento de Zeus, que Ileva la égida. Cubrió su cabeza con áureo casco de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien ciudades. Y, subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando contra ellos monto en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y de propio impulso abriéronse rechinando las puertas del cielo de que cuidan las Horas ‑a ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo‑ para remover o colocar delante la densa nube. Por ahí, por entre las puertas, dirigieron los corceles dóciles al látigo y hallaron al Cronión, sentado aparte de los otros dioses, en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Hera, la diosa de los níveos brazos, detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al excelso Zeus Cronida:

‑¡Padre Zeus! ¿No te indignas contra Ares al presenciar sus atroces hechos? ¡Cuántos y cuáles varones aqueos ha hecho perecer temeraria a injustamente! Yo me afijo, y Cipris y Apolo, que lleva arco de plata, se alegran de haber excitado a ese loco que no conoce ley alguna. Padre Zeus, ¿te irritarás conmigo si a Ares le ahuyento del combate causándole funestas heridas?

Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

‑Ea, aguija contra él a Atenea, que impera en las batallas, pues es quien suele causarle más vivos dolores.

Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, le obedeció, y picó a los corceles, que volaron gozosos entre la tierra y el estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza a ver el que, sentado en alta cumbre, fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan de un brinco los caballos, de sonoros relinchos, de los dioses. Tan luego como ambas deidades llegaron a Troya, Hera, la diosa de los níveos brazos, paró el carro en el lugar donde los dos ríos Simoente y Escamandro juntan sus aguas; desunció los corceles, cubriólos de espesa niebla, y el Simoente hizo nacer la ambrosía para que pacieran.

Las diosas empezaron a andar, semejantes en el paso a tímidas palomas, impacientes por socorrer a los argivos. Cuando llegaron al sitio donde estaba el fuerte Diomedes, domador de caballos, con los más y mejores de los adalides que parecían carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es grande, se detuvieron; y Hera, la diosa de los níveos brazos, tomando el aspecto del magnánimo Esténtor, que tenía vozarrón de bronce y gritaba tanto como otros cincuenta, exclamó:

‑¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura! Mientras el divino Aquiles asistía a las batallas, los troyanos, amedrentados por su formidable pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de la ciudad, junto a las cóncavas naves.

Con tales palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, fue en busca del Tidida y halló a este príncipe junto a su carro y sus corceles, refrescando la herida que Pándaro con una flecha le había causado. El sudor le molestaba debajo de la ancha abrazadera del redondo escudo, cuyo peso sentía el héroe; y, alzando éste con su cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La diosa apoyó la diestra en el yugo de los caballos y dijo:

‑¡Cuán poco se parece a su padre el hijo de Tideo! Era éste de pequeña estatura, pero belicoso. Y aunque no le dejase combatir ni señalarse ‑como en la ocasión en que, habiendo ido por embajador a Teba, se encontró lejos de los suyos entre multitud de cadmeos y le di orden de que comiera tranquilo en el palacio‑, conservaba siempre su espíritu valeroso, y, desafiando a los jóvenes cadmeos, los vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal modo lo protegía! Ahora es a ti a quien asisto y defiendo, exhortándote a pelear animosamente con los troyanos. Mas, o el excesivo trabajo de la guerra ha fatigado tus miembros, o te domina el exánime terror. No, tú no eres el hijo del aguerrido Tideo Enida.

Y, respondiéndole, el fuerte Diomedes le dijo:

-Te conozco, oh diosa, hija de Zeus, que lleva la égida. Por esto te hablaré gustoso, sin ocultarte nada. No me domina el exánime terror ni flojedad alguna; pero recuerdo todavía las órdenes que me diste. No me dejabas combatir con los bienaventurados dioses; pero, si Afrodita, hija de Zeus, se presentara en la pelea, debía herirla con el agudo bronce, Pues bien: ahora retrocedo y he mandado que todos los argivos se replieguen aquí, porque comprendo que Ares impera en la batalla.

Contestóle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

‑¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! No temas a Ares ni a ninguno de los inmortales; tanto te voy a ayudar. Ea, endereza los solípedos caballos a Ares el primero, hiérele de cerca y no respetes al furibundo dios, a ese loco voluble y nacido para dañar, que a Hera y a mí nos prometió combatir contra los troyanos en favor de los argivos y ahora está con aquéllos y se ha olvidado de sus palabras.

Apenas hubo dicho estas palabras, asió de la mano a Esténelo, que saltó diligente del carro a tierra. Montó la enardecida diosa, colocándose al lado del ilustre Diomedes, y el eje de encina recrujió a causa del peso porque llevaba a una diosa terrible y a un varón fortísimo. Palas Atenea, habiendo recogido el látigo y las riendas, guió los solípedos caballos hacia Ares el primero; el cual quitaba la vida al gigantesco Perifante, preclaro hijo de Oquesio y el más valiente de los etolios. A tal varón mataba Ares, manchado de homicidios; y Atenea se puso el casco de Hades para que el furibundo dios no la conociera.

Cuando Ares, funesto a los mortales, vio al ilustre Diomedes, dejó al gigantesco Perifante tendido donde le había muerto y se encaminó hacia Diomedes, domador de caballos. Al hallarse a corta distancia, Ares, que deseaba quitar la vida a Diomedes, le dirigió la broncínea lanza por cima del yugo y las riendas; pero Atenea, la diosa de ojos de lechuza, cogiéndola y alejándola del carro, hizo que aquél diera el golpe en vano. A su vez Diomedes, valiente en el combate, atacó a Ares con la broncínea lanza, y Palas Atenea, apuntándola a la ijada del dios, donde el cinturón le ceñía, hirióle, desgarró el hermoso cutis y retiró el arma. El broncíneo Ares clamó como gritarían nueve o diez mil hombres que en la guerra llegaran a las manos; y temblaron, amedrentados, aqueos y troyanos. ¡Tan fuerte bramó Ares, insaciable de combate!

Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso viento abrasador, tal le parecía a Diomedes Tidida el broncíneo Ares cuando, cubierto de niebla, se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó en seguida al alto Olimpo, mansión de las deidades; se sentó, con el corazón afligido, al lado de Zeus Cronión, mostró la sangre inmortal que manaba de la herida, y suspirando dijo estas aladas palabras:

‑¡Padre Zeus! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hombres; pero todos estamos airados contigo, porque engendraste una hija loca, funesta, que sólo se ocupa en acciones inicuas. Cuantos dioses hay en el Olimpo, todos te obedecen y acatan; pero a ella no la sujetas con palabras ni con obras, sino que la instigas, por ser tú el padre de esa hija perniciosa que ha movido al insolente Diomedes, hijo de Tideo, a combatir, en su furia, con los inmortales dioses. Primero hirió de cerca a Cipris en el puño, y después, cual si fuese un dios, arremetió contra mí. Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir padecimientos durante largo tiempo entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.

Mirándolo con torva faz, respondió Zeus, que amontona las nubes:

‑¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pues me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera a quien apenas puedo dominar con mis palabras. Creo que cuanto te ha ocurrido lo debes a sus consejos. Pero no permitiré que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje y para mí te parió tu madre. Si, siendo tan perverso hubieses nacido de algún otro dios, tiempo ha que estaría en un abismo más profundo que el de los hijos de Urano

Dijo, y mandó a Peón que lo curara. Éste lo sanó, aplicándole drogas calmantes; que nada mortal en él había. Como el jugo cuaja la blanca y líquida leche cuando se le mueve rápidamente con ella, con igual presteza curó aquél al furibundo Ares, a quien Hebe lavó y puso lindas vestiduras. Y el dios se sentó al lado de Zeus Cronión, ufano de su gloria.

Hera argiva y Atenea alalcomenia regresaron también al palacio del gran Zeus, cuando hubieron conseguido que Ares, funesto a los mortales, de matar hombres se abstuviera

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